FUERO
Etimológicamente puede significar Derecho judicial, carta o libro jurídico, privilegio, Derecho tradicional o especial, o simplemente Derecho. Fuero es lo mismo que Derecho en Navarra. Un Derecho que apoyado en las costumbres primitivas de la tierra, enriquecidas por alguna posible influencia de los Derechos romano y visigodo, va a formarse durante la Edad Media.
Generalmente los reyes concedían a cada localidad un fuero municipal en la Alta Edad Media. Estos fueros en razón a la amplitud de disposiciones que contienen, son calificados de breves o extensos. No es raro que una población que tenga un fuero breve en el siglo XI se rija por otro extenso tiempo después, como ocurre en Estella, Tudela, Val de Funes y Novenera, entre otros.
Los fueros locales son generalmente distintos de unas poblaciones a otras, pero puede ocurrir que algunas tengan Derechos de contenido igual o semejante. Toda aquella villa que reciba un fuero emparentado con el de otra pertenece a la misma «familia» de fuero.
Las familias de fueros se forman por extensión o difusión del fuero de un lugar a otros varios. Así ocurre con el Fuero de Jaca que se aplica en el Burgo de San Cernín de Pamplona, en Estella y a través de este último en San Sebastián y buena parte de la costa Cantábrica.
Las principales familias de fueros navarros son, además de la ya citada del Fuero de Jaca*, las de Viguera y Val de Funes*, y la de Novenera*. Aunque algunos fueros de localidades navarras están influenciados por Derechos extraños al reino, como Cáseda y Carcastillo que reciben los fueros de Soria y Medinaceli, la mayoría son navarros o de influencia aragonesa (Sobrarbe y Daroca).
Al margen del Fuero de Sobrarbe*, sometido a amplias y variadas polémicas doctrinales, el Derecho navarro se irá formulando, sobre una base consuetudinaria; en apariencia de privilegio, carta de población y fuero.
De finales del siglo VIII y comienzos del IX son los privilegios que los reyes conceden a los roncaleses. De nuevo son aquéllos aumentados en el siglo XI por Sancho el Mayor. Este rey concedió también alguna carta de población (a Villanueva) al igual que lo harían sus sucesores (Sancho el Noble a Sojuelo, Longares y San Andrés). Sancho Ramírez*, que dio carta de población a Arguedas (1092), otorgó varios fueros municipales de interés como a Ujué (1076), Tafalla (1076), Estella* (1090) y Burgo viejo de Sangüesa (1094). Reyes posteriores aforarán Tudela*, Viguera*, Funes*, Cáseda, Carcastillo, entre otros muchos lugares.
El siglo XIII es el de las redacciones extensas de los fueros municipales que podrán seguir vigentes hasta el siglo XV.
El Derecho navarro no sólo se integró de fueros locales, sino que también lo hubo de aplicación territorial* y personal*.
Más moderna es la acepción «Derecho foral»* para significar conceptos varios.
Bibliografía
J.Mª Lacarra: Notas para la formación de las familias de Fueros navarros, AHDE, 1933; J. Salcedo Izu: Sistemas de fuentes histórico-jurídicas españolas, (Zaragoza, 1984).
Modificacion de los Fueros (1772-1841)
El proceso de modificación del ordenamiento foral navarros se inscribe en un largo período que abarca fundamentalmente de 1772 a 1841 y que coincide cronológicamente por tanto con la quiebra del Antiguo Régimen y su sustitución por los principios políticos y administrativos liberales en toda Europa. En otras palabras: la modificación de los fueros de Navarra es parte de la crisis del Antiguo Régimen en todo Occidente.
Pero en este proceso existen dos frentes distintos e incluso opuestos, los dos no obstante enfrentados con el ordenamiento foral de este reino: el del absolutismo y el del propio liberalismo.
En efecto, el primer intento de cercenar las libertades navarras está unido a la culminación de la imposición de los criterios absolutistas en la corona de España, imposición realizada lentamente desde el siglo XVI y acelerada con la entronización de los Borbones a comienzos del XVIII. De hecho, Felipe V (VII de Navarra) ya había pretendido acabar con uno de los más fuertes fundamentos fácticos de la independencia administrativa del reino, las aduanas (Tablas*), entre 1717 y 1722, y lo mismo había intentado Fernando VI (II) en 1757. Pero fue Carlos III (VI) quien diera el primer paso decidido.
En ello influyeron varios factores, primero, los principios absolutistas. En el siglo XVIII, todas las monarquías europeas actúan bajo la convicción -fundada en la teología política francesa principalmente, frente al populismo de la española- de que el poder lo recibe el rey directamente de Dios y que sólo ante Dios por tanto ha de rendir cuentas de su ejercicio. El mantenimiento de aquella tradición populista española acababa de hacer crisis en España, en 1766-1767, cuando a los motines contra el ministro Esquilache siguió la expulsión de los jesuitas. Además de otras implicaciones, la expulsión se justificó en la creencia de que algunos padres de la Compañía, miembros de la aristocracia, conspiraban contra la vida del rey. A la expulsión de los jesuitas acompañó la depuración de los libros de texto de seminarios y universidades, para erradicar cualquier doctrina que no favoreciera el absolutismo, y la formación de un equipo -netamente absolutista- de gobierno que encabezaba el conde de Aranda y del que formaban parte los fiscales del Consejo de Castilla, Campomanes y Moñino (el futuro conde de Florida blanca). Serían el primero -Campomanes- y el también fiscal González de Mena quienes elaborarían el informe en que basó Carlos III (VI) su decisión de 1772 de imponer en Navarra el sistema de quintas de Castilla para la leva, militar, que fue su primer intento de modificar el ordenamiento jurídico navarro.
En este reino no había ninguna forma de servicio militar propiamente dicho, sino un procedimiento de levas ocasionales, para casos de emergencia y con notorias cortapisas (Ejército*).
La Diputación advirtió contra la procedencia de la real decisión, y Carlos III (VI) renunció a ello. Pero en la fundamentación de la medida inicial del monarca ya se había planteado el problema jurídico de fondo: si la incorporación de Navarra a Castilla se había hecho por «vía principal o accesoria»; es decir; si tenía fundamento la ya antigua doctrina según la cual aquélla fue una unión que se realizó de forma «eqüe-principal», y los monarcas castellanos debían realmente respetar el ordenamiento jurídico propio de Navarra, o tenían potestad de someterla al derecho común, que era el derecho castellano.
Sería sin embargo injusto reducir el asunto a la tensión y discordancia entre absolutistas y pactistas. Había además tensiones económicas y sociales, que podían parangonarse, hasta cierto punto, con las que en tantas otras monarquías occidentales enfrentaban a la nueva clase política y funcionarial de juristas de origen frecuentemente modesto, incluso humilde, aunque por lo general hidalgo, cuyo porvenir andaba unido al del rey absoluto, con la aristocracia más rancia, celosa defensora de sus privilegios y de su primacía en la Administración civil y castrense e incluso eclesiástica. No se olvide que las instituciones particulares del reino de Navarra, especialmente sus Cortes*, de carácter estamental, cuyas decisiones se adoptaban por unanimidad, permitían que se mantuviera una situación legal beneficiosa sobre todo para los principales poseedores de la riqueza ganadera y agrícola (Aranceles*).
Por último, el ataque contra la independencia administrativa de Navarra se basaba en las necesidades de la Corona. No deja de ser significativo que aquellos primeros ataques se dirigiesen precisamente contra los privilegios arancelarios y militares. Otra vez como casi todas las monarquías de Occidente, la española del XVIII se esforzó de una parte en explotar de manera mejor y más sistemática sus recursos, tanto materiales como humanos y, de otra, hubo de afrontar decididamente una reforma fiscal cuando la crisis económica internacional se cebó en ella, durante el último tercio de la centuria.
Tras la intentona de 1772 contra las quintas, empezaron a menudear los contrafueros, ya no sólo en torno a esos dos asuntos (levas y aduanas). En 1778 Carlos III (VI) decreta la libertad de comercio con América para todos los territorios de la Corona pero, en 1779, excluye a Navarra y las Vascongadas porque no acatan su deseo de que desaparezcan las llamadas aduanas del Ebro. No deja de ser interesante advertir que, aunque no comienza entonces, no sólo se mantiene en adelante sino que probablemente se refuerza la emigración de gentes navarras de buena posición hacia Cádiz para dedicarse al comercio (Fermín de Elizalde*, Pedro Luis Huarte), escapando de esta manera al problema institucional (y también, sin duda, a las dificultades que para el comercio exterior implicaba la posición geográfica de Navarra).
Todavía en 1779, Carlos III (VI) convoca Cortes del reino y pretende sin éxito que aprueben el correspondiente Donativo* sin previo Reparo de agravios*. En 1781, aunque otra vez sin éxito, intenta conseguir que las disposiciones regias se inscriban en los Cuadernos de leyes* sin pasar por las Cortes.
Hay constancia de que estos acontecimientos suscitaron recelo en Carlos III (VI), al comprobar que su poder no alcanzaba determinados ámbitos de su propia Corona. Pero lo realmente difícil es saber por qué, teniendo entonces el monarca fuerza sobrada para imponer a los navarros lo que pretendía, no lo hizo. Es posible al respecto que siguiera pesando el hecho de que, a cambio, del respeto a su privilegios, los estamentos privilegiados navarros -el clero y sobre todo la nobleza- continuaban asegurando a la monarquía la defensa de la frontera por medio de su sistema de movilización, al margen del ejército real.
Sistema que, sin embargo, fracasó de modo claro durante la guerra contra la Convención* francesa, en que las tropas del país vecino llegaron a las puertas de Pamplona, en 1794. En algunos pueblos de la frontera, la defensa adquirió caracteres heroicos; pero en otros no, y, en casi todos, los soldados navarros cuidaron de que se respetara su propia organización militar, no acatando más autoridad que la de sus jefes «naturales» (los nobles locales, frecuentemente sin otra razón que la de ser cabo de armería*, pertenecientes a la pequeña aristocracia rural), cuya dignidad social nada tenía que ver con su preparación castrense. Desde los primeros meses, abundaron las quejas de los mandos del real ejército por la imposibilidad de integrar esas mesnadas locales en la organización regular, hasta el punto de que algunos generales acabaron por rechazar el concurso.
Esto, unido a la necesidad de recursos para la propia guerra (lo que aún se agravaba porque, según fuero, incluso ese tipo de movilización de los navarros tenía que cargar en buena parte sobre la real Hacienda), contribuyó a que en plena contienda Carlos IV (VII de Navarra) reuniera las Cortes de este reino, que se prolongaron desde 1794 hasta 1797, y que en 1796, el mismo año en que acabó el enfrentamiento armado, llevase a cabo la primera imposición formal del poder absoluto en Navarra como práctica permanente de gobierno.
En 1796, en efecto, a instancias de Godoy, Carlos VI (VII) firma una real cédula en virtud de la cual todas las decisiones del monarca tendrían pleno vigor en Navarra sin necesidad de ser sobrecarteadas (Sobrecarta*), fueran o no por tanto conformes a fuero. Sobre el papel, se trataba de una situación transitoria; la misma cédula ordenaba que se constituyera una junta de ministros que había de estudiar el origen y fundamento del ordenamiento foral navarro (se entiende que para dictaminar sobre si realmente respondía a un pacto que el rey hubiese de respetar); pero la junta no se formó hasta 1802, no comenzó a estudiar el asunto hasta 1806 y no había emitido dictamen cuando la guerra de la Independencia replanteó los términos de la cuestión, en 1808. Y todavía después, hasta 1818, seguiría en vigor.
No es que entre estas dos fechas 1797 y 1818, desaparecieran los fueros de Navarra, como una interpretación simplista de aquel estado de cosas puede hacer entender; el reino continuó rigiéndose por sus instituciones propias (sus tribunales, sus jerarquías y autoridades, su Diputación) y por las leyes aprobadas por sus Cortes. Lo que sucedió es que, además, se hubieron de acatar también cuantas normas tuvo a bien el monarca imponer en Navarra. Que fueron muchas. Con ellas se impusieron contribuciones sin la aprobación de las Cortes y se hicieron levas para el ejército, entre otras cosas; todo ello sin sobrecarta.
