CARLISMO
CARLISMO
Nominalmente es el movimiento político que defiende la candidatura al trono de España de Carlos María Isidro de Borbón -hermano de Fernando VII (III de Navarra)- y sus sucesores. En la práctica y ya desde su nacimiento, se trató, sobre todo, de un movimiento doctrinalmente definido y su concreción en una opción dinástica determinada siempre fue unida a la condición de que esa dinastía defendiera una concreta forma de concebir el gobierno de España; forma que, sin embargo, cambió a lo largo de los siglos XIX y XX, haciendo del carlismo un fenómeno en constante transformación.
Este hecho, capital para entender el movimiento, ha llevado a buscar interpretaciones de carácter sociológico -más que dinástico o incluso doctrinal-, en virtud de las cuales el carlismo habría sido la alternativa tradicionalista -más que estrictamente conservadora- a los diversos sistemas políticos impuestos en España; de manera que, por ser estos sistemas distintos, distinta ha sido también la respuesta y el programa del movimiento.
Las primeras noticias conocidas sobre la existencia -en rigor, la mera denuncia de que existen- partidarios de entronizar a Carlos María Isidro a la muerte de su hermano (que tendría lugar en 1833), datan de 1824; aunque sólo en 1827 hay testimonios directos de personas que se dicen tales. Por otra parte, en los últimos años de su reinado, Fernando VII (III) procuró apartar de la corona y de los cargos principales a aquellos en quienes, por ese motivo, no confiaba. En ocasiones aunque la causa de la relegación fuera otra, los sentimientos de disconformidad con el rey favorecieron el apoyo a don Carlos. En esta situación se hallaban algunos futuros carlistas muy vinculados a Navarra, como Zumalacárregui*, o navarros, como S. Ladrón de Cegama*.
No puede decirse, sin embargo, que Navarra se presentara en 1833 como un territorio especialmente favorable al pretendiente; es interesante observar que, pese a ser un espacio fronterizo que aseguraba la posibilidad de huir a Francia, ninguno de los levantamientos y conspiraciones realistas conocidos de los años veinte -fuera de los de 1821-1823, que precisamente parten de Francia- tuvo asiento en Navarra. (Realismo*).
Además Carlos María Isidro no se comprometió en principio a respetar los fueros de Navarra ni ofreció, al parecer, trato alguno especial al reino, hasta 1834, varios meses después de iniciarse la guerra, en una carta que fecha el 18 de marzo, dirigida a Zumalacárregui, donde ofrecía “observar sus fueros”; sin que las referencias se repitan apenas en los años siguientes, ni en el pretendiente ni entre sus mandatarios, a pesar de que existía cierta opinión entre ellos de que la oferta interesaba realmente a los navarros (como a los vascongados, a quienes también abarcó aquel compromiso de 1834). Y sin embargo Navarra, como las Vascongadas, se convirtió en seguida, durante la primera guerra carlista*, en bastión especialmente importante del legitimismo.
Tradicionalmente se ha considerado que fueron, a una el catolicismo y el fuerismo navarros los que impulsaron tal movilización, frente a una monarquía -la de Isabel II que se consideraba contraria a ambas cosas. En los últimos años, la historiografía ha revisado enteramente esta visión, primero para negarla-afirmando que en 1933 no se daba en Navarra un especial sentimiento religioso o fuerista que lo justificase, y después para volver a tomarla, matizándola desde luego, sobre todo en lo que concierne a la defensa de los fueros*.
En 1833, los navarros podían saber que los liberales que empezaban a rodear a Isabel II y a su madre María Cristina de Borbón eran contrarios a los fueros e incluso los contravenían. Respecto a los realistas, podían saber también que estaban divididos sobre ello. Pero algunos indicios invitan a pensar que los partidarios de mantenerlos habían abundado durante el reinado de Fernando VII (III) precisamente entre los futuros carlistas, en tanto que los contrarios a la intangibilidad del ordenamiento foral aparecían con frecuencia entre los entonces llamados realistas moderados, que luego acataron a María Cristina de Borbón y acabaron por asimilarse a los liberales.
Con todo, tampoco puede decirse que, una vez definido el campo de don Carlos, todos sus fieles más notables se inclinaron por la primera opción, ni siquiera en Navarra. Como redactor de la “Gaceta Real de Navarra”, el clérigo Andrés Martín*, por ejemplo, ya se había pronunciado durante el trienio constitucional contra el carácter contractual del ordenamiento foral y contra las limitaciones que ello suponía en el poder absoluto del rey. Aunque lo navarro -fuerista o no- sí aparece como algo definido en los últimos años de la contienda, en especial cuando, en el seno del propio carlismo, se entrevé la existencia de un “partido navarro” frente a un “partido castellano”.
