SANCHO VII EL FUERTE
SANCHO VII EL FUERTE
(ca. 1154 – Tudela, 7.4.1234). Rey de Navarra, hijo de Sancho VI el Sabio y de su esposa Sancha. En su largo reinado de casi cuarenta años cabe señalar tres grandes etapas: la primera, hasta 1207-1208, de angustiosa defensa diplomática y militar de la monarquía y cuantiosas pérdidas territoriales ante la prepotencia castellana; la segunda, de consolidación de las definitivas fronteras y búsqueda azarosa de una línea propia de contacto y ganancias frente al Islam; la última, desde 1221-1222, de declive físico, enclaustramiento personal e incertidumbres sucesorias. Debe subrayarse como una constante la enérgica política de sujeción de los súbditos y explotación de los recursos económicos.
Antes de la muerte de su padre (27.6.1194), había dirigido en tierras aquitanas dos campañas de apoyo a su cuñado el monarca inglés Ricardo I Corazón de León: la primera (1192), para defender sus derechos sobre Gascuña, y la otra (1194), para intentar ayudarle contra Felipe II Augusto de Francia. Entre una y otra se sentaron las bases de la modesta expansión navarra en Ultrapuertos. Aprovechando quizá el vacío de autoridad dejado por la desaparición del vizcondado de Labourd, se ocupó San Juan de Pie de Puerto (1193) en la tierra de Cisa y, en la de Mixa, el vizconde Arnaldo Raimundo de Tartae prestó homenaje por su castillo de Rocabruna. Frente a Alfonso VIII de Castilla, que pretendía Gascuña como dote de su mujer, el nuevo monarca navarro cultivó la alianza con la corte inglesa hasta que Juan Sin Tierra, hermano y sucesor de Ricardo I, incumplió los tratados de Chinon (1201) y Angulema (1202). En la misma trama diplomática convino el matrimonio de su hermana la infanta Blanca de Navarra con el conde Teobaldo III de Champaña (1199). Alertado por el papa Celestino III había acudido en socorro del monarca castellano, pero no llegó a tiempo para participar en la batalla de Alarcos (19.7.1195), ganada espectacularmente por los almohades. En el desconcierto garantizó al califa Yagub al-Mansur su neutralidad a cambio de una indemnización. También se comprometió a mantener la paz en su entrevista con Alfonso VIII de Castilla y Alfonso II de Aragón entre Agreda y Tarazona, en la llamada “Mesa de los Tres Reyes” (febrero-marzo 1196).
Poco después recibía nuevas exhortaciones para combatir a los infieles por parte del pontífice romano quien, si de momento le siguió atribuyendo el tratamiento de dux, no tardó en distinguirle expresamente con el título de rex (20.2.1197). Acusado, sin embargo, de romper las treguas y confabularse con el enemigo común, sufrió una doble ofensiva de Alfonso VIII y el nuevo soberano aragonés Pedro II, concertados en Calatayud para repartirse el reino navarro (20.5.1198). Aunque negoció la suspensión de hostilidades, tuvo que dejar Miranda de Arga e Inzura en manos castellanas y Burgui y Aibar en las aragonesas. Con todo, no pudo evitar un nuevo y más contundente ataque de Alfonso VIII que, con la complicidad de un sector importante de la nobleza local, avanzó a través de Álava y Guipúzcoa hasta los confines de Gascuña (verano 1199). Ausente en tierras musulmanas para recabar la ayuda almohade, envió su permiso para la rendición de Vitoria (enero 1200), tras un asedio de ocho meses.
Perdía así definitivamente para su monarquía las tierras alavesas, duranguesas y guipuzcoanas. En las treguas subsiguientes, comienzos de 1202, aún entregó a cambio de Inzura y Miranda de Arga las fortalezas de Treviño y Portilla que habían seguido resistiendo. Por acoger en sus dominios al desnaturado Diego López de Haro, alférez de Castilla, desató otra irrupción del ejército de Alfonso VIII, que cercó Estella.
Consiguió, sin embargo, la retirada con las treguas de Alfaro (comienzos de 1203), renovadas en Guadalajara (22.10.1207). Mantuvo así su neutralidad ante las sucesivas y, al cabo, estériles campañas gasconas del monarca castellano (1205-1208), el cual iba a orientar luego sus fuerzas contra los almohades. Se limitó a reforzar sus posiciones de Ultrapuertos recibiendo en Agramont el homenaje de Biviano de Agramont con 27 vasallos suyos de Mixa y Soule (17.12.1203); entabló además relaciones directas de cooperación amistosa con la burguesía de Bayona (agosto 1204), nudo marítimo esencial en los negocios exteriores de los mercaderes navarros. Los años de paz le permitieron, sobre todo, acrecentar sus reservas pecuniarias y ganarse con ellas la confianza de Pedro II de Aragón, siempre apurado económicamente.