La guerra de la Independencia* replanteó desde luego el asunto. Por una parte -la parte patriota- la imposición del absolutismo en 1796 dio paso, sin solución de continuidad, a la imposición del liberalismo por las Cortes de Cádiz en 1812, con lo que, ahora sí, no sólo se conculcó el principio del pacto foral sino que se reformaron y sustituyeron las instituciones navarras de gobierno. Por otra -la parte afrancesada-, se mantuvo simplemente el criterio de 1796, dejando la cuestión sub iudice. Fueron, pues, dos líneas de actuación diferentes, conforme al hecho de que España contaba entonces (1808-1814) con dos centros de poder: José I y Fernando VII (III de Navarra), representado éste por la Junta Central, la Regencia y las Cortes de España.
Paradójicamente, -aun afectándoles mucho- fueron las de José I y sus hombres. Primero -antes de entronizar a José Bonaparte en el trono español- Napoleón convocó en Bayona una asamblea de notables españoles a fin de asesorarse sobre los cambios institucionales que correspondía introducir en España. A la Asamblea de Bayona* (mal llamadas Cortes de Bayona, porque los convocantes evitaron a propósito la denominación Cortes a fin de subrayar su mero carácter consultivo) acudieron dos representantes de Navarra, mandados por la Diputación, que aún no se había definido sobre el acatamiento de las autoridades francesas. La Asamblea discutió un anteproyecto de Constitución que Napoleón se proponía promulgar y, al cabo, en la por eso llamada Constitución de Bayona, Navarra quedó convertida en provincia de España -dejando de ser reino- si bien sus fueros, -como los de las Provincias Vascongadas- quedaban a expensas de lo que, con plena soberanía, acordasen, las primeras Cortes españolas que se reunieran (Cortes que, en el territorio administrado por José Bonaparte, no se reunieron jamás).
Luego, los contrafueros fueron muy abundantes y radicales, las autoridades militares francesas que gobernaron Navarra impusieron cuantas contribuciones, levas y demás medidas consideraron convenientes, y las instituciones propias del ya antiguo reino sólo subsistieron y tuvieron vida en el grado que admitió la primacía del poder invasor. Fue más importante sin embargo lo que ocurrió con su territorio; porque en 1809, al dividir España en departamentos, Navarra como tal desapareció y quedó incluida casi completamente en el departamento del Bidasoa, que abarcaba también una gran parte de Guipúzcoa (Límites Provinciales*), y todavía llegaría el proceso a más en 1810, cuando, en virtud del decreto imperial de 8 de abril -promulgado a espaldas de su hermano José I, rey de España-, Napoleón creó cuatro Gobiernos independientes -en realidad, dependientes del propio emperador- para que rigieran Vizcaya, Navarra, Aragón y Cataluña. No fue estrictamente una separación de estos territorios respecto del resto de España sino una independización administrativa, respecto de la autoridad del monarca español. Al frente de cada uno de los cuatro Gobiernos habría un gobernador, asistido por un miembro del Consejo francés de Estado y en explícita relación de dependencia de las autoridades francesas. Meses después, Napoleón reconocía abiertamente a los embajadores españoles marqués de Almenara y Miguel José de Azanza que tenía realmente la intención de incorporar al Imperio francés todos los territorios situados al norte del Ebro, a cambio de incorporar Portugal a España. Antes, en abril de 1810, José I había reaccionado promulgando una serie de decretos que querían ignorar el del emperador del 8 de febrero, en los cuales España -incluida Navarra- quedaba dividida en prefecturas al modo francés y repartida en quince divisiones militares. Lo que ocurrió en la práctica es que, salvo Cataluña -que fue fácticamente unida al Imperio en 1812-, las otras regiones del norte del Ebro permanecieron en situación administrativa ambigua hasta el fin de la guerra. En 1811, Napoleón y José I habían llegado a un acuerdo según el cual las autoridades militares francesas del Norte, Aragón y Andalucía gobernarían estos territorios «en nombre de» José Bonaparte pero obedeciendo al emperador.
Claro que estas medidas -y acaso más los impuestos y levas, que pesaban de manera más directa- afectaron la sensibilidad de no pocos navarros; aunque tampoco cabe omitir que los representantes de Navarra en la Asamblea de Bayona habían aceptado aquel texto constitucional (otra cosa es que tuvieran potestad real para hacerlo, conforme a fuero, y no la tenían) y que navarro fue una de las principales figuras, si no la principal, de la corte afrancesada, Miguel José de Azanza* por citar sólo al más importante.
Al mismo tiempo se desarrollaba la revolución liberal patriota, más radical y trascendente (porque no se trataba de una mera necesidad de la guerra y porque, en su empeño unificador y racionalizador, fue más allá que el poder francés). En el conjunto de España, el proceso tuvo estos hitos: antes de abdicar en Bayona en 1808, Fernando VII (III) ordenó que se reunieran las Cortes (se entiende que las del Antiguo Régimen, que eran las de Castilla, en las que había representantes de la corona de Aragón, no en cambio de Navarra) para que vieran la forma de organizar la resistencia. Está orden real no se atendió -ni podía atenderse- en principio, sino que, en casi toda España, se formaron juntas de notables locales y provinciales que, acatados por toda la población patriota, dirigieron la guerra. Como esto dio lugar a una pluralidad de autoridades que no hacía fácil la organización de la lucha, todavía en 1808 las propias juntas provinciales constituyeron una Junta Central Suprema, que se hizo cargo de la soberanía nacional mientras durase la prisión de Fernando VII (III), que seguía en manos de los franceses. Luego, en 1810, la Junta Central dio paso a una Regencia, que a su vez reunió Cortes en Cádiz, pero no ya Cortes de Castilla sino de España, Cortes que promulgaron la Constitución de 1812 y el primer gran bloque de leyes que sustituyeron los principios del Antiguo Régimen por los del liberalismo.
Navarra -se comprende que la Navarra patriota que se exilió de este territorio cuando los franceses lo ocuparon- participó plenamente y sin cortapisas de todo este proceso. La ocupación militar francesa había tenido lugar muy pronto, en febrero de 1808, en que el general d´Armagnac tomó por la fuerza -por sorpresa- la ciudadela de Pamplona. Y las autoridades navarras no se opusieron -por lo menos oficialmente- ni a este hecho ni a las posteriores abdicaciones de Bayona que condujeron a la entronización de José I. Tanto el virrey como el Consejo Real y Supremo de Navarra aceptaron explícitamente la proclamación del nuevo monarca, y sólo la Diputación objetó -pero sin oponerse todavía abiertamente- que el procedimiento no era conforme a fuero. Como hemos dicho, la propia Diputación transigió enviando representantes a la Asamblea de Bayona y, sólo en los últimos días de agosto de 1808, se decantó públicamente del lado de los rebeldes patriotas.
En la dilación, sin lugar a dudas, pesó la situación geográfica de Navarra, que además de facilitar la presencia francesa, hacía muy difícil la resistencia in situ. De hecho, lo que la Diputación hizo fue abandonar Pamplona en la noche del 29 al 30 de agosto y refugiarse en Tudela, desde donde, el 7 de noviembre, declaró la guerra a los franceses y ordenó la movilización de todos los navarros que tuvieran la edad legal de empuñar las armas (todos los mozos solteros comprendidos entre los diecisiete y los cuarenta años). Es muy interesante observar que, en su orden, la Diputación apelaba a la autoridad foral y no a la potestad absoluta de Fernando VII (III), pese a que el principio foral se hallaba en cierto modo secuestrado, como sabemos, desde 1796, y, al mismo tiempo, empleaba las expresiones del nacionalismo español que empezó a abrirse paso en toda la península precisamente en 1808, ante la invasión: alega, así, que «la Religión, el Rey y la Patria están pidiendo venganza contra el pérfido violador de sus sagrados derechos» (con un léxico característico del futuro nacionalismo romántico) y que «la Constitución de Navarra y la respetable autoridad de su Fuero se hallan uniformemente encareciendo la precisión de armarse todos los útiles para el servicio».
En Navarra, por contar con una institución representativa -desde luego según los criterios estamentales- como era la Diputación, fue la Diputación y no una junta provincial como en los demás territorios la que intentó organizar la resistencia. Pero, enseguida, la propia Diputación facilitó que Navarra se viera envuelta en el proceso que iba a terminar -aunque transitoriamente con sus fueros. Tras la batalla de Tudela* del 23 de noviembre de 1808, en que los ejércitos españoles fueron derrotados, la Diputación hubo de abandonar Navarra y, en el exilio, los diputados optaron por enviar dos representantes a la Junta Central Suprema y separarse.
En sí mismo, esta decisión no suponía una renuncia al fuero, ni tenían en sí la trascendencia que alguna vez se le ha atribuido. No implicaba más que el reconocimiento de que Navarra seguía obedeciendo al mismo rey que los demás españoles; porque la Junta no era sino un mero sustituto transitorio de Fernando VII (III). Ni, por lo mismo, hubo contrafuero en que luego el poder real pasara a la Regencia -en la que ya no había ningún representante de Navarra ni de ningún territorio concreto de la monarquía-, cuando la Junta desapareció. El verdadero problema estribó en que, al disolverse, la Diputación dejó de desempeñar el papel de defensor del fuero que era una de sus principales razones de ser y en que, cuando la Junta Central Suprema comenzó a preparar la reunión de Cortes, los representantes de Navarra en la Junta no pudieron o no quisieron objetar que Navarra tenía Cortes propias y que no existían las Cortes propiamente españolas; no sólo aceptaron que fueran éstas las únicas convocadas sino también que en ellas hubiese representantes de Navarra como de un territorio más. A lo que parece, en esta decisión hay que ver el punto de partida -por la línea patriota- de la primera desaparición de los fueros.
Las Cortes de Cádiz se reunieron en 1810 y aprobaron la Constitución de 1812, en la que ni si q uiera se introdujo la salvedad de la Constitución de Bayona sobre la suerte futura de los fueros navarros y vascongados. No se hizo mención de ellos, se habló de Navarra como de una provincia más y, por ello, fueron de aplicación en Navarra todas y cada una de las normas generales que aquellas Cortes aprobaron. Aunque de hecho, como Navarra permaneció bajo la ocupación francesa hasta 1813, no pudo aplicarse nada.
Las dos transformaciones -la afrancesada y la patriota- fueron efímeras. En octubre de 1813 Pamplona fue expugnada y, en mayo de 1814, Fernando VII (III), de regreso a España, derogó íntegramente la legislación de las Cortes de Cádiz. Por decreto de 17 de julio restauró además explícitamente todos los órganos de gobierno de Navarra, que recuperaba su condición de reino. No así las atribuciones íntegras de sus Cortes y su Diputación, que, aunque se rehicieran como tales instituciones, quedaban sin embargo supeditadas a los términos de la real cédula de Carlos IV (VII) de 1796. Fernando VII (III) continuó legislando para Navarra, entre 1814 y 1817, sin contar con la sobrecarta.
La pésima situación de la real Hacienda aún haría no obstante que el principio pactista se reimpusiera, en pleno absolutismo fernandino. La Hacienda española se vio sumida en la posguerra en la depresión económica general que afectó a toda Europa, sólo que en su caso la situación se hizo más grave porque la guerra contra Napoleón y la posguerra coincidieron con la Emancipación de América, cuyas remesas de plata y metales preciosos contribuían de forma decisiva a colmar el déficit. Sobre todo durante la última década del siglo XVIII los envíos ya se habían interrumpido por las guerras; luego definitivamente se cortaron.
Los asesores de Fernando VII (III) procedieron a hacer estudios detallados de las posibilidades reales que tenía la economía española a fin de efectuar una reforma fiscal que adecuara mutuamente realidad económica y gastos estatales. Y, entre los extremos que se abordaron, no pudieron olvidarse los privilegios fiscales de Navarra y las Vascongadas, a las que la documentación de la época se refiere por eso como Provincias Exentas* en su doble aspecto: interior (absoluta dependencia -hasta 1796- de las Cortes para la aprobación de impuestos) y exterior (existencia de aduanas en la raya de Aragón y Castilla, cuyos aranceles, igual que los de las propias fronteras con Francia, habían también de fijar las Cortes navarras).
En principio, el secretario de Hacienda -Martín de Garay- optó por insistir en la línea abierta en 1796, en la memoria que elevó en 1817 a Fernando VII (III) sobre el estado de la Hacienda y sus soluciones: de la reforma «debe resultar necesariamente -decía- el examen del origen de sus privilegios (los de las Provincias Exentas), su estado actual, y de la utilidad que resultaría a la nación su reforma igualando en los gravámenes y utilidades a aquellas Provincias con las demás de la nación; puesto que en el siglo en que vivimos no pueden subsistir unas excepciones incómodas, perjudiciales y acaso no tan fundadas como se supone».
