DIPUTACIÓN DEL REINO
DIPUTACIÓN DEL REINO
Es la expresión permanente del poder del reino en su equilibrio con el del rey, representando a las Cortes* en defensa de los intereses de Navarra. La Diputación del Reino es la institución colegiada que mantiene la continuidad de las Cortes, de las que emana.
Las Diputaciones se crearon en los distintos territorios hispanos con un móvil recaudador de los servicios otorgados a la Corona por las Cortes. Pero en Navarra, donde este aspecto era atendido por la Cámara de Comptos*, la principal preocupación fue conservar los fueros y leyes del reino*.
La Diputación permanente en Navarra, dejando al margen la consideración de que cualquier legación esporádica o regencia medieval lo motivara, se creó en sesión de Cortes de Navarra de 26 de abril de 1576.
Al crearse la Diputación se nombraron cinco diputados, pero diez años después ya se citaban siete, número éste el más constante a lo largo de toda la historia de la corporación. En el siglo XVII, excepcionalmente, se aumentó su número.
La Diputación se integraba, junto con los diputados, con otros funcionarios; de ahí que en 1711 la llamada “toda la comunidad” sean los diputados, síndicos, secretario*, porteros* y depositario del Vínculo*. Poco después, en 1788, se distinguió dentro de su composición entre “los diputados y los demás miembros de la Diputación”.
Al ser la Diputación del Reino una comisión ejecutiva delegada de las Cortes, su composición hace referencia a la misma representatividad que tienen aquellas. Los tres estamentos o brazos tienen sus representantes a través de un clérigo, dos señores y cuatro diputados de las merindades.
El representante de la Iglesia era generalmente uno de los abades con asiento en Cortes. Los que más veces forman parte de la Diputación son los abades de San Salvador de Leire, Fitero y Santa María de la Oliva. Ya en el siglo XVII van a ir ocupando el cargo el obispo de Pamplona, el Gran Prior de Navarra, el abad de Roncesvalles, el deán de Tudela, y los abades de Marcilla e Irache.
El brazo de la nobleza admite más variedad, pues a ocupar sus dos puestos acuden los diferentes señores del Reino.
Los cuatro diputados del tercer estamento se dividían en dos grupos, pues cada uno de éstos tenía un voto. El primer grupo abarcaba a los dos diputados por Pamplona como cabeza del Reino, y los otros dos, por turno, representaban a las restantes merindades, es decir Estella, Tudela, Sangüesa y Olite, según este orden de sucesión mantenido hasta el siglo XVIII, en el que se aplicó un nuevo sistema electoral de diputados. Como hasta entonces los representantes de la merindad en turno eran elegidos por la cabeza o capital de la misma, los demás pueblos suscitaron pleito ante el Consejo Real, quien sentenció en el sentido de que la elección correspondía al brazo popular completo. Se rompió así la dependencia de la merindad y se nombraron representantes del estamento, por lo que podían ser de distinto origen merindano.
Los diputados eran nombrados por las Cortes antes de concluir sus reuniones, y a los así señalados se les consideraba como ordinarios, pero pudo haberlos con carácter extraordinario por ausencia de aquellos. En 1694 se hizo una distinción entre diputados generales y particulares, y desde 1683 se contempló a los residentes y no residentes, de número y supernumerarios que esperaban estos últimos, la oportunidad de cubrir vacantes. El número de diputados supernumerarios oscilaban entre cuatro y seis, y producida la vacante, se sorteaba entre ellos, siendo notificado el elegido por carta del Secretario de la Diputación. Las Cortes no designaban supernumerario para Pamplona, ya que en caso de producirse la vacante el ayuntamiento de la capital procedía al nuevo nombramiento de su diputado.
Tampoco se nombraban diputados supernumerarios por el brazo eclesiástico, ya que el cargo recaía en la persona que ocupaba la representación, y cuanto ésta era sustituida por otra, la que ostentaba en ese momento el cargo era llamada a la Diputación; así si un abad, siendo diputado, era sustituido por el capitulo de su Orden, el nuevo abad pasaba simultáneamente a ser diputado de Navarra, aunque fuera extraño al reino, en cuyo supuesto debería “naturalizarse”.
Dentro de la Diputación seguía rigurosamente vigente la división en estamentos y la prioridad de cada brazo, conforme a la historia de las Cortes.