Inauguraba así una nueva fase de reinado. Puesto que le parecía, sin duda, prácticamente imposible rescatar los dominios perdidos, se dedicaría intensamente a reforzar su patrimonio nuclear navarro-tudelano y emplearlo como plataforma para consagrarse, siquiera distantemente, a las empresas de cruzada contra el Islam, tan apremiadas desde Roma. En el encuentro de Monteagudo (10.2.1209) acordó con el soberano aragonés no admitir a los vasallos huidos de uno u otro lado; corroboraba de este modo políticamente la hermandad contra los malhechores establecida un lustro atrás entre los representantes de todas las localidades colindantes en ambos reinos con las Bardenas. Pocos meses después concedía a Pedro II un préstamo de 20.000 morabetinos de oro y, apenas transcurridos tres años, otro de 10.000 mazmudines de plata. A cambio recibió en prenda las plazas limítrofes de Escó, Petilla, Peña, Gallur y, luego, Trasmoz, una especie de cinturón de seguridad para la frontera oriental navarra. Por otra parte, no dudó en responder con generosidad a los clamores de cruzada inflamados por los alardes bélicos almohades. Compareció puntualmente en el frente de combate y formó con sus doscientos caballeros en el ala derecha del ejército de Alfonso VIII que en Las Navas de Tolosa (16.7.1212) puso en fuga al “miramamolín” Muhammad ibn Yakub y asaltó su campamento. Además de prestigio ganó un cuantioso botín y se le otorgó por añadidura la devolución de algunas estratégicas posiciones de la frontera castellana: San Vicente de la Sonsierra, Buradón, Toro, Marañón, Bernedo, Genevilla. En los siguientes años invirtió abundantes sumas para el desarrollo del sistema defensivo, tanto en línea como en profundidad. Adquirió alrededor de Tudela, talón de Aquiles del reino, las villas de Buñule, Pullera (1213), Cadreita (1218), Cintruénigo (1219) y Urzante (1220) y otras muchas heredades. Edificó los castillos de Peñaflor, La Hoz, La Estaca y Sancho Abarca y proyectó junto a este último la nueva población de Aguilar (1219). Adelantó la raya con Aragón hasta Grisén (1219), Sádaba, Los Fayos (1221) y Javier (1217 y 1223). Obtuvo sobre el curso del Ebro los lugares de Cárcar (1220), Resa (1221) y Lazagurría (1216) y, frente a Logroño, acordó reagrupar en Viana con ventajoso estatuto la población de las aldeas circundantes (1219); antes había tratado ya sin éxito de atraer gentes hacia el límite con Castilla creando “villas francas” en Labraza (1196), Inzura (1201) y Burunda (1208). Paralelamente y estimulado acaso por el triunfo de Las Navas de Tolosa, preparó sus propias campañas contra los musulmanes. Aprovechando las alteraciones causadas en Aragón por la minoridad de Jaime I, desarrolló una línea de castillos que, a través de aquel reino, le permitieron desplegar un frente de reconquista sobre las tierras turolenses del Maestrazgo. Mediante operaciones de crédito, le fueron entregando diversos caballeros, algunos de origen navarro, los reductos de Chodes y Zalatamor (1213), sobre el río Jalón, Burbáguena, sobre el Jiloca, Ródenas, junto al señorío de los Azagra en Albarracín, Jorcas, sobre el río Alfambra, Olocan, cerca de Morella y Linares (1214). Convino además con el concejo de Zaragoza la libertad de tránsito por sus respectivas jurisdicciones. Es probable que, haciéndose rápidamente eco de la llamada de cruzada del cuarto concilio de Letrán (1215), realizara una primera cabalgada que le reportó la conquista de varios castillos fronterizos, como el de Abengalbón (Puerto Mingalvo). Desde aquí pudo conducir por su cuenta otra provechosa expedición al tiempo que fracasaba ante Requena (1219) la cruzada castellana promovida por el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada. Antes había participado seguramente un contingente navarro en la toma de Alcacer do Sal (1217) por los caballeros nórdicos que, dirigidos por Guillermo de Holanda, hicieron escala en Lisboa en su navegación a Tierra Santa.
La enfermedad y, sobre todo, los años habían minado, entre tanto, las fuerzas del monarca navarro. Sin embargo, todavía sobrevivió durante más de dos lustros, obeso, arisco y receloso, “encerrado” en su castillo de Tudela. De su efímero matrimonio (1195) con Constanza, hija del conde Raimundo VI de Tolosa, no había tenido descendencia. Parece que no tienen fundamento sus supuestas segundas nupcias con Clemencia, hija del emperador Federico I Barbarroja. Su hermano Fernando, rehén en Alemania durante dos años tras la liberación de su cuñado Ricardo I, había fallecido tiempo atrás en un accidente ecuestre. Estaba descartada de la sucesión en el trono la numerosa prole bastarda: Ramiro, obispo de Pamplona (1220-1228), Pedro, quizá abad de Irache (1223-1233), Guillermo, exiliado en Aragón y Mallorca al servicio de Jaime I, Rodrigo, fallecido poco antes de 1274, Jimeno, Lope, Sancha, abadesa de Martilla todavía en 1266. Animado sin duda por su madre Blanca, se presentó en Navarra el conde Teobaldo IV de Champaña (1225), pero no supo quizá captarse las simpatías de su tío y, en todo caso, la alta nobleza se negó a reconocerlo como heredero. El monarca optó finalmente por una solución que tenía un remoto precedente en el tratado de Vadoluengo (1135), entre el rey pamplonés García Ramírez y Ramiro II de Aragón. Negoció y suscribió un pacto de prohijamiento mutuo con el joven soberano aragonés Jaime I el Conquistador (Tudela, 2.2.1231). Este recibió un préstamo de 100.000 sueldos y entregó en prenda los castillos de Ferrera, Ferrellón, Zalatamor, Peña Faxino y Peña Redonda, más los lugares de Ademuz y Castelfabid, en la frontera de los musulmanes. Acababa de conquistar Mallorca y se disponía a emprender la ofensiva sobre la región valenciana.