En estas denominaciones influyeron distintos elementos, no siempre estrictamente regionales; el partido navarro era el que seguía a Arias Teijeiro, pariente del homónimo obispo de Pamplona, pero en él también figuraban varios de los más destacados jefes del carlismo en Navarra: J. A. Guergue*, F. Sanz*, T. Carmona* entre otros.
La historiografía tradicional hizo ver que los integrantes del partido navarro eran los herederos de los llamados realistas exaltados o apostólicos, partidarios del absolutismo estricto, en tanto que los del partido castellano, más transigentes, propugnaban un régimen reformista ya que no liberal, más cercano al de los antiguos realistas moderados de Fernando VII (III). Sin embargo, el contenido del realismo moderado y exaltado bajo Fernando VII (III) ha sido discutido y, consecuentemente, hay que dejar en suspenso la interpretación de esa fracción “navarra” del carlismo; fracción que, de otra parte, no se sabe hiciera cuestión de nada relacionado especialmente con el reino.
Después de la primera guerra al rebelarse contra B. Espartero, los liberales moderados intentaron aprovechar el rescoldo carlista de Navarra y centraron en Pamplona el “Pronunciamiento de 1841“*, consiguiendo la adhesión de algunos carlistas navarros relevantes y de una pequeña parte de la población. Pero la inmensa mayoría de ésta permaneció al margen, hasta el punto de que el movimiento hubo de considerarse un fracaso, pese a haber ofrecido el restablecimiento de los fueros, previa abolición de la Ley Paccionada*.
Alimentado por los viejos soldados y jefes que lucharon en la primera guerra carlista, el carlismo navarro se mantuvo aletargado durante el reinado de Isabel 11, sin más acontecimiento importante que la, por otra parte, muy leve participación en la segunda guerra carlista*, 1846 y 1848 (aunque en Navarra se mantiene en pie alguna partida durante el año 1849).
Sin embargo, en la década de los sesenta se acelera en España una rápida transformación doctrinal y política que reaviva el movimiento, de forma que, al final del proceso, reaparece Navarra como un bastión principal, en mayor medida que en 1833.
El proceso doctrinal radicó en la adopción por el carlismo de los principios del catolicismo antiliberal y combativo que define casi simultáneamente la princesa de Beira en su Carta a los españoles y el papa Pío IX en el Syllabus; adopción que, unida al anticlericalismo de la Revolución de septiembre en 1868 y luego el temor al socialismo que suscita en toda Europa la internacional* y la comuna parisina de 1871, llevó al carlismo a importantes representantes del liberalismo moderado de Isabel II.
Este nuevo carlismo es el que hizo la tercera guerra carlista* y el que revivió luego en las luchas políticas del reinado de Alfonso XII.
Durante la guerra de 1872-1876 Navarra volvió a ser escenario especialmente importante y dio otra vez a la contienda un indudable carácter popular. Pero, cara a la perpetuación del movimiento, resultó igualmente relevante la faceta electoral del sexenio 1868-1874, en el que por primera vez se ensayó el sufragio universal. Durante la Restauración, desde 1874, los navarros seguirían desempeñando en el carlismo una función primordial, pero no ya como guerreros sino como electores, convirtiendo en bastión electoral el bastión militar carlista de esta región, especialmente desde la reimposición del sufragio universal en 1890.
Esta participación contribuyó a abrir nuevas brechas en el movimiento, en las que Navarra y algunos navarros desempeñaron un papel destacable. Unos, con Cándido Nocedal a la cabeza, fueron partidarios de la abstención y de todo lo que supusiera absoluto repudio del liberalismo, en tanto que otros defendieron una actitud participativa. En los intentos de evitar la ruptura entre ambos grupos, durante los años ochenta, sería pieza principal el vianés F. Navarro Villoslada*. Y, en la ruptura que al cabo sobrevino, en 1888, fue piedra de toque “El Tradicionalista” de Pamplona, el periódico que provocó los primeros anatemas de Carlos VII, tras los cuales se abrió la escisión del Integrismo*. Desde entonces (1888-1889) los tradicionalistas navarros fueron carlistas o integristas y tuvieron sus diputados propios y respectivos.
Navarra fue un núcleo electoral importante para los integristas y en concreto para su jefe Ramón Nocedal*, hijo de Cándido. Pero lo fue en mayor medida para el carlismo estricto, donde enseguida destacarían el conde de Rodezno* -padre e hijo- y J. Vázquez de Mella*, gentes oriundas de otras tierras pero cuyo principal apoyo popular -concretamente electoral- estuvo aquí.