Pero por encima de esta distinción por brazos, la Diputación es un organismo que funciona en el bloque; y es así que reclama una presidencia entre iguales, que no se realiza por elección sino en virtud de una necesidad y en orden a la prelación antes indicada.
Una excepción para ocupar la presidencia sin ser el de mayor dignidad, por el brazo al que representa, es cuando la Diputación va con el Pendón Real para proclamar al nuevo rey, entonces debe presidir el portador del Pendón. Pero por lo general preside el eclesiástico, en su defecto o ausencia uno de los militares o nobles y finalmente los diputados de universidades.
En el funcionamiento de la corporación el parecer y voto del que presida no es de calidad y vale igual si es eclesiástico o militar. No ocurre lo mismo con los votos de las ciudades y buenas villas, ya que los dos diputados de Pamplona deben emitir un solo voto, o si lo hacen los dos deben ser en el mismo sentido, y lo mismo ocurría con los votos de merindades, en otro caso su voto era nulo.
El cargo de diputado duraba tanto tiempo como el de la propia Diputación, es decir, desde que terminaban las Cortes y hasta que de nuevo se abría el solio. El cargo no era por tanto vitalicio ni estaba sujeto a un determinado plazo cronológico, dada la diferente periodicidad con que se reunían las Cortes Generales.
La ceremonia de toma de posición, por la que se responsabilizaban los diputados con el reino, se hacía al terminar sus sesiones las Cortes, pero dentro del período legislativo. La nueva Diputación juraba el buen cumplimiento de su misión, y con posterioridad cada uno de sus miembros recibía, ya en el siglo XVIII, con un sueldo, los ejemplares de la Novísima Recopilación, cuadernos de Leyes de Cortes y Anales del Reino para que con mayor abundancia de historia y legislación estuvieran en mejor disposición de cumplir su juramento. En el supuesto de que un diputado no pudiera asistir a la sesión de cortes en la que la Diputación juraba, lo hacía ante la propia Diputación, bajo la presidencia ordinaria del diputado eclesiástico.
La Diputación se reunía en la misma localidad en la que se habían concluido las sesiones de cortes a continuación de cerrarse el solio.
Los diputados se comprometían por juramento a llevar a la práctica los encargos de las últimas Cortes celebradas, que suelen quedar expresados en los poderes e instituciones que al efecto se les da. Para ello debían asistir con frecuencia a las sesiones de la Diputación. Por eso se obligó a la asistencia en Pamplona, o cuando menos estar dispuestos a ir a la capital en cuanto fueran llamados sin pretexto alguno.
Muchas fueron las disculpas y excepciones que expresaron los diputados en varias ocasiones para no asistir a las juntas; una de ellas, muy justificada, era la del diputado nombrado para residir en la corte.
Los diputados tenían obligaciones que realizar fuera de la sala de reuniones, unas veces en el reino, para pedir el donativo o hacer apeo*, y otros en la corte. Era deber de los legados ocuparse, durante el tiempo que durase su misión solamente en los negocios del Reino. Por ello llegaban a jurar que no harían negocios propios durante su estancia en Madrid. En pago de semejante dedicación recibieron a cuatro ducados por día.
Los legados, en general, eran conscientes de su responsabilidad y escribían dando cuenta de la marcha de los asuntos, e incluso llegaron a pedir a la Diputación que les dejase volver a Pamplona, dado el demasiado gasto que para el Vínculo suponía su estancia en la corte. En todo caso, a la vuelta de su misión, los legados debían rendir cuentas hubieran o no concluido los negocios para los que fueron enviados.
Dado que los diputados recibían encargos de lo más variados, toda gestión particular debía estar muy controlada por la Diputación, prueba de ello es que en 1647 acordó que ningún diputado llevara cartas ni papeles de la corporación sin su consentimiento, y que la correspondencia que llegara a sus manos no pudiera abrirse ni leerse salvo en la junta.
Entre los derechos y prerrogativas de cada diputado destacaban ante todo los honoríficos, pues no hay que olvidar que cada uno de ellos se tenía por representante de toda la comunidad. Desde 1829 los diputados podían usar medalla dorada con las armas de Navarra, al igual que los miembros de las cortes, incluso síndicos y secretarios. La inviolabilidad parlamentaria para los asistentes a cortes se amplió a los diputados que no podían ser arrestados, detenidos o multados por su cargo. Los diputados estaban exentos de formar parte del ejército del reino, y otro privilegio era el poder nombrar a parientes suyos para los empleos y encargos que solía cubrir la Diputación.