Incumplió por esto su promesa de facilitar un cuerpo de caballeros para intimidar al monarca castellano. En una nueva visita a Tudela (marzo 1232) ratificó el pacto anterior e incluyó en la hipotética herencia de Sancho el reino de Mallorca y las demás tierras que pudiese ganar a los moros; le dio además en firme los castillos hipotecados el año anterior y prometió no reivindicar las plazas entregadas por su padre, es decir, Escó, Petilla, Peña, Gallur y Trasmoz. No hace falta suponer mala fe por parte del aragonés, cuando a los dos meses instituía sucesor a su hijo Alfonso; basta pensar en una absoluta certeza de sobrevivir a su caduco “heredero” navarro. Apenas dos años después fallecía el anciano monarca. Su longevidad debe considerarse notable excepción para aquella época y quizá quepa atribuirla a una singular fortaleza de cuerpo y espíritu. En todo caso, parece que fue hombre robusto y de gran corpulencia y, asimismo, valiente, sincero, obstinado y autoritario.
Fue enterrado de momento en la capilla de San Nicolás de Tudela. Se disputaron sus restos el cabildo colegial tudelano, el monasterio de La Oliva y el priorato de Roncesvalles. Al cabo hallaron definitivo descanso en la iglesia del hospital pirenaico por el que había tenido el monarca especial predilección. Había escatimado, por cierto, los favores y donaciones a los establecimientos eclesiásticos, sobre todo en comparación con sus antecesores. Sus agobios políticos y, luego, sus proyectos lo hicieron muy exigente con su pequeño reino, empezando por los propios obispos de Pamplona. García Fernández, Juan de Tarazona y Espárrago de la Barca procuraron complacerle todo lo posible. Guillermo de Saintonge se le enfrentó y llegó a excomulgarlo, pero a continuación ciñó la mitra significativamente Ramiro, bastardo del propio monarca y éste le hizo entregar los controvertidos castillos de Monjardín y Huarte. Cambió con frecuencia de “tenencias” y “honores” a los miembros de la alta nobleza de los ricoshombres, acaso para amedrentarlos y asegurarse su docilidad. Tuvo sucesivamente como alféreces a Martín Íñiguez, un Almoravid, Gómez Garcés de Agoncillo, Juan Pérez de Baztán. Le debió de prestar valiosos servicios como merino mayor del reino Íñigo de Gomacin. Llama la atención la sistemática de actualización de rentas de las villas de señorío realengo, política aplicada ya por Sancho VI el Sabio a finales de su reinado. Casi las dos terceras partes de los treinta “fueros” expedidos con tal objeto corresponden al decenio de 1201-1211. Son mayoría los casos de reducción de las arcaicas prestaciones individuales en especie a sumas globales en metálico. Esto explica en parte la acumulación de caudales necesarios para las aludidas operaciones de crédito. No hay que olvidar otros expedientes, incluso abusivos, como el recargo (“mala tolta”) sobre las tasas de peaje.
El apoyo prestado a toda costa por el rey al burgo de San Cernin de Pamplona frente a la población de San Nicolás y a la Navarrería, tal vez tuvo un trasfondo económico. La comparecencia política, todavía eventual, de una pujante burguesía, el desasosiego bajonobiliario que revela la formación de “juntas” de infanzones y, por otro lado, las reclamaciones presentadas en los dos posteriores reinados contra las “fuerzas” o injusticias del difunto monarca, dan una idea de la presión anteriormente ejercida sobre las capas superiores de una sociedad que había entrado ya decididamente en un ciclo álgido de crecimiento interno. No sorprende así que, ante las indecisiones de Jaime I, la minoría dirigente se apresurara a ofrecer la corona al conde antes rechazado. Teobaldo I, un rey extraño y, por tanto, más fácilmente manejable. Sin embargo, sólo una personalidad tesonera y dominante había podido salvar una monarquía tan disminuida y asegurar su contorno de forma prácticamente definitiva. Las mínimas ganancias de Petilla, Peña y Javier, simbolizan elocuentemente aquel noble empeño del rey cuya memoria histórica ha quedado indeleblemente asociada, por lo demás, al episodio bélico de -Las Navas de Tolosa- que evoca con mayor fulgor la secular gesta de la reconquista hispana.
Bibliografía
L.J. Fortún Pérez de Ciriza, Sancho VII el Fuerte, (Pamplona 1987).