El proyecto de Martín de Garay se debatió en Consejo de ministros y fue rechazado, «por ahora». En su informe, el secretario de Gracia y Justicia -Lozano de Torres- había advertido que era imprudente «intentar en el día ninguna innovación que fomente descontentos» v que «sería tan impolítico como peligroso que al mismo tiempo que se disminuye el ejército» (porque el proyecto de Garay también suponía esto) «vaya a causarse un descontento general en unas Provincias que sin embargo de sus privilegios han hecho en todas las épocas servicios particulares a la monarquía». Es probable que, en el ánimo de éste y otros ministros, continuara pesando el servicio de defensa de la frontera que, a pesar de todo, seguía ofreciendo el fuero navarro, así como la amenaza de anexionismo a Francia que había aflorado entre algunas gentes de la burguesía de Guipúzcoa durante la guerra contra la Convención.
Lo cierto es que, simultáneamente, Fernando VII (III) había empezado a andar por el otro camino, el del retorno al pacto foral en el caso de Navarra como manera de conseguir lo mismo.
En 1816 había convocado a Cortes para lograr un donativo sin necesidad de mantener la situación legal que había creado su padre en 1796. Probablemente, tras su reorganización en 1814, las autoridades navarras habían insistido al monarca en el carácter contraforal de la legalidad vigente y en la conveniencia de ordenar debidamente las Cortes, contando con la buena voluntad de ambas partes. Las Cortes se abrieron en julio de 1817, unas semanas después de que el Consejo de ministros rechazara la propuesta de Martín de Garay sobre las Provincias Exentas, y, conforme a fuero, los diputados navarros antepusieron -a la aprobación de un nuevo donativo- la reparación de todos los agravios que suponían todas las normas legales promulgadas en Navarra entre 1796 y 1817 sin contar con la anuencia de las propias Cortes o su Diputación. El monarca aceptó y derogó 106 reales cédulas que se hallaban en esa situación. El principio pactista se había reimpuesto.
Fernando VII (III) intentó también que esas Cortes acordaran la supresión de las aduanas del Ebro. Pero no lo aceptaron, si no era por medio de «una ley contractual». Es la primera vez conocida en que aparece la idea de optar por una vía media que consista en una modificación pactada de los fueros. Pero Fernando VII (III) tampoco lo aceptó.
En 1820, el pronunciamiento del comandante Riego en la bahía de Cádiz y la consiguiente imposición de la Constitución de 1812 supuso la segunda derogación total del ordenamiento foral navarro, su igualación legal con el resto de España y su conversión en provincias (provincia de Pamplona, y no de Navarra).
Durante el trienio constitucional (1820-1823) que siguió, Navarra -como territorio pirenaico, con Aragón y Cataluña- se convirtió en zona de penetración de los realistas*, partidarios de la abolición del liberalismo v del retorno del Antiguo Régimen. Los realistas comenzaron las operaciones militares en 1821 y, en 1823, lograron devolver el poder absoluto a Fernando VII (III).
En el viejo reino, estas operaciones bélicas fueron dirigidas por una Junta Gubernativa Interina de Navarra*, que se decantó claramente en pro de la defensa del fuero, uniendo por primera vez conocida fuero y antiliberalismo.
La unión iba a tener unas consecuencias muy importantes en la historia política de Navarra en los siglos XIX y XX. En rigor, no había razón histórica para unir ambas cosas: no porque el liberalismo no fuera ciertamente antiforal, que lo era (y lo había demostrado en 1812 y 1820), sino porque lo era asimismo el absolutismo en buena medida, como se había comprobado en 1796-1817 y volvería a comprobarse unos años después. En verdad, los realistas (nombre que se daba a los partidarios del Antiguo Régimen) estaban divididos al respecto; unos -así los integrantes de la Junta Gubernativa- se inclinaban por el respeto al fuero, en tanto que otros -así los redactores de la «Gaceta Real de Navarra», que se publicaba simultáneamente- negaban de forma explícita el «pacto foral», que constituía el fundamento del ordenamiento legal navarro.
De hecho, en cuanto se reimpuso el principio absolutista, antes incluso de que Fernando VII (III) retornara a Madrid y derogase otra vez la Constitución de 1812 y toda la legislación del trienio 1820-1823, se adoptaron medidas que modificaban el orden institucional de Navarra sin la aprobación de sus Cortes. En la primavera de 1823, en concreto, la Regencia que se había formado en espera de que el monarca fuese liberado de los liberales que lo retenían en Cádiz designó un comisario regio para Navarra y anunció su propósito de crear unas Cámaras de Hacienda que sustituyeran a la de Comptos*. La Diputación rechazó al comisario y protestó contra el proyecto, con éxito. Pero los criterios volvían a estar claros.
Por otra parte, la situación hacendística de la Corona todavía se había agravado y volvieron a plantearse las posibilidades de reforma fiscal -ahora por parte sobre todo de López Ballesteros, nuevo secretario de Hacienda-, entre ellas de nuevo la supresión de las aduanas del Ebro y la equiparación de las Provincias Exentas al resto de España a efectos fiscales.
Fernando VII (III) volvió a pretenderlo por la vía pactista. En 1824 firmó un decreto donde anunciaba que convocaría Cortes navarras cada año, impecablemente forales: con el objeto de que pudieran «pedir reparación de agravios para mantener ileso el fuero (…) y proporcionar medios para satisfacer el servicio que (…) es costumbre inconcusa hacer en ellas a los reyes».
Pero no se cumplió. Por enfermedad, el nuevo virrey -el conde de España- tardó en hacerse cargo de su puesto. Cuando lo hizo, halló los ánimos de los navarros desunidos al respecto («a causa de cierto estado de desunión que habían traído los trastornos revolucionarios»). Y además, como había estado por medio la Hacienda del Trienio, no estaba claro que la Diputación hubiera liquidado enteramente el donativo que aprobaran las Cortes de 1817-1818. Al final tuvo que pagar lo que la Hacienda real echaba en falta. Pero, en el ínterin, no se podían reunir Cortes, conforme a fuero, mientras no se hubiera satisfecho el servicio aprobado por unas Cortes anteriores.
Por fin el rey las convocó para 1828; les pidió que acordasen el traslado de las aduanas y ellas volvieron a rechazarlo si no mediaba -otra vez aquel argumento- una «ley contractual». El monarca tampoco ahora aceptó; cerró las Cortes en marzo de 1829 y, en mayo, promulgó una real cédula que reproducía los principios de 1796: todas las normas que él dictara debían cumplirse en Navarra en adelante, sin necesidad de la anuencia de la Diputación para que el Consejo Real la sobrecartease, en tanto que una junta de ministros revisaba el fundamento de los fueros. El pacto volvía a quedar en suspenso; desde 1829 volvieron a multiplicarse las contribuciones v otras disposiciones regias dictadas al margen de la Diputación. Además, para evitar el contrabando según se alegó, las autoridades centrales fueron estableciendo un sinfín de controles que, según la Diputación, llegaron a paralizar el propio comercio interior del reino.
En enero de 1833, en vista de esto, fue la propia Diputación la que se adelantó por fin a pedir la supresión de las aduanas con Aragón y con Castilla. Pero los gobernantes que rodeaban a Fernando VII (III) ya estaban decididos a ir más allá. Todavía antes de morir, el monarca dispondría que las vacantes que fuera habiendo en al Cámara de Comptos no se cubrieran.
Luego, durante la primera guerra carlista -cuya vinculación a la defensa de los fueros resultó tan clara desde el punto de vista navarro como tardía en los jefes carlistas (carlismo*, guerras carlistas*), el proceso de desmantelamiento de las instituciones navarras continuó inexorablemente, tomando los gobernantes liberales de Madrid la iniciativa que se veían obligados a perder los anteriores gobernantes absolutistas. En los primeros días del reinado de Isabel II (I de Navarra), todavía en 1833, el virrey impuso a la Diputación su proclamación como reina sin contar con las Cortes. En la reforma administrativa del mismo año, se reordenó el territorio español incluyendo la «provincia de Navarra»; en 1834, se convocaron Cortes españolas y también se contó con representantes de Navarra, dando por descontada la desaparación de sus propias Cortes; en 1835 el Gobierno de Madrid erigió la Audiencia territorial de Pamplona-dentro de la reorganización general y uniformadora de la Administración de Justicia en toda España-desapareciendo así los tribunales navarros y quedando supeditados a la instancia suprema que era común para toda España; en consecuencia, las antiguas Merindades desaparecieron también y el territorio de la nueva provincia se dividió en Partidos Judiciales* como todas las demás de España; perdió su contenido y desapareció por lo tanto el Consejo Real y Supremo, todavía en 1835; en 1836 sucedió lo mismo con la Cámara de Comptos; ante todo lo cual la Diputación permanente del reino se disolvió, no sin manifestar su disconformidad. En 1837, en fin, las Cortes españolas aprobaron una Constitución, en virtud de la cual -sin necesidad de mención expresa- Navarra quedó equiparada en todos los aspectos a todos los demás territorios de España.
Y hubiera permanecido así de no mediar el particular desenlace de la primera guerra carlista y, en concreto, el Convenio de Vergara* con que los generales Maroto y Espartero pusieron final a la contienda en 1839, ofreciendo el primero la renuncia a la lucha a cambio -entre otras cosas- de que el segundo se comprometiera a recomendar «con interés» al gobierno que cumpliese su ofrecimiento de proponer a las Cortes «la concesión o modificación de los fueros».
El Convenio de Vergara no los negociaron representantes de Navarra, ni de los navarros, ni aun entre los carlistas, sino los mandos de las divisiones vizcaínas, guipuzcoana y castellana. Después, Espartero ofreció a alaveses y navarros la posibilidad de sumarse a él, en una alocución dirigida explícitamente a ellos, el 1 de septiembre de 1839. Pero los jefes carlistas de estas divisiones no respondieron, seguramente porque carecieron de tiempo; el frente se hundió y la guerra terminó por sí misma en el viejo reino (no así en la corona de Aragón, donde continuaría hasta 1840).
Sin embargo, la nueva Diputación liberal -no la permanente del reino, que había desaparecido en 1836, sino la Diputación provincial* que aquí como en todas las provincias de España se designó en virtud de la Constitución de 1837- se arrogó la defensa de los fueros, empezando por aconsejar a los propios navarros -en una exhortación de 10 de septiembre de 1839- que se acogieron al Convenio. Y, cuando el asunto llegó a las Cortes españolas, meses después, nadie se acordaría -a lo que parece- de que Navarra había quedado al margen del compromiso.
Desde el punto de vista de la defensa de la autonomía navarra, esa decisión de la nueva Diputación provincial (liberal y contraforal por su propia naturaleza jurídica), iba a tener una trascendecia inusitada. A ella se debe, en último término, que Navarra haya conservado hasta nuestros días sus peculiares administrativas.
Y el mérito no procedió tan sólo de la habilidad para aceptar una oferta que en rigor podía ya considerarse perdida, sino en su capacidad imaginativa para defender lo que, a fin de cuentas, en 1839, en plena euforia del liberalismo racionalista y uniformador, resultaba inimaginable en el pensamiento y en el programa revolucionario liberal de la época, en toda Europa: un liberalismo fuerista. Que no se puede entender, por otra parte, como un liberalismo moderado o especialmente conservador, porque entre sus principales gestores y defensores destacarían más bien los progresistas, a veces contra los moderados, que llegaron a ofrecer la plena reintegración foral en 1841. Los progresistas navarros y cuantos defendieron ese liberalismo fuerista rechazaron expresamente esto último -la reintegración- para propugnar una tercera vía, una vía nueva, que, partiendo de la derogación de los fueros vigentes hasta entonces -los del Antiguo Régimen-, condujese a un régimen nuevo, de corte administrativo racionalista y liberal, pero al tiempo fuertemente descentralizador y autonomista y empeñadamente esforzado en asimilar todo lo aprovechable del viejo ordenamiento foral.
No parece atrevido pensar que en esta singularidad del liberalismo navarro debió jugar una baza decisiva el hecho de contar en aquellos capitales momentos con un hombre que unía en sí una buena imaginación para hallar soluciones, una notable preparación histórica y foralista y un liberalismo acendrado, que había probado en las cárceles de Fernando VII (III), el secretario de la Diputación -primero de la Diputación permanente del reino, luego de la Diputación provincial- Yanguas y Miranda*.
