DESAMORTIZACIÓN CIVIL
DESAMORTIZACIÓN CIVIL
La desamortización civil apuntó en España en 1798, cuando Carlos IV (VII de Navarra) dispuso que se enajenaran -invirtiendo el producto resultante en papel de la deuda pública- determinados bienes de las corporaciones y, simultáneamente, autorizó con el mismo fin la venta de bienes de los mayorazgos. Sin embargo, el desarrollo del proceso fue muy distinto según la procedencia de los bienes de que se tratara: los de los mayorazgos fueron vendidos libremente por sus dueños, desde el momento (definitivamente en 1836) en que pasaron éstos de ser usufructuarios -como cabezas del linaje- a ser propietarios; en cambio, los de las corporaciones civiles -desde los de la misma Corona a los del último municipio o mero gremio- sólo se pudieron vender con autorización oficial, y de manera que el producto de la venta se invirtiera del modo que la correspondiente autorización estipulaba. Así, en Navarra, se enajenaron ya no pocos de los bienes municipales entre 1810 y 1850, en virtud de autorizaciones concretas que el Consejo Real o las Diputaciones -primero la Diputación permanente del reino, luego la Diputación provincial- dieron con ese fin a algunos Ayuntamientos que lo pidieron.
Después, en 1855, las Cortes españolas dictaron una ley general de desamortización -propuesta por el navarro Pascual Madoz- que forzaba la venta de casi todo lo que quedaba amortizado. Todo esto hizo que la desamortización civil siguiera en Navarra un ritmo distinto al de la mayoría de las demás regiones de España: se desamortizó bastante (aunque no sabemos cuánto) antes de 1855 y en cambio, desde esta fecha, los pueblos tendieron a conservar su patrimonio comunal. Esta paradoja (que Navarra pudiese conservar sus bienes municipales precisamente cuando se decretó su enajenación con carácter general) fue consecuencia de las peculiaridades administrativas del antiguo reino. En 1850, cuando el Gobierno de Madrid les advirtió de sus intenciones sobre las propiedades comunes de toda España, las autoridades navarras respondieron aceptando explícitamente la bondad de que se vendieran, pero no el principio legal en que el Estado pretendía fundar las ventas, porque suponía una intromisión en las Haciendas municipales, cuyo control en Navarra correspondía a la Diputación y no al Estado en virtud de la ley de 1841 (Paccionada*).
A estos reparos seguirían unas largas negociaciones y en 1861, por fin, el Gobierno central transigió, dictando una real orden en virtud de la cual los pueblos de Navarra sólo tendrían que enajenar sus bienes de propios (los comunes se dividían en propios, baldíos y comunes propiamente dichos) y podrían quedarse con todo el producto de la enajenación, a diferencia de los del resto de España, que tenían que dar el veinte por ciento al Estado. La cesión sólo se comprende en razón de esto último; perdido el beneficio del veinte por ciento (cuyo cobro hubiera implicado una modificación unilateral de las estipulaciones fiscales de la ley de 1841, por parte del Estado), al Gobierno de Madrid le importaba muy poco que cada municipio se quedara o no con sus predios.
Ahora bien, restaba aún decidir qué bienes, en cada municipio, eran de propios y cuáles no. Y esto, en virtud de la misma orden de 1861, quedó al juicio de una Junta provincial de Ventas que se formaría al efecto, con trece miembros, de los que siete -es decir: la mayoría- serían los siete diputados forales. Así que éstos últimos se prestaron a declarar lo que cada Ayuntamiento quiso, y los más de éstos acordaron hacer pasar todo por común, y no por propio, a fin de conservarlo.
Según se ha dicho, se desconoce el monto de lo que se vendió en la primera fase, entre 1810 y 1850; pero no cabe duda de que fue entonces cuando tuvo más importancia la desamortización civil en Navarra; de entonces data la desaparición de buena parte del patrimonio de los municipios de la Ribera y, en concreto, la pérdida de muchas corralizas y fincas semejantes, que luego -antes de que acabara el siglo XIX y en el XX- iban a suscitar un problema social de envergadura. (Corralizas*). No pocas de estas enajenaciones tuvieron lugar inmediatamente después de la primera guerra carlista, en los años cuarenta del XIX, y respondieron justamente a la necesidad de satisfacer las deudas que la contienda había obligado a contraer.
Respecto a la segunda desamortización civil -la que siguió a la ley de 1855-, se realizó entre 1862 y 1898 y revistió poca importancia. Según los cálculos de Floristán, ascendió tan sólo a una extensión de 27.380 hectáreas, en lo que al campo se refiere (porque, aparte, se desamortizaron casas y otros géneros de bienes muebles e inmuebles, en todo caso de poca cuantía). De aquella extensión, más de la mitad se encontraba en la Ribera (16.550 hectáreas), menos de la tercera parte.
Además, en virtud de la misma ley de 1855, se vendieron los bienes de la corona (que en Navarra cubrían 2.605 hectáreas, en los montes de Franco-Andía, Francoachiqui, Sarvil, Alaiz y Orraun) y los de las instituciones de beneficencia y enseñanza (515).
La mayor parte de aquellas 27.380 hectáreas de bienes municipales que se vendieron, estaba constituida por parcelas relativamente pequeñas y, a diferencia de lo que sucediera con la desamortización eclesiástica, también la mayor parte de los compradores residía en los mismos municipios donde radicaba la finca en cuestión, o en los vecinos.
Por lo que atañe al otro gran capítulo de la desamortización civil -el de los bienes amortizados hasta 1836 en los mayorazgos-, su estudio y, por tanto, su conocimiento, son difícilmente asequibles, porque no se trató de un traspaso de propiedad unificado y organizado desde arriba, sino de una mera autorización para vender. Unos debieron de enajenarlo enseguida, otros fueron haciéndolo durante los cien años siguientes, y otros aún no lo han hecho. Así, las noticias de ventas (o de retenciones) de ese origen se suceden hasta nuestros días: una noticia periodística de 1884 asegura que Eransus era propiedad de la marquesa de Montesa; en 1927, la Caja Rural de Lerga compraba al duque de Granada las 18.959 Ha que poseía en los despoblados de Abaiz y Aldea; en 1983 los vecinos de Zolina adquirieron su propio pueblo con sus tierras, que pertenecían hasta el momento al marqués de Narros; en tanto que Monteagudo continuaba albergando extensiones importantes de los marqueses de San Adrián, y Cadreita pertenecía casi completamente a la casa de Alburquerque.