Como derechos económicos de los diputados pueden señalarse variantes importantes, que oscilaban entre servir gratuitamente o cobrar diferentes cantidades en razón a las variadas funciones que realizaban. Como emolumento fijo cobraban por la toma de posesión de su cargo, aunque hay que distinguir entre diputados eclesiásticos y militares por un lado y de universidades por otro, los primeros recibían cada uno treinta ducados y los del estado llano la mitad.
Tenían asignación aparte para gastos personales, por atención a la cárcel, y en concepto de ayuda de costa para ir de legados. Si el viaje era a la corte llevaban una dieta de cuatro ducados, aunque algún diputado llegó a renunciar a cualquier remuneración por la legacía a la corte. Si el desplazamiento era más cercano, la cantidad variaba en razón a la importancia de la comisión. Recibían también hachas en razón de una por cada junta general.
La Diputación del Reino se reunía en juntas que si excepcionalmente se denominan “en diputación”, lo normal es que se llamen sesiones o juntas. En alguna ocasión se habla de Diputación plena o de junta extraordinaria, para hacer referencia al número de asistentes o a la excepcionalidad de la reunión.
La Junta general agrupaba a todos los miembros de la Diputación y se ocupaba de resolver asuntos de importancia, que en ocasiones se habían dejado aplazados hasta su celebración a la espera de un acuerdo más solemne. Hasta el primer cuarto de siglo XVII no se conocía a la principal reunión de la Diputación con el nombre de junta general, sino como ordinaria. Esto era así porque a pesar de ser permanente, la corporación no se reunía con la frecuencia con que lo haría posteriormente, sino sólo dos o tres veces al año y en épocas que variaban con el tiempo.
En el año 1600, la Diputación fijó los días en que debía reunirse, con objeto de no tener que convocar a sus componentes. Lo haría dos veces al año: el sábado siguiente a la Pascua de Resurrección y el día seis de julio. Estas son llamadas juntas ordinarias, pero admitían la posibilidad de otras reuniones con carácter extraordinario.
Poco a poco se fueron espaciando las fechas de celebración de las juntas ordinarias, e incluso se indicó una tercera, que en 1621 se fijó con las dos anteriores para el 5 de julio, el 6 de noviembre y el domingo de “quasimodo”. En este año se habla por primera vez de la importancia de las juntas generales. Desde entonces las reuniones periódicamente regladas se llamarán juntas generales en lugar de ordinarias, para significar, la necesidad de que acudan todos los diputados a resolver los asuntos más importantes. Las otras sesiones se conocerán como juntas simplemente.
Con el tiempo varían algunas fechas de reunión de las juntas generales e incluso se aumenta su número. De ordinario, desde mediado el siglo XVII, las juntas se celebraron en fechas cercanas al Domingo de Quasimodo (abril-mayo), San Fermín (5 julio), Natividad de Nuestra Señora (8 septiembre) y San Francisco Javier (3 diciembre). Esta última tuvo un claro signo hacendista, pues en ella se hacían las libranzas anuales, sin excluir cualquier otro asunto.
Las Juntas generales conocían de los negocios más significativos con relación al rey o su virrey y al reino, al gobierno de éste, de las ciudades, de los particulares, como concesión de cartas de favor, de nombramiento de cargos, libranzas, aprobación de cuentas y otros.
Para atender a los asuntos propios de las juntas generales, desde 1703 se debe leer la instrucción del Reino en todas ellas, así como los informes de los síndicos desde 1748. Entretanto, en la preocupación por lograr una mejor regulación en la celebración de las principales reuniones, se pretendió aclarar y poner las obligaciones de todos y cada uno de los diputados. Como incentivo para que acudieran a todas las reuniones, hasta la conclusión de la junta general, en 1722 se acordó que las propinas o dietas no se repartieran hasta el último día, y sólo entre quienes asistieron todos los días excepto los que salieron con permiso de la corporación, o asisten fuera en su nombre, o están enfermos en Pamplona sin poder asistir.
De todo lo tratado en las juntas se levantaba auto, fuera o no de interés. Lo normal era llegar a acuerdos después de la oportuna discusión, y una vez vistos los informes de los síndicos. Todas las votaciones se resolvían por mayoría simple. Salvo que hubiera unanimidad, se anotaban, para tener constancia de ello, los votos razonados de cada votante.