Lo primero que las autoridades liberales de Navarra hubieron de procurar para conseguir esto, con su peculiar planteamiento, fue desligarse de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava, a las que hasta entonces se hallaba enteramente vinculada su causa, pero donde por el contrario se estaban imponiendo los partidarios de lograr que el respectivo fuero se mantuviera intacto. Todavía en septiembre de 1839, de hecho, las autoridades guipuzcoanas invitaron a las navarras a ponerse de acuerdo para decidir la política a seguir ante el Gobierno de Madrid en el asunto de los fueros, y la Diputación navarra declinó el ofrecimiento. Luego, el 24 de octubre, dirigió por sí sola una exposición a la reina gobernadora -María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII (III)- donde quedaban puntualmente consignados sus criterios: «La Navarra -subrayaba la Diputación en su escrito- quiere la Constitución del Estado de 1837: esto es lo que ante todas las cosas quiere. Todo lo que tienda a tergiversar este hecho es falso y además perjudicial a Navarra. (…) También quieren los navarros sus fueros, pero no los quieren en su totalidad: no estamos en el siglo de los privilegios ni en el tiempo de que la sociedad se rija por leyes del feudalismo. (…) Plantifíquense los fueros desde luego en la Navarra, pero sea siempre salva la Constitución, sea siempre ésta su primera ley fundamental».
Al día siguiente, el 25 de octubre de 1839, las Cortes-que habían recibido la noticia del Convenio de Vergara con enorme alborozo- aprobaron la ley correspondiente al compromiso contraído por Espartero; en su primer artículo conformaba explícitamente los fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, «sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía», y en el segundo ordenaba al Gobierno que propusiera a las propias Cortes «la modificación indispensable» de esos fueros a fin de hacerlos compatibles con los intereses del resto de España y con los de las cuatro provincias.
Sin duda, se cumplía el compromiso pero se añadía algo más: la ley no se limitaba a dejar abierto el asunto de «la concesión o modificación de los fueros», como hiciera el Convenio de Vergara, sino que optaba por el segundo camino, considerándolo además indispensable.
Pero la verdad es que ni esto suponía incumplimiento de lo ofrecido por Espartero -que había dejado en suspenso la opción del Gobierno y las Cortes españolas entre lo uno y lo otro- ni constituía una manera premeditada de acabar con los ordenamientos forales. De hecho, el Gobierno y las Cortes hicieron con el ordenamiento foral de cada una de las cuatro provincias lo que cada una de ellas quiso al respecto.
Guipuzcoanos, alaveses y vizcaínos prefirieron el restablecimiento pleno del Antiguo Régimen en las Provincias y en cambio los navarros se adelantaron a pedir al Gobierno que les dotara de un sistema gubernativo y administrativo completamente nuevo. Con este fin, la Diputación había enviado a Madrid a Yanguas, y fruto de sus gestiones seguramente fue el decreto de 28 de noviembre de 1839, primera pieza legal de primer orden en la modificación definitiva de la Administración del antiguo reino.
El decreto, por una parte, establecía expresamente el completo restablecimiento de los fueros respectivos en las tres Provincias Vascongadas, sin más excepción que el poder judicial, que no recuperaban, y la representación en las Cortes de España, de la que hasta entonces carecían. En cambio, Navarra sería gobernada en adelante por una Diputación, que se designaría por el mismo procedimiento por el que fueran designadas las demás Diputaciones provinciales españolas -es decir: por elección- pero que tendría una composición y unas atribuciones totalmente distintas: se compondría de siete miembros, «como antes constaba la Diputación del reino», uno por cada «merindad» (con lo que resucitaba esta antigua denominación administrativa) y los dos restantes por las dos que tuvieran mayor población; respecto a los poderes, el decreto daba a la nueva institución un alcance insospechado, que la situaba no sólo por delante y a gran distancia de todas las demás Diputaciones provinciales españolas sino por delante también de las propias instituciones navarras del Antiguo Régimen, excluidas sus Cortes: «Las atribuciones de esta Diputación serán las que por fuero competían a la Diputación del reino; las que siendo compatibles con ellas señala la ley general de Diputaciones provinciales; y las de administración y gobierno interior que competían al Consejo de Navarra, todo sin perjuicio de la unidad constitucional».
En rigor, la nueva Diputación tenía al mismo tiempo un enorme alcance y una notable indefinición; porque indefinidas eran las atribuciones de la antigua Diputación del reino y del Consejo Real, por su propia naturaleza. Aparte de velar por que las normas legales promulgadas por el monarca no contravinieran los fueros, las atribuciones de la antigua Diputación del Reino* no eran sino las que les daban las respectivas Cortes de Navarra; en tanto que el Consejo Real´ era un organismo asesor fundamentalmente, en lo que concernía al gobierno.
Por otra parte, el decreto de 28 de noviembre de 1839 se presentaba como una norma transitoria, al disponer en su artículo 7 que las Juntas generales vascongadas y la nueva Diputación navarra nombraran sus respectivos delegados para tratar con el Gobierno acerca de la modificación de los fueros de que hablaba la ley de 25 de octubre anterior. La Diputación de Navarra elaboró en marzo de 1840 las bases de la negociación, y las gestiones se prolongaron hasta diciembre de 1840, en que ambas partes suscribieron el Convenio que recogía la modificación de los fueros navarros. El Gobierno lo convirtió en proyecto de ley y, con pocos retoques, las Cortes lo aprobaron y se promulgó el 16 de agosto de 1841.
La ley de modificación de los fueros, o Ley Paccionada* de 1841, ratificaba lo dispuesto en el derecho de 28 de noviembre de 1839 y pormenorizaba muy diversos aspectos de la administración regional. Por lo pronto dejaba cuatro ámbitos principales en manos por completo de la Administración central: el ejército, el sistema judicial, el de nombramiento de las autoridades y los representantes y el régimen arancelario. En cuanto al primero, se unificaban los mandos, acabando por tanto con los jefes y las mesnadas locales, y se incluía a los navarros en el régimen ordinario de servicio militar, del que hasta entonces estaban exentos. Respecto a lo segundo se ratificaba la desaparición de los tribunales peculiares del reino y desde luego su carácter de instancia suprema y Navarra quedaba incluida asimismo en la Administración de justicia común a toda España. En relación con el tercer ámbito, desaparecía la figura del virrey, Navarra contaría con las autoridades civiles -el jefe político*- y militares que hubiera en las demás provincias de España, nombradas como todas por el Gobierno central cuando eran delegadas de su poder, y por sufragio cuando se tratase de representantes en Cortes, en la Diputación o en los Ayuntamientos, elección que se haría conforme a la legislación general española. Por último, las aduanas quedaban definitivamente en los Pirineos, sometidas a los aranceles comunes a todos los territorios de la monarquía.
Por su parte, las peculiaridades más notables del régimen administrativo se referían al ámbito de la Justicia, la Diputación y la Hacienda.
Respecto a la Justicia, el Estado se comprometía a que Pamplona fuera siempre sede de Audiencia y a respetar el Derecho civil navarro mientras no se promulgasen los códigos comunes a toda España. (El Código civil español no se aprobaría hasta 1888-1889). (Derecho Privado Foral, Código Civil*).
Respecto a la Diputación, se mantenía la diseñada por el decreto de 28 de noviembre de 1839, sin más concreción de sus atribuciones que las que se siguieran de las disposiciones hacendísticas que enseguida veremos. Se respetaba por tanto la enorme amplitud de la esfera de sus poderes (los de la antigua Diputación del reino, más los del antiguo Consejo de Navarra, más los de las demás Diputaciones provinciales españolas, con los matices que se indicaron al hablar del decreto) pero también subsistía su indefinición. Claro que cabía dar a la ley, en ese punto, una interpretación restringida. Pero entonces se convertía en un gran engaño, porque podía quedar reducida en la práctica a una Diputación provincial igual a las otras.
Se optó desde el principio por la interpretación lata. Se atribuyeron a la nueva Diputación, como innatos y permanentes, los poderes que se sabía habían ejercido la Diputación del reino y el Consejo Real y Supremo en diversos momentos y, sobre todo y principalmente, se entendió que continuaba siendo esfera de la nueva Diputación todo aquello que la ley de 1841 no modificase o reservase expresamente al Estado.
Para que quedase claro todo lo que esto suponía, el propio ministro de Gracia y Justicia que sacó adelante la ley, José Eduardo Alonso Colmenares*, elaboró un estudio del ordenamiento foral navarro vigente hasta entonces, estudio que publicó en 1848 como Recopilación y comentarios de los fueros y leyes del antiguo reino de Navarra que han quedado vigentes después de la modificación hecha por la ley paccionada de 16 de agosto de 1841.
Por último, contenía esta norma disposiciones particulares de carácter hacendístico: se respetaban expresamente los derechos de los navarros sobre el goce y disfrute de Aralar, Urbasa, Andía, Las Bardenas y demás comunes -que no se mencionaban por su nombre- y se dejaban a la Diputación plenos poderes para imponer el sistema fiscal interior que creyese conveniente, con tal que cada año satisficiera al Estado una única contribución de 1.800.000 reales, de los que se deducirían 87.537 como compensación por la imposición del monopolio estatal del tabaco y lo que hiciese falta para satisfacer los réditos y amortizar la Deuda pública de la extinguida Hacienda de Navarra. Se extendía también a Navarra el monopolio estatal sobre el abastecimiento de sal.
Puede afirmarse sin lugar a dudas que la modificación de los fueros se había hecho conforme a los deseos de los negociadores navarros. De las bases aprobadas por la Diputación el primero de abril de 1840 para negociar con el Gobierno, los únicos aspectos importantes que no se recogieron en la ley fueron la exención del servicio militar y la concesión de una salida al mar. La Diputación había propuesto que el servicio siguiera haciéndose «según su fuero, esto es, armándose a sus expensas en caso de guerra extranjera», por una parte, y, por otra, que se concediese a Navarra puerto franco en San Sebastián o Pasajes. Sobre esto último, la ley de 1841 dispuso que ambos puertos quedarían habilitados para el tráfico internacional pero para todos los españoles, y sin franquicia, supeditados a los aranceles comunes.
Todo lo demás dicho -incluso la desaparición del Derecho civil foral cuando se promulgasen los Códigos comunes- había sido propuesto por la Diputación. Y, si esto no se cumplió, fue porque la aparición del Código tardó casi medio siglo y dio tiempo a que se impusieran en toda España las corrientes historicistas que defendían el respeto a los ordenamientos tradicionales de cada pueblo.
Desde luego, la adecuación de la Administración antigua navarra a la surgida de la modificación de los fueros en 1841 hubo de efectuarse de forma paulatina, sustancialmente a lo largo de la década de 1940. La modificación y la ley, por lo demás, se mantendrían en vigor hasta 1981, en que se promulgó el denominado Amejoramiento del fuero*.
Bibliografía
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Desarrollo de los Fueros (1841-1895)
La Ley Paccionada* de 16 de agosto de 1841 no hizo nada desde luego más que contemplar unas realidades concretas y señalar unas atribuciones que sin embargo dejaban abierto un enorme campo jurídico que era preciso concretar. Sobre todo entre 1841 y 1850 fue desarrollándose el contenido de la norma, con la creación de nuevas instituciones y la promulgación de procedimientos nuevos (Paccionada, desarrollo de la*). Pero incluso esto no pudo considerarse cerrado hasta 1975, con la promulgación del Fuero Nuevo*, si acaso en 1888, con la promulgación del Código Civil*.
La propia amplitud de las atribuciones reconocidas por la Paccionada a la Diputación hicieron que el proceso institucionalizador diera lugar muy pronto a problemas, el primero aún en 1841. La ley se publicó el 16 de agosto, el 1 de octubre tuvo lugar el Pronunciamiento de 1841* en Navarra, contra Espartero, y el 12 Espartero mismo firmó como regente un decreto en virtud del cual se segregaban de Navarra los municipios de Aras, Viana, Castejón, Corella, Fitero y Cintruénigo, que se incorporaban a la provincia de Logroño (Límites Provinciales*). Pero los ayuntamientos de Corella y de Viana apelaron a la Diputación y esta acordó disponer que el decreto fuera incumplido alegando el antiguo derecho de Sobrecarta* de la fenecida Diputación permanente del reino: «esta Diputación -hizo saber al jefe político Fernando Madoz por oficio de 12 de noviembre de 1841- debe hacer conocer a V S que en todos los tiempos las autoridades, principalmente en Navarra, han acostumbrado obedecer y suspender el cumplimiento de las reales órdenes, cuando veían en ello graves inconvenientes, elevándolos al Gobierno para su determinación». En último término, aunque el oficio no lo declaraba, el recurso a la vieja institución podía resultar insólito en un régimen liberal, pero se trataba de la estricta aplicación de lo que la Ley Paccionada acababa de establecer al dar a la nueva Diputación provincial todas las atribuciones de la antigua Diputación permanente del reino.