Muerto Carlos VII en 1909 y convertido su hijo Jaime de Borbón en titular de los derechos de Carlos María Isidro al trono de España, el carlismo volvió a dividirse, ya en 1919. Las razones, un tanto oscuras, tuvieron una fuerte carga personal, por el mal entendimiento que había entre Jaime de Borbón y J. Vázquez de Mella, convertido ya años atrás en principal figura del movimiento. J. Vázquez de Mella, con un carlista navarro de primer orden, Víctor Pradera*, fundó el Partido Tradicionalista* mientras los carlistas -ahora jaimistas- mantuvieron su organización. También en Navarra, donde la Juventud Jaimista y organizaciones parejas organizaron y estructuraron el movimiento durante los años veinte y treinta. El programa de ambos era parecido y ambos hacían constar su deseo de respetar los ordenamientos forales.
La muerte de J. Vázquez de Mella (1928), la de Jaime de Borbón (1931) -a quien sucedió su tío Alfonso Carlos de Borbón como cabeza de la dinastía- y la decantación anticlerical y antirreligiosa de los gobernantes de la República, especialmente desde mayo de 1931, facilitaron la reunificación. Integristas, jaimistas y tradicionalistas, reunidos en un mitin en Pamplona, el 16 de enero de 1932, formaron una Junta nacional tradicionalista de siete miembros, tres de los cuales -el conde de Rodezno, Lorenzo Sáenz Fernández y Manuel Senante- constituirían el comité permanente. El movimiento así recreado recibió el nombre de Partido tradicionalista carlista o Comunión tradicionalista.
El nuevo partido y Renovación española -el grupo católico monárquico del antiguo maurista catalán Antonio Goicoechea- todavía constituyeron un bloque electoral más amplio, el TYRE, en 1933, ante las elecciones de noviembre; pero se separaron al año siguiente, cuando los tradicionalistas (empleando aquí y en adelante este nombre en su acepción más amplia, como sinónimo de carlistas) optaron por preparar el levantamiento armado contra la república.
Todavía el carlismo se acercaría al Bloque nacional que formó Calvo Sotelo antes de que acabase 1934, pero sólo con vistas a las elecciones siguientes, que se celebraron en febrero de 1936. En julio estalló la guerra.
Los preparativos del levantamiento de 1936 habían empezado muy pronto; ya a raíz de la quema de conventos de mayo de 1931, se habían reunido en Leiza jefes carlistas de Navarra y las Vascongadas para tomar medidas, aunque tan sólo defensivas. En marzo de 1934, algunos representantes de TYRE, entre ellos el navarro Antonio de Lizarza, fueron a entrevistarse con B. Mussolini a fin de recabar apoyo financiero, diplomático y militar. Las gestiones no fructificaron en nada concreto. Sin embargo, Alfonso Carlos procedió de inmediato -en abril- a reorganizar el partido; reforzó y definió mejor las jerarquías nacionales y regionales y designó en mayo, un secretario general delegado, con plenos poderes, en la persona del antiguo integrista andaluz Manuel Fal Conde. A. Lizarza fue nombrado en septiembre delegado regional de los requetés de Navarra, en cuya rearticulación trabajaba desde hacía meses. Llegaría a contar con 8.400 hombres en junio de 1936.
Los preparativos se hacían independientemente de los que a la sazón efectuaban algunos militares, si bien figuras destacadas de unos y otros se hallaban en estrecha relación desde mucho antes, en particular desde la fracasada sublevación del pamplonés J. Sanjurjo* en 1932, que reunió en las cárceles a personajes implicados o simplemente sospechosos, de uno y de otro grupo. De entonces data, en concreto, la coincidencia de Rodezno, Fal Conde y Varela en la prisión de Guadalajara; una vez en libertad, Varela mismo recorrería Navarra estudiando las posibilidades de contar con el requeté.
La decisión del gobierno del Frente popular de destinar al general E. Mola en Pamplona no facilitó el entendimiento, en principio -aunque luego resultaría fecundo- porque Mola confiaba en que el ejército se bastaría para triunfar en poco tiempo y no quería asumir el programa de restauración monárquica, abolición de los partidos y supresión del régimen parlamentario propuesto en junio de 1936 por Fal Conde como condición para la movilización de los carlistas. Pero, en las semanas siguientes, ya a comienzos de julio, la enfermedad del secretario general de la Comunión tradicionalista y la intervención de J. Sanjurjo -quien a instancias de A. Lizarza apoyó desde su exilio que al menos se dejara a los requetés luchar bajo la bandera monárquica- permitieron alcanzar el acuerdo que ratificó la Junta nacional tradicionalista el 15 de julio.
La movilización navarra de aquellos días pertenece a la historia de la guerra de 1936-1939*, entre otros motivos porque, en aquellas horas, el carlismo se convirtió en bastante más que un mero movimiento dinástico, partidista o doctrinal: fue cauce de movilización de muchos navarros -carlistas o no, incluso miembros de grupos tan ajenos como el PNV- que se hicieron requetés para defender no el tradicionalismo dinástico sino la concepción tradicionalista de España. De hecho, los 8.400 que contaba A. Lizarza en la primavera de 1936 llegaron a ser 16.000 en filas en el frente.