Entre juntas generales, la Diputación se reunía con gran frecuencia en sesiones ordinarias o simplemente llamadas “juntas de la Diputación”.
Al no tener fijada periodicidad alguna, por lo general, la convocatoria para las sesiones ordinarias solía realizarse fijando fecha concreta desde una junta anterior. La primera sesión de la Diputación se reunía el día inmediato a la conclusión de las cortes, aunque ello no responde a norma alguna. Después acudían en la fecha citada en cartas firmadas por los diputados y síndicos, por cuya orden se hiciese el llamamiento y no solo por el secretario.
Como no vivían todos los diputados en Pamplona, eran válidas las sesiones aunque faltara alguno de ellos; sin embargo, en 1592 el virrey ordenó que no se juntasen en nombre del reino sin previo llamamiento a todos. Así se hizo salvo para las juntas generales, por tener fechas fijas, o para aquellas sesiones en las que los asuntos a tratar no requirieran tal asistencia.
Dada la importancia que se daba a la asistencia, los diputados ausentes se excusaban para que su falta fuera razonadamente anotada en el libro de actas de la Diputación. En todo caso se estableció de hecho una comisión reducida, integrada por los diputados residentes en Pamplona. En 1628 se estableció que estos diputados se reunieran una vez al mes el primer miércoles. Este día de la semana fue el indicado desde 1643 para celebrar sesión ordinaria cada ocho días.
En estas sesiones se veían como asuntos preferentes aquellos que encargaran las cortes, por lo que a efectos de conocimiento cada diputado recibía la instrucción, que se volvía a leer una vez reunidos en sesión.
Desde 1685 estaba preceptuado también que al principio de cada sesión se leyeran los autos que se hicieran en la junta antecedente, así como las cartas y despachos que hubieran llegado. Estos no podían abrirse antes de la reunión desde el año 1677.
Para mayor conocimiento de los asuntos era convocada a la sesión de Diputación el agente de Pamplona, desde que se estableció en 1756 para tomar las órdenes que ocurrieran y dar noticia del estado de los negocios. Con idéntico fin, solicitaban informaciones especiales para casos concretos, si bien de ordinario quienes dictaminaban eran los síndicos del reino.
La generalidad de los asuntos que pasaban a la competencia de la Diputación eran vistos en sus sesiones con detenimiento, antes de concluir con votaciones que se adoptaban por mayoría simple. Pero hasta 1737 un asunto votado podía ser, de nuevo, debatido y votado varias veces; desde este año no se podía cambiar el voto ni alegando equivocación, pues las materias, si son tocantes a leyes y fueros que son las que pueden presentar más complejidad, se preguntan a los síndicos. Las votaciones se demoraban, a veces, con objeto de que acudieran más diputados a las mismas; en otras ocasiones podían ser nulas a causa de empate y debían repetirse.
En todo caso, de los dos o tres asuntos que habitualmente se veían en cada sesión, el secretario hacía constar en libro de actas hasta las opiniones singulares.
Las decisiones de la Diputación recibían los nombres de acuerdos, resoluciones, decretos, órdenes y bandos. El modo ordinario de anotar lo tratado en cada sesión de la Diputación se conoce con el nombre de auto. Bajo esta acepción se asientan negocios importantes o simples menciones de reunión. La Diputación llegó a dudar acerca de su capacidad para revocar sus propios autos, lo que resolvió exigiendo la unanimidad de la corporación para poder votar en contrario.
Para dar más continuidad a los asuntos que trataba, la Diputación acordó en 1685 que al principio de las sesiones se leyeran los autos de la sesión anterior.
Acuerdo es la manifestación de la voluntad de la corporación respecto a un asunto. Los acuerdos se notificaban al reino cuando se reunía en Cortes y previamente se informaba de los mismos a los diputados ausentes.
Resolución es la decisión sobre asuntos que están en tramitación, de carácter generalmente administrativo.
La Diputación transmitía estas disposiciones suyas por medio de cartas, representaciones y memoriales, tanto al rey como a otros organismos, generalmente localizados en Madrid. Para relacionarse con organismos locales, la notificación epistolar podía simplificarse con el envío de un simple “papel escrito”.
Las cartas, firmadas por tres diputados, eran en ocasiones remitidas al monarca a través del virrey. La representación es una comunicación razonada con petición incluida, y algo semejante es el memorial, aunque más solemne. Por memorial se pedían los reparos agrarios. Cuando se juntaban varios asuntos del reino para la Corte, se hacían instrucciones para su envío al agente del reino o se entregaba a un legado.