En 1846 las discusiones se reanudaron, ahora como consecuencia del alcance que unos y otros daban a las estipulaciones fiscales de la ley de 1841, sin que el asunto se zanjara hasta que la Diputación y el Gobierno suscribieron el Convenio de 1849* y el segundo dictó la real orden de 1850.
En 1851 se planteo el asunto de la Desamortización civil*, que, convertido en problema foral asimismo, se prolongó hasta 1861. En la primera de ambas fechas el Gobierno pidió a todas las Diputaciones provinciales de España los datos necesarios para inventariar los bienes comunes a fin de proceder sobre ellos, y la Diputación de Navarra se negó a facilitarlos, alegando que la administración de esos bienes era asuntos suyo, según la ley de 1841. El Gobierno transigió. Pero en 1855 se promulgó la ley general de desamortización, propiciada por el navarro Pascual Madoz*, y la Diputación volvió a recordar sus atribuciones y a anunciar que no se cumpliría en Navarra. El Ministerio de Hacienda recabó el asesoramiento del Consejo de Estado, que falló en 1859 en favor del derecho de la Administración central a disponer sobre la propiedad de esos bienes, también en el antiguo reino. Pero Madrid volvió a transigir y, por real orden de 1859, optó por una vía media y conciliadora: la desamortización también se efectuaría en Navarra, pero el veinte por ciento del producto de la enajenación no iría -como en el resto de España- a la Hacienda pública, sino que permanecía en las arcas municipales. Luego, en 1861, en virtud de otra real orden, resolvió que la preceptiva Junta de Ventas, que había de indicar qué bienes procedía vender en cada municipio, estuviese integrada mayoritariamente por diputados provinciales. Era, evidentemente, tanto como dejar la resolución del asunto en manos de la Diputación, la cual, aun habiendo expresado antes su criterio en favor de la desamortización desde el punto de vista económico -no desde el administrativo, que era el que se debatía-, hizo lo que en cada pueblo se quiso que se hiciera al respecto.
El leve debate sobre la desamortización se solapó con el del ferrocarril de Alduides*, que, en su aspecto jurídico, se centró en 1857-1858. Constituía como se sabe la principal reivindicación ferroviaria de Navarra por su interés comercial, que procedía sencillamente de los pocos kilómetros que hacían falta desde cualquier punto de la región para ganar la frontera. Estos intereses navarros chocaron enseguida con los guipuzcoanos -y con los de los financiadores de la vía de Irún- y, como la decisión del Gobierno se decantó del lado de esta última, se sopesó al cabo la posibilidad de construir independientemente, a pesar de todo, el tendido navarro (a lo que también se oponían las autoridades y fuerzas vivas guipuzcoanas). Fue entonces cuando el foralista Pablo Ilarregui advirtió la posibilidad de que la Diputación procediese a hacerlo sin necesidad de contar con la anuencia del Estado, en virtud del artículo 10 de la ley de 1841, donde se reconocían al máximo organismo navarro las atribuciones del antiguo Consejo Real, que había promovido en su tiempo, sobre todo en el siglo XVIII, la construcción de algunos caminos.
Ilarregui sabía que en la vigente ley general de ferrocarriles se ordenaba que toda nueva concesión de ferrocarril se aprobase por las Cortes españolas como ley del reino; pero al respecto recordaba que «todas las leyes generales que se han publicado en España después de la referida de modificación de los fueros de Navarra llevan la condición implícita de que sólo han de observarse en ella en lo que no sea contrario a ésta que es la base de su organización y la norma de todos sus actos públicos».
Fiada en sus derechos, la Diputación llegó a suscribir con el banquero Salamanca un acuerdo para que construyera el tendido de Alduides, aún en 1857; pero se consideró más prudente contar con la sanción de las Cortes españolas; en 1858 se presentó un proyecto de ley con tal fin, solicitando que se autorizara la construcción sin subvención del Estado, y el proyecto no prosperó.
Había en fin, detrás de todo, cierto afán de una y otra parte de mantener la esencia de su posesión jurídica (el carácter paccionado de sus singularidades en el caso de la Diputación, el carácter indivisible y supremo de la soberanía nacional por parte del Estado) pero al mismo tiempo la voluntad de contemporizar cuanto fuera necesario a fin de conservar el entendimiento; lo que se pudo conseguir hasta 1862, en que el ministro de Fomento dictó una real orden en la que, al fin, se negaba explícitamente la naturaleza de pacto del régimen administrativo de Navarra; fue el propio Estado el que creó el status de 1841, decía, «no mediante una ley contractual, como la Diputación supone y dice, ley que no ha existido ni ha podido existir desde la de 1839, cuyos dos artículos distan de ser la quimérica pacta-conventa, sino por altas razones de conveniencia e interés público, y en toda la plenitud presente y futura de la soberanía, atributo que hoy únicamente reside en el concurso de los representantes de toda la nación y el monarca».
El debate había surgido a raíz de la aplicación por el Estado a Navarra de las ordenanzas estatales de montes de 1833, en sustitución de las aprobadas por las Cortes de Navarra en 1828-1829. Este nuevo debate se prolongó desde 1859 hasta 1863 y terminó -hasta cierto punto- en este año cuando el Consejo de Estado falló a favor del criterio navarro (ciñéndose al asunto de si eran éstas o aquéllas las ordenanzas vigentes). (Paccionada*)
La inestabilidad política española de los años siguientes (ocupados en buena parte por la sucesión de regímenes que se da entre 1868 y 1874 y por la tercera guerra carlista, 18721876) no permitió que se replanteara la cuestión de los fueros con la misma continuidad, aunque sí apuntaron algunos otros brotes, en 1866 y 1869, cuando se difunde la especie de que, contra la Paccionada, se intentaba suprimir la Audiencia de Pamplona; idea rechazada por las autoridades revolucionarias en términos palmariamente pactistas: el propio gobernador civil, el navarro Serafín Larráinzar*, se afirmaría «avaro como el que más de que se nos respete el derecho en que se apoya el régimen excepcional de Navarra» y, sobre los derechos a conservar la Audiencia, consideraría «solemne y fundamental el pacto que es origen de ellos, la ley de modificación de los fueros de Navarra, de 16 de agosto de 1841». Habría que llegar a 1876 para que no un Gobierno progresista y revolucionario sino un Ministerio conservador no se limitara a negar el pacto sino que amagara con contravenirlo.
Esto es importante porque subraya el hecho, poco conocido, de que la Paccionada, lejos de constituir el fruto de un liberalismo especialmente moderado y proclive a las tradiciones, fue gestada principalmente y sobre todo mantenida en principio por los progresistas. Progresistas en el Gobierno que rige el Estado español cuando se promulga, en 1841; progresista es la inspiración de «El Observador navarro», que se publica desde 1842 bajo el lema «Constitución de 1837, Isabel II, regencia del invicto duque de la Victoria y defensa de los fueros confirmados por la ley de 16 de agosto último»; progresistas, en fin, son varios de los campeones de la ley, como el diputado Tomás Jaén*. Y la tradición progresista será mantenida desde 1876 hasta 1893 por el principal político progresista de la Restauración, Práxedes Mateo Sagasta, sucesivamente jefe del Partido Constitucional y del Partido Liberal Fusionista bajo Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo (1874-1902).
No así los moderados, que cambian de manera rotunda durante el reinado de Isabel II: ofrecen en 1841 a los navarros -después de la promulgación de la Paccionada- la derogación de esta ley y la más absoluta reintegración foral, incluyendo la existencia de las Cortes navarras como única autoridad capaz de modificar en adelante los fueros (Pronunciamiento de 1841) y figuran después entre los individuos que respaldan la postura del Gobierno negando el pacto a raíz del asunto de las ordenanzas de montes en 1862. Ciertamente, el ofrecimiento de 1841 lo hacen gentes del Partido Moderado en tanto que el rechazo de 1862 lo llevan a cabo políticos de la Unión Liberal, partido que se había constituido con moderados y progresistas. En todo caso, el Partido Moderado se iría diluyendo más tarde en el Partido Liberal Conservador formado en 1876 por Antonio Cánovas del Castillo, que procedía de la Unión Liberal. En 1876 mismo, al acabar la guerra carlista, Cánovas se plantea la conveniencia de acabar con los fueros y al menos sienta el principio -el mismo de 1862- de su entera supeditación a la decisión de las Cortes.
Este nuevo momento de fricción sobrevino por la oportunidad que creara la misma guerra. En enero de 1875, en el manifiesto que había dirigido Alfonso XII desde Peralta, a vascongados y navarros, les ofreció imprecisamente respetar los fueros (dijo en realidad «las ventajas todas») con la condición de que depusieran las armas. Y, como no lo hicieron, cuando acabó la lucha en 1876 Cánovas se consideró plenamente justificado para proceder contra los fueros. Consiguió que las Cortes aprobaran, por una parte, la ley de modificación de los fueros de las Provincias Vascongadas, que todavía los conservaban, y, por otra, que en la ley de presupuestos del Estado se incluyese una cláusula en virtud de la cual se iría introduciendo la igualdad tributaria en Navarra, se entendía implícitamente que en sustitución de la contribución única de 1.800.000 reales que había estipulado la ley de 1841. Cánovas mismo justificó la decisión en su criterio de que la ley de 1841 podía ser modificada libremente por el poder legislativo español -entonces las Cortes españolas con el rey- porque era «una ley como todas las otras».
La Diputación protestó, opuso su criterio, pero se avino a un arreglo; el Gobierno envió un delegado a Navarra, Tejada-Valdosera*, y entre él y la Diputación convinieron que la contribución única se elevase a 8.000.000 reales (Convenio de 1877*). En el propio Convenio, la Diputación hizo constar que a su entender la ley de presupuestos aprobada en 1876 era contraria a la de 1841, pero que, por deferencia con los poderes públicos, aceptaba interpretar ésta ampliamente introduciendo así el principio de proporcionalidad en el impuesto «directo o territorial repartible a Navarra».
E1 asunto quedó zanjado de esta forma pero no dejó de tener trascendencia. De hecho, el principio de proporcionalidad no fue tal, porque los 8.000.000 reales siguieron siendo una contribución única e inmodificable hasta 1927, sin atender la evolución de la economía navarra ni los cambios habidos en el valor de la moneda durante esos cincuenta años. Pero al menos es cierto que la Diputación había transigido con la posibilidad de interpretar de esa forma el texto de 1841. Fue seguramente una transacción justa y conveniente, pero no dejaron de surgir voces que observaron que la Diputación carecía de poder para hacer tal cosa.
Por otra parte, todavía en 1877, en los presupuestos para 1877-1878, el Gobierno haría constar a su vez el criterio de seguir extendiendo el principio de la proporcionalidad a todos los demás ámbitos fiscales, «oyendo a la Diputación».
Y fue esta cláusula introducida en los presupuestos para 1877-1878 la que explícitamente invocó el ministro de Hacienda, Germán Gamazo*, en 1893, para insistir en ello en los de 1893-1894 y citar a la Diputación en Madrid para concertar el arreglo de las contribuciones de Navarra. Fue la última y la más enconada batalla del siglo XIX por la defensa de los intereses de Navarra: la Gamazada*. En rigor, Gamazo no intentó acabar con el ordenamiento foral en sí, y únicamente amenazó con ello cuando la Diputación se opuso a la reforma fiscal. Y, sin embargo, no sólo las autoridades navarras sino gran parte del pueblo navarro -y gentes de Aragón, Cataluña y las Vascongadas- lo interpretaron como un ataque al fuero. La erección del monumento a los Fueros que permanece frente al palacio de la Diputación, por suscripción popular, fue síntoma de esa interpretación.