Como movimiento político, la guerra afectó de otra forma al carlismo; Fal Conde se exilió, todavía en 1936, después de haberse sopesado formalmente su ejecución, para acabar con las veleidades legitimistas, y en 1937 Franco firmó el decreto de unificación de Falange española y la Comunión. En adelante, y mientras subsistió el régimen de Franco, no pocos navarros, encuadrados en el FET y de las JONS, ocuparon puestos de primer orden en la Administración española, en tanto que otros mantenían viva en Navarra la llama del carlismo independiente, con o sin la aquiescencia de las autoridades del régimen.
El movimiento volvió a padecer los problemas dinásticos y doctrinales que lo dividieron antaño. Alfonso Carlos había muerto en septiembre de 1936, sin hijos, y no quedaban descendientes directos de Carlos María Isidro que no hubieran acatado a Isabel II o sus descendientes; ciertamente, antes de morir, Alfonso Carlos, designó regente a Javier de Borbón-Parma, que pasó a encabezar la dinastía y legó después los derechos -en 1972- a su hijo Hugo Carlos. Pero algunos destacados carlistas consideraron llegado el momento de acabar con el pleito sucesorio y acataron a Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, como legítimo sucesor, apoyándose en el hecho de que, agotada la sucesión de Carlos María Isidro, procedía buscar la rama masculina siguiente, la iniciada con el hijo menor de Carlos IV (VII), Francisco de Paula, cuyo hijo mayor, Francisco de Asís, había casado con Isabel II, su prima, y transmitía pues los derechos carlistas a Alfonso XII, por éste a Alfonso XIII y por éste a don Juan. Los Borbón-Parma, en cambio, descendían directamente de Felipe de Borbón, duque de Parma, hijo de Felipe y (VII) y hermano de Carlos III (VI). El acatamiento a don Juan de Borbón había sido preparado por el conde de Rodezno sobre todo desde 1946 y se llevó a cabo en el denominado pacto de Estoril en 1957. Sin embargo, la mayoría de los carlistas navarros -realmente el carlismo más popular- se mantuvo junto a Javier de Borbón-Parma y siguió luego a Carlos Hugo.
En los años sesenta, comenzó de otra parte a tomar cuerpo una Revisión de la doctrina carlista que cristalizó en 1970, con un programa que incluía la defensa de los viejos derechos liberales del hombre, el federalismo, el pluripartidismo, la revolución social por medio de la lucha de clases y el socialismo autogestionario. Fue entonces, en 1972, cuando Javier de Borbón-Parma optó por abdicar en Carlos Hugo, quien condujo el movimiento hacia la oposición abierta -ahora de signo izquierdista- al régimen de Franco, sobre todo desde el momento (1974) en que estuvo representado en la denominada Junta democrática, que preparaba la transición a la democracia.
Los carlistas tradicionalistas no aceptaron la reorientación y, mientras en unos cundió el desánimo, otros prefirieron aplicar aún los principios sucesorios carlistas -en virtud de los cuales la infidelidad al ideario propio del movimiento hacía ilegítimo a un rey y consideraban cabeza de la dinastía al hermano menor de Carlos Hugo, Sixto de Borbón-Parma. Sin embargo, la presencia de éste en Montejurra durante los sucesos de 1976 terminó de hacer que el movimiento languideciera; cuando realizaban el vía crucis anual hacia la cumbre, en conmemoración de los éxitos de las armas carlistas en aquellos parajes durante las guerras carlistas (Montejurra*), hubo enfrentamientos violentos, incluso armados (con dos muertos y cinco heridos de bala), entre ambas facciones. Desde entonces, el carlismo tradicionalista tendió a diluirse en las agrupaciones políticas españolas más conservadoras (principalmente Fuerza Nueva), que no eran sólo ni principalmente carlistas sino más bien franquistas; o simplemente se marginó de la política; en tanto que el Partido carlista oficial, fiel a Carlos Hugo, se mantenía en la línea autogestionaria y participaba en los procesos electorales como tal. Alcanzaría este último su máximo desarrollo en las elecciones generales de 1979, donde Navarra volvió a surgir como el principal bastión del carlismo, si bien no consiguió más que un volumen menor de votos, especialmente notable sin embargo en Tierra Estella y en una uniforme franja de terreno que correspondía al entorno del camino de Viana a la Cuenca. Sin embargo, Carlos Hugo, al no conseguir el acta de diputado en dichas elecciones, renunció a sus cargos en el carlismo. (Elecciones*). En las regionales de abril inmediato conseguirían un escaño en el Parlamento Foral. (Guerras Carlistas*).
Bibliografía
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