Puede haber decisiones de la Diputación surgidas de alguna comisión tomando el nombre de orden. Finalmente, por medio del despacho se dispone alguna actuación de los funcionarios, y si el asunto era de interés general o se trataba de un requisito administrativo, la Diputación daba bandos que se publicaban en Pamplona, cabezas de merindad y ciertos pueblos.
Pero la Diputación también recibía disposiciones, especialmente de las Cortes, a las que representa permanentemente en forma de instrucciones. Si el carácter representativo del reino durante largos períodos de tiempo tiene gran relieve, no es menos fundamental a su razón de ser la doble función de control y ejecución.
La importancia de la Diputación del Reino radica en estar al frente de los intereses de Navarra gran parte del tiempo, pues continuamente se hace referencia a la misma en ausencia de las Cortes. La compenetración de la Diputación con las Cortes era total, salvo raras excepciones. Por ello, sus atribuciones coinciden materialmente, ya que no es extraño apreciar el manifiesto deseo de la Diputación de resolver los asuntos “como lo quieren las Cortes” o “el Reino desea”.
Como las Cortes se reunían en determinadas ocasiones, y en tanto podía ser vulnerado el Derecho navarro, surgió la necesidad de que la Diputación se ocupara fundamentalmente en mantener la integridad jurídica del reino navarro. Para velar por el normal desarrollo del Derecho navarro, la Diputación se encargó de presentar al rey para que los sancionara, proyectos de leyes elaborados por las Cortes, y solicitar igualmente, el reparo de los agravios* hechos al reino por omisión de alguna de sus disposiciones, por comisión de contrafueros*.
Las Cortes, al concluir sus reuniones, dejaban a la Diputación una instrucción extensísima, que solía incluir en su primer capítulo el encargo de conservar los fueros, señalando a continuación nominalmente los reparos que se debían solicitar del soberano o previamente de su virrey. Por otra parte, la Diputación debía procurar que no se alterase el Derecho navarro por disposiciones dadas por el rey, de ahí que se estableciera la intervención de la corporación en el control de dichas disposiciones a través del derecho de sobrecarta*.
A pesar de la importancia de las atribuciones que en defensa del Derecho correspondieron a la Diputación del Reino, ésta tuvo una amplia gama de competencias que pueden tener carácter económico, como la recaudación del donativo, la tributación interior con el problema del apeo, la tributación aduanera con los aspectos de evasión de tasas, administración de las tablas* y planteamiento de una adecuada política comercial exterior, así como el control y gestión del vínculo*, los estancos, nuevos impuestos y acuñación de la moneda*. También se empeñaba la Diputación en atender a la defensa militar del reino, y en ella a la integridad territorial, al servicio militar y tránsito de tropas así como a las fortificaciones. En educación destaca el interés por conseguir una Universidad para el reino. También representaba a Navarra en sus relaciones con instituciones ajenas al reino.
La Diputación concluía su misión en el momento en que se reunían las Cortes. Ordenada por las instrucciones de éstas, la Diputación solicitaba el permiso real para reunirlas, y en previsión de que así ocurriera, estudiaba su actuación preparando una instrucción suya para presentarla al Reino. La preparación de esta instrucción, por cuya mediación la Diputación informaba a las Cortes acerca de su gestión, era minuciosa y lenta, correspondiendo revisar los libros de actas a los síndicos.
Hecha la instrucción y comunicado por el virrey el día de apertura del solio, la Diputación citaba y acomodaba a quienes tuvieran asiento en cortes. Celebraba su última sesión ya en el lugar donde se iba a reunir el Reino con el fin de resolver los últimos detalles. La corporación liquidaba los asuntos de su competencia para no entorpecer los de las Cortes, y antes de comenzar las sesiones de éstas, la Diputación examinaba los poderes de las universidades para asistir. Seguidamente, la Diputación concluía su misión levantando auto de su disolución.
De este modo la Diputación del Reino de Navarra funcionó a lo largo de la historia hasta 1841. La última corporación que había comenzado sus sesiones el 28 de marzo de 1829 las prolongó hasta el 7 de septiembre de 1836, en que cesó como representación permanente de las Cortes. La ley paccionada de 16 de agosto de 1841 estableció una nueva Diputación de Navarra: la provincial, luego foral.