El hecho es importante porque revela que, durante el último cuarto del siglo XIX, algo notable había cambiado en Navarra. Sin duda, la difusión del Fuerismo, como movimiento no sólo defensivo y tradicional sino depuradamente doctrinal e incluso político, comenzaba a llegar a los últimos rincones del viejo reino. Las manifestaciones callejeras y las protestas de los ayuntamientos se multiplicaron por toda Navarra, y en Pamplona contaron -seguramente por primera vez en su historia- muchos miles de participantes.
Por lo demás, la pretensión de Gamazo -que era mucho más moderada que la de Cánovas en 1876- quedó en agua de borrajas. La oposición de los navarros, con su Diputación al frente, se prolongó durante el año 1894, hasta que las disensiones internas del Partido Liberal Fusionista dieron al traste con Gamazo. En el proyecto de presupuestos que su antecesor -Amos Salvador- presentó a las Cortes en 1895, se mantuvo la cláusula según la cual el Gobierno procedería a concertar con las autoridades de esta región la reforma fiscal para imponer el principio igualitario o al menos un concierto económico que estableciese la proporcionalidad en todos los ámbitos del impuesto. Pero no se puso en práctica.
Bibliografía
José Andrés-Gallego: Historia contemporánea de Navarra (Pamplona, 1982). Luis Oroz y Zabaleta: Legislación administrativa de Navarra (Pamplona 1917 y 1923). Jaime Ignacio del Burgo: Ciento veinticinco años de vigencia del pacto-ley de 16 de agosto de 1841 (Pamplona, 1966). Pablo Ilarregui, Serafín Olave, Javier Los Arcos, Rafael Aizpún: Temas forales (Pamplona, 1966).
Reintegración y defensa de los Fueros (1895-1981)
No se puede desde luego decir que los enfrentamientos o las meras disensiones entre la Administración central y la Diputación de Navarra terminen en 1895, con la Gamazada*, ni que por tanto deje de haber entonces un esfuerzo continuo por la mera defensa v mantenimiento del ordenamiento foral. Pero tampoco cabe duda de que, en torno a esa fecha -en realidad en la propia Gamazada-, se presentan síntomas nuevos y al mantenimiento se une el esfuerzo por la reintegración.
En lo que hoy se conoce, el paréntesis de enfrentamientos que por causa del fuero se abre en 1895 se prolonga casi hasta 1927, siendo así que son estos los años de plenitud del Estado liberal español, de mayor penuria hacendística, de empeñada reforma fiscal (desde 1899 ante todo) y de conversión del Estado del laissez faire en Estado intervencionista y por tanto inversor.
Las hipótesis que cabe barajar para explicarlo son varias. Sin duda, en la apertura del paréntesis debió influir el estallido de la guerra de Cuba en 1895, a la que se sumó la de Filipinas en 1896 y al cabo la hispano-yanqui de 1898. En ese cuatrienio, toda la atención del país se vuelve hacia las islas, donde se libran las últimas batallas en defensa del imperio español de Indias. No sólo en el asunto del fuero sino en
los más diversos, se multiplican las dilaciones y los olvidos por parte de los gobernantes que sólo piensan en lo que allí sucede.
En esa coyuntura de 1895-1898, que se interpreta como fracaso del bipartidismo español, se desenvuelven las nuevas fuerzas políticas llamadas regeneracionistas, fuerzas que no conquistan el poder pero que se convierten en elemento que procuran asimilar todos los partidos, siendo por otra parte un movimiento, el regeneracionista, que valora especialmente los elementos más vitales de las fuerzas vivas de cada región, incluidos los de carácter regionalista, tradicionalista y fuerista. Basta para ilustrarlo la personalidad del más importante de los militares regeneracionistas de fin de siglo, Camilo Polavieja, vencedor en las Filipinas y ministro de la Guerra en 1899, admirador de Navarra desde la última guerra carlista y defensor de la autonomía administrativa regional. Con él primero, después sin él, el Partido Conservador -sobre todo desde que Antonio Maura se alzó con su jefatura, en 1903- había de empeñarse en atraer esas fuerzas vivas regionales, que en Navarra eran eminentemente fueristas. Desde 1898 era difícil que volviera a pensarse en un Partido Conservador antifuerista como había sido el de Cánovas.
Respecto al otro gran partido de gobierno, el Partido Liberal Fusionista -en donde había anidado el antifuerismo sólo en torno a Gamazo, no en su jefe Sagasta- optó por renovar su programa entre 1899 y 1901, frente al crecimiento de la potencia conservadora, con la bandera del viejo anticlericalismo; centró en tal cosa su campaña política durante toda la década siguiente y con ello empezó a provocar reacciones primero aisladas, desde 1906 multitudinarias, que en ningún lugar obtuvieron un respaldo tan numeroso como en Navarra. En las cuatro provincias, el clima antigubernamental consiguió aunar en defensa de la Iglesia a conservadores, carlistas, integristas y nacionalistas vascos y llegó a tal extremo que en el verano de 1910 el presidente del Consejo, José Canalejas, temía abiertamente un levantamiento armado de vascongados y navarros y de hecho movilizó el ejército para responder, si llegaba a darse.
Si en aquellos días se hubiera sumado a la crispación una amenaza contra el fuero, no parece atrevido pensar en la posibilidad de que el levantamiento se hubiera llevado a efecto.
No fue, por otra parte, una mera cuestión negativa, de temor de los gobernantes de Madrid ante los navarros. También debió influir poderosamente el paulatino pero constante crecimiento de la fuerza política de los regionalismos y, sobre todo, del catalanismo. Antes de que acabase el siglo XIX había ya síntomas de que, en Navarra, el fervor regionalista -que compartía con buena parte de España, sobre todo de la geográficamente periférica- había conseguido que la lucha por el mantenimiento del fuero empezara a convertirse en esfuerzo para lograr la reintegración.
El cambio era sustancial, entre otras cosas porque implicaba cierta rectificación de los criterios de los liberales fueristas que habían sacado adelante la paccionada en 1841. Aquellos advertían que lo que deseaban era la Constitución de 1837 sobre todas las cosas; pero que la creían conciliable con la parte mejor del ordenamiento foral y era sólo ésta la que pretendían -y consiguieron- mantener (Fueros, modificación de los, 1772-1841; Paccionada*), en tanto que los fueristas de 1900 habían asumido en bastante medida el ideal utópico, amasado durante más de medio siglo por románticos, historicistas y tradicionalistas, de que todo lo pasado era puro y de que, en Navarra como en cualquier comunidad histórica, el liberalismo uniforista y centralizador había intentado acabar con las viejas instituciones, que constituían la encarnación de las esencias más notables de cada pueblo.
Evidentemente no era así. Pero, evidentemente también, la idealización en que -en Navarra como en Castilla, Cataluña o Alemania- caían historiadores, escritores, poetas y juristas sólo sirvió para crear la sensibilidad adecuada a la reivindicación de una mayor autonomía; no se convirtió afortunadamente-la idealización en sí- en un programa reivindicativo, que abogara por la recreación de instituciones como las Cortes estamentales y similares. Lo que de todo aquello quedó fue la idea de que, una vez, Navarra había gozado de mayores libertades y que había por tanto una razón histórica más para recuperarlas.
La primera consecuencia de estos afanes llegaría enseguida, como otro fruto de las preocupaciones que la Gamazada había suscitado, con la creación del Consejo Administrativo de Navarra (Consejo Foral*) por la Diputación en 1898. La creación se justificó en la conveniencia de contar con un organismo más amplio, sólo asesor pero también representativo, que aconsejase a la suprema corporación regional en trances como aquel. Pero en el texto del acuerdo se incluye una alusión reintegracionista, que parece presentar implícitamente el nuevo Consejo como evocación de las antiguas Cortes de este reino: «Bien quisiera la Diputación revestir el Consejo de una potestad legal superior a la suya propia; pero la jurisdicción que tiene otorgada por la ley es intransmisible e indeclinable».
No era en rigor más que un esbozo de reintegración, esbozo que tardó mucho en cuajar y tener verdadera eficacia.
Junto a los factores que hacen que durante la primera década del siglo los partidarios gubernamentales de ámbito nacional se muestren renuentes en todo lo que pueda afectar al fuero (sean aquéllos el anticlericalismo o el regionalismo) surge por otra parte el elemento nacionalista, que, fuertemente desarrollado asimismo durante los primeros lustros de nuestro siglo, configura una fórmula reivindicativa -el Estatuto- que en el caso de Navarra podía conducir a la ampliación de la autonomía.
En realidad, era en sí misma una cosa distinta y de origen ajeno a los fueros. La reivindicación de un estatuto de autonomía fue planteada en España en 1916 por los catalanistas, precisamente por ser la suya una región que, poseyendo una fuerte personalidad peculiar, carecía de un régimen autonómico semejante al que en Navarra había creado la Paccionada. Pero el ejemplo catalán fue seguido por las Provincias Vascongadas, en julio de 1917, y éstas a su vez invitaron a que Navarra se integrase dentro del futuro estatuto vasco. Las autoridades navarras se dividieron y la mayoría opinó que, aun siendo justa, la petición era inoportuna por las dificultades por las que España atravesaba. La reivindicación se estaba formulando -y no por casualidad- en los días en que estallaba la crisis de 1917 en la vida pública española; eco de las revoluciones iniciadas en el este de Europa durante el invierno anterior, y que en España culminó en el verano, al coincidir una huelga general revolucionaria, la rebeldía de las minorías parlamentarias (disconformes con la clausura de las Cortes) y la de los militares. (Estatuto de Autonomía; Nacionalismo vasco*).
Con todo, el movimiento estatutario se mantuvo y en Navarra tomó la primera forma definitiva en la asamblea de representantes de los municipios navarros que, con los diputados forales y los parlamentarios, celebraron en Pamplona el 30 de diciembre de 1918. Allí, los partidarios de la postura nacionalista vasca propugnaron la derogación de la ley de 25 de octubre de 1839 (Fueros, modificación de los, 1772-1841*), lo que implicaba la derogación también de la Paccionada*, en tanto los demás se inclinaban por fin abiertamente por la «reintegración foral» sobre la base del respeto a la Paccionada misma: «Siendo aspiración constante de Navarra -concluyeron- la reintegración foral (…) considera la Asamblea llegada la oportunidad de que, partiendo del régimen jurídico actual, haga presente la Diputación al Gobierno que Navarra reitera una vez más sus propósitos de restaurar, sin quebranto de la unidad de España, la integridad de sus facultades forales, con derogación de todas las leyes y disposiciones que a ellas se opongan».
La iniciativa por lo demás no tuvo eficacia inmediata -como tampoco la tuvieron las de los catalanes y vascongados- porque los Gobiernos de aquellos años carecían de fuerza para iniciar un proceso de tal envergadura y porque en 1923 el general Primo de Rivera dio el golpe de estado que inauguró sus casi siete años de dictadura.
Recogiendo las viejas esencias del regeneracionismo de fin del siglo XIX, el dictador se presentó como defensor a ultranza del regionalismo; no cumplió después sus propósitos en cuanto concerniera a los movimientos nacionalistas; pero en el caso de Navarra, donde el fuerismo tenía otro cariz, al tiempo hispanista y autonomista, algunos de los hombres de la Dictadura vieron algo distinto y aprovechable.
El hecho es importante y no arraigó seguramente en el problema foral en sí (ni -sobre todo- en una correcta comprensión de la singularidad jurídica de Navarra por parte de aquellos gobernantes) sino ante todo -aunque tampoco exclusivamente- en el vigor de las fuerzas vivas católicas y conservadoras, que, de la mano del regeneracionismo, venían propugnando en toda España las fórmulas políticas que sirvieran para superar el parlamentarismo liberal y el sindicalismo de clase. En cierto modo se puede decir que Primo de Rivera encontró en Navarra lo que deseaba encontrar en toda España. El hecho es importante, decíamos, porque, de la mano de esos hombres -tradicionalistas y mauristas no pocos de ellos- la defensa del fuero se convierte por primera vez en bandera de los elementos de tendencia conservadora.
El resultado no fue ni la reintegración ni el mero mantenimiento, sino un pluriforme conjunto de iniciativas que a veces surgieron de la decisión del Gobierno de imponer sus criterios a esta región, pero que de hecho abocaron a la configuración de fórmulas nuevas que podían considerarse reintegracionistas. Así, en 1924, la promulgación del Estatuto Municipal -una de las principales leves de la Dictadura- da pie a un cierto roce que se traduce en una negociación en virtud de la cual, con el Convenio de 1925*, el Estado no sólo reconoce la autonomía de la Administración local de Navarra -supeditada a la Diputación- sino que refuerza las atribuciones que tenía en ese terreno el Consejo Administrativo (Consejo Foral*).
Más tarde, la política hacendística de Calvo Sotelo conduce a una nueva revisión de la contribución única que Navarra satisfacía al Estado desde 1841. En virtud del Convenio de 1927* el cupo se elevó de dos a seis millones de pesetas anuales; pero, en el texto, se reforzó el reconocimiento del carácter especial del régimen navarro, no sólo al advertir que el cupo se había modificado «de acuerdo con la Diputación» sino al reconocer a la Diputación «amplias facultades para mantener y establecer en la provincia el régimen tributario que estime procedente, siempre que no se oponga a los pactos internacionales, al presente convenio, ni a las contribuciones, rentas o impuestos del Estado».
En el mismo año 1927 se creaba la luego -ya en 1964- denominada Policía Foral* y, antes de que dimitiera el dictador en enero de 1930, se dictó un real decreto por el que la Administración estatal cedía a la navarra la de los montes* que el Estado poseía en esta región. Esta última medida sería anulada por el primer Gobierno que siguió a aquella dimisión.
Con la proclamación de la República en abril de 1931, la situación cambió de manera notable. Se reanudó por una parte el asunto del Estatuto Vasco* y, por otra, sobre todo la política religiosa del Gobierno reforzó la enemiga de tradicionalistas v conservadores contra el nuevo régimen; cuestiones ambas que desde luego no facilitaron actitudes benévolas ni mucho menos fueristas por parte de los gobernantes del primer bienio de la República (el llamado social azañista, de 1931-1933) pero que tampoco les indujeron a contravenir el ordenamiento foral en su raíz. Hubo, sí, numerosos roces por asuntos relativamente secundarios, el más importante de los cuales fue el de la sustitución de la Diputación por una Comisión Gestora provincial*.
Se trató en realidad de una medida adoptada en toda España en relación con todas las Diputaciones provinciales, que habían sido designadas durante el reinado de Alfonso XIII. En Navarra, la formación de la Gestora se consideró un contrafuero y, nada más ganar las derechas las elecciones de 1933, todavía en noviembre los nuevos diputados ?en concreto Rodezno- comenzaron a presionar sobre el Gobierno para que acabase con tal situación. Proponían que la Gestora fuese sustituida por una Diputación designada por los Ayuntamientos o, mejor, por el Consejo Foral. Y no lo consiguieron hasta febrero de 1935, la Gestora subsistiría.
Hubo otras cuestiones: un sector de la opinión política y jurídica de Navarra consideró asimismo contraforal la formación de una Junta provincial de Reforma Agraria a fin de dirigir los trabajos previstos en la ley de este nombre de 1932, por entender que la ley de 1841 daba a la Diputación la potestad de efectuar ese género de reformas; hubo de protestarse en diciembre del mismo año contra el proyecto de ley de bases para la reforma de la primera y segunda enseñanza, cuya base quinta sometía explícitamente a la legislación común los jardines de infancia que hubiere en Navarra; justo un año después en diciembre de 1933, suscitó una protesta pareja la aplicación del impuesto sobre la renta que pretendía llevar a efecto la Hacienda estatal en este antiguo reino, alterando así el cupo fijo previsto en la ley de 1841 y en el convenio de 1927…
Pero no se puede decir que hubiera ataques frontales, entre otras cosas porque, una vez más, la efervescencia política de aquellos meses y años no aconsejaba añadir una razón tan grave de queja.
Y, cuando el Alzamiento tuvo lugar, los militares hicieron lo propio. El bando proclamando el estado de guerra que diversas autoridades militares publicaron en julio de 1936, en distintos puntos de España, estableció que quedaban en suspenso «todas las leyes y disposiciones que no tengan fuerza de tales en todo el territorio nacional, excepto aquéllas que por su antigüedad sean ya tradicionales» (un lenguaje, por cierto, extremadamente impreciso, que obligaba a añadir que «las consultas resolverán los casos dudosos»). Pero, en Navarra, Mola lo publicó con una coletilla que no aparece en el texto que se repite en otros lugares: «Seguirá en todo su vigor el actual régimen foral de la provincia de Navarra».
Y no sólo siguió sino que la Diputación de Navarra, convertida en beligerante, aprovechó la ocasión para dar un nuevo impulso reintegracionista, siquiera fuese con la transformación de algunas de sus instituciones y funciones internas más importantes. En agosto de 1936, recreaba en su seno la Junta Superior de Educación* que había sido constituida por ley de Cortes de 1828, y sólo había funcionado en los últimos años de existencia del reino. Además, creó una Junta de Beneficencia y otra de Reformas Sociales, de la que en octubre salió una cuarta, de Reforma Agraria.
Al terminar la guerra, sin embargo, se dio marcha atrás. Se disolvió la última Diputación elegida por sufragio universal durante la República I (en febrero de 1935) y -ahora sí- se encargó al Consejo Foral de designar una nueva, en mayo de 1940. Y esta Diputación suprimió todas las Juntas que se habían creado en 1936 salvo la Superior de Educación; aunque constituyó un Consejo de Cultura, que se llamó Institución Príncipe de Viana*, y una Junta Provincial de Comunes, que tenía un marcado cariz contrarreformista; «han desaparecido -se explicaba en el acuerdo de su constitución- las circunstancias que motivaron la creación de las Juntas de Reforma Agraria y Reformas Sociales» y en cambio «la incautación y reparto de terrenos comunales llevados a cabo durante los años de la República con espíritu socialista y perturbador» habían suscitado «graves. problemas» que procedía resolver.
El talante pronavarro del régimen de Franco, por otra parte, no podía desde luego evitar el hecho de que el profundo cambio económico y monetario que acompañó a la guerra dejase obsoleto el convenio de 1927. Así que se abrieron nuevas negociaciones y en su virtud se acordó una nueva modificación del cupo único, que se elevó en 1941 a veintiún millones de pesetas (Convenio de 1941*).
E1 convenio de 1941 fue consecuencia necesaria de la reforma tributaria general de 1940 -la reforma del ministro Larraz- y, de la misma forma, el Plan de Estabilización de 1950 y el de Desarrollo de 1963 forzaron un nuevo replanteamiento. En una economía inmersa ya en el proceso inflacionista y en pleno despegue, cuyo desenvolvimiento industrial se basaba en buena medida en una adecuada política de exenciones fiscales, la autonomía administrativa -y precisamente fiscal- de Navarra suscitaba fuertes reservas.
Dentro de esa política de reordenación de la economía española, el Gobierno sacó adelante una ley de reforma del sistema tributario que aprobaron las Cortes en junio de 1964 y que, en cierta medida, reproducía los planteamientos fiscales de Cánovas y Gamazo, sostenidos y debatidos noventa y setenta años antes (Fueros, desarrollo de los, 1841-1895*). En concreto, autorizaba la ley al propio Gobierno a actualizar los cupos contributivos de Álava y Navarra y a asegurarse de que en ambas se respetaban y cumplían «los criterios distributivos, sociales y económicos en que se inspira la política nacional».
El principio ya era importante porque, al margen de la justicia distributiva que con ello se pretendiera, equivalía a afirmar el derecho del Estado a supervisar y se supone que modificar en su caso los criterios fiscales de Navarra, que hasta entonces eran fijados libremente por la Diputación (y así lo había reconocido el convenio de 1941, que era el entonces vigente).
El asunto todavía empeoró al desarrollar el Ministerio de Hacienda la ley tributaria de junio de 1964, por decreto de diciembre inmediato, en el que las palabras citadas se sustituyeron por «los criterios de uniformidad tributaria en que se inspira la política nacional». Ya no se trataba tan sólo de afirmar un derecho del Estado sino de advertir que el principio rector de la política fiscal navarra era el de la uniformidad con el resto de España. Se anunciaba en definitiva el desacuerdo con la misma existencia de la autonomía fiscal.
La Diputación de Navarra protestó en enero de 1965, advirtiendo que hallaba «un error jurídico sustancial» en la norma del Gobierno, el cual respondió con una «corrección de erratas», por decreto del día 9 del mismo mes, que en realidad contenía una rectificación, cambiando otra vez las palabras «de uniformidad tributaria» por aquéllas de «distributivos, sociales y económicos» referidas a los criterios aunque sin ceder en el otro asunto -que ciertamente no se planteó como motivo de la discusión- de las posibles implicaciones que pudiera tener la atribución por el Estado y para sí mismo de una función de supervisión eficaz de los criterios fiscales de la Diputación de Navarra.
En todo caso, de lo que se trataba era de armonizar la situación y eso tuvo que dar lugar a unas nuevas negociaciones que condujeron a la firma de un nuevo convenio en 1969 (Convenio de 1969*). En su virtud, el cupo contributivo se elevó a 230 millones de pesetas y se introdujeron nuevas figuras fiscales, de forma que, en conjunto, Navarra pasó a contribuir a la Hacienda estatal con 700, revisables anualmente por el procedimiento que el propio convenio estableció.
Desde el punto de vista de la defensa de los fueros, el convenio resolvió de manera suficientemente satisfactoria las cuestiones suscitadas en 1964-1965: reconoció explícitamente que era inalterable por una sola de las dos partes y que la Diputación de Navarra tenía amplias facultades para regular los tributos en la región; aunque esto último quedaba en todo caso supeditado a los criterios distributivos generales que fijara el Estado.
Las negociaciones de 1964-1969 constituyeron desde luego uno de los momentos más difíciles en la historia de la Paccionada*, porque, al margen de los problemas reales de economía y también de justicia que se habían suscitado por los cambios habidos en años anteriores, la Diputación hubo de enfrentarse con una ofensiva relativamente generalizada contra el fuero. No es que existiese una campaña sistemática contra él tanto como que se puso de manifiesto que, entre economistas y juristas, se había difundido una mentalidad pragmática que no reconocía los derechos históricos. Técnicos de Hacienda y no pocas gentes del sector privado no aceptaban la existencia de un territorio autónomo en momentos en que las diversas tierras de España entraban en conflicto por el deseo de convertirse en polos de desarrollo y en que el Estado tenía que intervenir especialmente en todo ello por medio de la política fiscal.
Pero, a la inversa, también es cierto que los acontecimientos puramente políticos contribuyeron a salvar la situación. Por una parte, Navarra contó con buenos valedores en el seno del propio Régimen, empezando por el general Franco, quien todavía en 1973, no mucho antes de su muerte, aprobaba personalmente -sin contar con las Cortes- y promulgaba la Compilación de Derecho civil de Navarra (Fuero Nuevo*), eludiendo así otro problema de atribuciones.
Por otro lado, en la oposición al Régimen habían tomado gran fuerza las posturas nacionalistas (vascas y catalanas sobre todo), las cuales, al justificar sus reivindicaciones en criterios generales y no en derechos particulares, vinieron a reforzar el autonomismo en sí, que se convirtió en compromiso de casi todos los partidos y grupos enfrentados al Régimen. Y esto hizo que, cuando la dictadura desapareció entre 1975 y 1978 y se configuró un sistema democrático en España, Navarra no encontrase dificultad para que se le reconocieran sus derechos históricos, primero en la Constitución de 1978* y después en el conjunto de disposiciones que condujeron al Amejoramiento del Fuero* en 1981. Fue en esta precisa coyuntura en la que la necesidad de defender el principio foral dio abiertamente paso al de la reintegración; aunque no se trató de un cambio simple, porque, al justificarse esta última en las tendencias autonomistas comunes, no siempre se distinguió con claridad entre el autonomismo en general y la peculiaridad jurídica de Navarra, en concreto la base pactista de su ordenamiento jurídico.
Bibliografía
J. Andrés-Gallego, Historia contemporánea de Navarra (Pamplona, 1982); L. Oroz y Zabaleta, Legislación administrativa de Navarra (Pamplona 1917, 1923 ss). J. I. del Burlo, Ciento veinticinco años de vigencia del pacto-ley de 16 de agosto de 1841 (Pamplona,1966).
Fuero de Estella
Fuero de francos* otorgado en el año 1090 por Sancho Ramírez* para favorecer el establecimiento de posaderos, mercaderes y peregrinos en esta localidad del camino de Santiago. El rey concede el fuero de una ciudad poblada de francos e igualmente asentada en la ruta jacobea: Jaca*. Este era un fuero breve*, el extenso* lo concedió Sancho el Sabio en el año 1164. La versión extensa del fuero de Estella, enriquecida con disposiciones de carácter marítimo sería dada por el mismo Sancho el Sabio a San Sebastián.
Varias son las redacciones que del Fuero de Estella se conocen, unas sobre cuatro manuscritos latinos y otras sobre otros cuatro romanceados.
Fuero General
Fuente de Derecho territorial que se fue formando desde el siglo XIII para aplicarse con carácter general en todo el reino de Navarra, comenzando por aquellos lugares que no tenían fuero extenso.
En 1238 ante el reciente cambio de casa dinástica (a la muerte de Sancho el Fuerte* le sustituye Teobaldo I de Champaña*) y al objeto de aclarar los derechos que mutuamente se debían respetar el rey y los nobles navarros, las Cortes de Estella nombraron una comisión que integrada por el rey, el obispo de
Pamplona y cuarenta personas, quedaba encargada de poner por escrito los fueros «políticos» del reino.
El núcleo inicial del Fuero General, conocido como Fuero Antiguo de España, lo formaron esos ocho fueros de Derecho público a los que les precedió una rúbrica inicial y un prólogo. Aquella, parece indicar que el objeto del texto siguiente era la fijación del polémico Derecho de Sobrarbe* que pudo ser considerado como la fuente común del Fuero General de Navarra, del Código de Huesca o Fueros de Aragón y de los fueros de Tudela, Viguera, Estella y San Sebastián.
El prólogo es anacrónico y extraño en su narración que sólo puede admitirse en sentido metafórico refiriéndose a las desavenencias surgidas entre Teobaldo I y la nobleza del reino al ser aquel extranjero.
Las redacciones asistemáticas contemplan unidos los fueros del Fuero Antiguo, pero las posteriores redacciones del Fuero General, al seguir un criterio ordenador por materias o sistemático, dispersan a su lugar oportuno cada uno de los fueros o capítulos que se entremezclan con las demás disposiciones incorporadas con posterioridad.
Los ocho fueros iniciales indican en su comienzo lo que «establecieron» o pactaron los comisionados de las Cortes de Estella. Son normas de Derecho público y con posterioridad se incorporan a ese Fuero Antiguo cuatro fueros más que a pesar de regular cuestiones de Derecho privado fueron igualmente establecidos o acordados, y así se recogen en el Fuero extenso de Tudela*.
Al Fuero Antiguo se le incorporan poco a poco normas provenientes de fueros locales, costumbres e incluso del Derecho romano. Van apareciendo así las distintas redacciones, de elaboración privada, de las que se conocen buen número de manuscritos localizados en los archivos Generales de Navarra*, Catedral de Pamplona, Biblioteca Nacional de Madrid, Biblioteca de Dresden, etc.
Del Fuero General de Navarra, del que una ley de las Cortes navarras de 1628 mandó, sin éxito, que se imprimiera para que se juzgase por él, se han hecho varias ediciones. La primera en 1686 como antecedente editorial a la Recopilación de Chavier*, una segunda impresión se lleva a cabo en 1815 por la Diputación Foral que más adelante encargará a Ilarregui y Lapuerta* otra edición. Ésta apareció en 1869 y fue reproducida en 1964 en la Biblioteca de Derecho Foral, siendo, por tanto, la versión más conocida.
Consta de seis libros que se dividen en sesenta y dos títulos y 539 capítulos regulando materias de Derecho político, administrativo, procesal, sucesorio, eclesiástico, personas, propiedad, mercantil, donaciones, contratos, penal y agrario. Concluye con una breve exposición de fazañas*, relación del linaje de los «reyes de España» e incluye seguidamente los Amejoramientos* y un «Diccionario para facilitar la inteligencia del Fuero General de Navarra» desde la edición de 1869.
Bibliografía
P. Ilarregui; S. Lapuerta: Fuero General de Navarra, 1869, «Biblioteca de Derecho Foral», (Pamplona, 1964). J. Mª Lacarra: El juramento de los reyes de Navarra (1234-1329), Real Academia de la Historia, (Madrid, 1972). J. García-Granero: Fuero Viejo y Fuero Nuevo de Navarra, «Anuario de Derecho Foral», I, (Pamplona, 1975).
Fuero de Jaca
El Derecho consuetudinario pirenaico cristaliza en la segunda mitad del siglo XI en el Fuero breve de Jaca, concedido a esta ciudad por el rey Sancho Ramírez en 1063 y confirmado y aumentado por Ramiro II en 1134 y Alfonso II en 1187.
Cuando Sancho Ramírez fue rey, también, de Navarra, lo concedió a Estella en el año 1090, y Alfonso I lo dio a Sangüesa y al barrio de San Cernín de Pamplona en 7129. Poco después, en la segunda mitad del siglo XII se extendió a otros barrios iruñeses tales como la Navarrería y San Nicolás.
Al difundirse el Fuero de Jaca por el Alto Aragón y por Navarra, se formaron varias redacciones extensas durante el siglo XIII, que poseyendo un fondo común, recogen variantes de interés. Por ello los jurados de la ciudad de Jaca cotejaban su fuero con el enviado por los de Pamplona.
Fuero Nuevo
Título con el que se denomina a la Compilación del Derecho privado foral de Navarra*. Se pretendió con esta denominación, aportada por cl notario Juan García Granero como enmienda al «Anteproyecto de Compilación del Derecho Privado Foral de Navarra» y generalmente aceptada, no olvidar la palabra «Fuero»” de fuerte arraigo tradicional en el campo del Derecho navarro. El calificativo de «Nuevo» hace referencia a actualización del Derecho vigente hasta su promulgación.
Bibliografía
J. García-Granero: «Fuero Viejo» y «Fuero Nuevo» de Navarra, «Anuario de Derecho Foral», 1 (Pamplona, 1975) 131 y ss.
Fueros de la Novenera
Conjunto de Fueros de carácter fiscal que disfrutaron un reducido número de poblaciones del centro de Navarra: Artajona, Mendigorría, Larraga, Miranda y Berbinzana. Su nombre puede hacer referencia al privilegio de exclusión del pago de la pecha o impuesto llamado novena.
Devuelto el reino de Artajona, que se extendía por las mencionadas villas, por el rey castellano a Sancho el Sabio en 1158, este otorgó fueros en 1162 a Miranda, en 1193 a Artajona y Larraga y al año siguiente a Mendigorría. Otras localidades que inicialmente pueden incluirse en el «reino de Artajona» tendrán su fuero propio.
Gunnar Tilander descubridor de este Fuero en su redacción extensa del siglo XIII, en cl manuscrito 944 de la Biblioteca del Palacio Real de Madrid y, al publicarlo en Estocolmo el año 1951 señala la poca relación de estos Fueros con otras familias. Puede ello deberse a un cierto condicionamiento causado por la reciente dependencia de Castilla.
Bibliografía
G. Tilander: Los Fueros de la Novenera, (Estocolmo, 1951).
Fuero Reducido
Ante la abundancia de disposiciones que de distinto rango estaban vigentes en Navarra al final de la Edad Media, se pretendió aclarar y actualizar su Derecho. Con este motivo, ya en 1511, los reyes Catalina y Juan de Albret encargaron a las Cortes la «reducción» a un solo fuero de todo el Derecho navarro. Bajo la corona de Castilla, las Cortes de Pamplona de 1528 solicitan del rey el nombramiento de una comisión que estudiase la reforma y reducción del Fuero General al lenguaje de la época.
Dos años después, las Cortes de Sangüesa de 1530 aprobaban el denominado Fuero Reducido o modernizado y pedían la sanción real. Pero ésta nunca llegó a pesar de la insistencia en conseguirlo a lo largo del siglo XVI, ya que los reyes querían que se incluyesen en él sus reales órdenes y las Cortes navarras se oponían a ello por tratarse de disposiciones no elaboradas en el reino.
El contenido del Fuero Reducido comprendía una serie de fueros municipales, precedidos de un prólogo avanzado para la época que se elaboró. Estaba sistematizado en seis libros que tratan de Derecho político (1°), Administración de Justicia (2°), Derecho civil (3° y 4°), Derecho Administrativo (5°) y Derecho Penal (6°).
El examen de los cuatro códices que se hallan en el Archivo General de Navarra demuestra, por las anotaciones hechas al margen, que fue empleado en la práctica por los juristas, a pesar de no haber tenido una vigencia oficial.
Fuero de Sobrarbe
Enigmática fuente del Derecho navarro-aragonés, acerca del que se han dado variadas opiniones doctrinales. Desde negar su existencia, hasta considerarlos como fueros fantásticos al servicio ideológico de las luchas políticas tardías si bien admitiendo la existencia de privilegios de infanzones y ciertos usos y costumbres, e incluso apuntando la fecha de su elaboración en 1071 en una asamblea jacetana. El derecho de la comarca de Sobrarbe sólo se concreta al concederse a diversos lugares el fuero de ella como Alquezar, Barbastro o Tudela. El Fuero de Sobrarbe está en el fondo común de los Fueros de Aragón, Fuero de Tudela* y Fuero General de Navarra*. Realmente es posible su no existencia como texto escrito, mas sí como convenio originario entre la nobleza y realeza que se transmitiría consuetudinariamente hasta su fijación en fueros escritos, enriquecidos o matizados con disposiciones posteriores de semejante sentido jurídico político.
Fuente del Derecho de interés para Navarra por ser otorgado como Fuero a Tudela* y una treintena de pueblos más de la Ribera y por su influencia en el Fuero General de Navarra.
Fuero de Tudela
Al poco tiempo de que Tudela fuera conquistada por Alfonso I el Batallador en el año 1115, este rey concedió privilegios y fueros a sus habitantes antiguos (moros y judíos) y nuevos (cristianos de repoblación). El Fuero dado para estos últimos está emparentado con el legendario Derecho de Sobrarbe*. No existe unanimidad en la doctrina acerca de su fecha de promulgación y así mientras Marichalar y Manrique apuntan la fecha de 1122, la Academia de la Historia y Lacarra la adelantan al año 1117, que es la fecha más probable. Ante la heterogeneidad de los habitantes de la ciudad, algunas de las primeras normas fueron de 1115 (moros) y 1119 (judíos). El fuero para regular la comunidad cristiana quedó enriquecido desde 1127 con el privilegio zaragozano de «tortum por tortum». Ya en el siglo XIII Tudela tiene un Fuero extenso redactado por un autor privado. Este Fuero se emparenta con el Fuero General de Navarra*.
Fuero de Viguera y Val de Funes
Texto legal cuyo origen pudo ser la concesión por Alfonso I el Batallador (1110) de los fueros y costumbres de Calahorra a los vecinos de Funes, Marcilla y Peñalén. El escueto documento no transmite el contenido de tales fueros. En los siglos bajomedievales (¿XIV?) se manejó un fuero extenso «de Viguera y Val de Funes», en cuyo escatocolo se dice que Alfonso I había concedido el fuero de Viguera a los infanzones y el de Osma a los villanos. Como no se han conservado los textos forales originales de Calahorra y Viguera, es difícil precisar si pueden identificarse ambos derechos, de acuerdo con la hipótesis de algún autor. La versión más antigua del fuero de Viguera tal vez sea la reproducida a continuación del fuero extenso y en el mismo códice; también se autodenomina fuero de Viguera y puede remontarse al siglo XII. Este derecho de Viguera, trasplantado a Funes, sería el núcleo del fuero extenso, en cuya formación concluyeron la jurisprudencia local y preceptos tomados de otros fueros navarros o aragoneses.
Según una noticia del siglo XIV se aplicaba en diversas zonas de Navarra: las cuencas bajas del Arga (Funes, Villanueva o Peñalén, Peralta y Falces), del Aragón (Milagro, Marcilla, Caparroso y Rada), del Cidacos (Murillo el Cuende) y del Ega (Azagra, Andosilla, Cárcar y Lerín), así como Aibar, Rocaforte, el almiradío de Navascués y los valles de Roncal y Salazar. En el caso de estos dos últimos valles no hay pruebas que confirmen la vigencia del fuero de Viguera; en 1412 los roncaleses decían que disfrutaban el fuero de Jaca y el de Sobrarbe y, para evitar confusiones, Carlos III les otorgó el Fuero General de Navarra.
Bibliografía
J. M. Lacarra, Notas para la formación de familias de fueros navarros, «Anuario de Historia del Derecho Español», 10, 1933, 203-270; J. M. Ramos y Loscertales, El Fuero de Viguera y Val de Funes, Edición crítica, (Salamanca, 1956).