SANCHO RAMÍREZ
SANCHO RAMÍREZ
(ca. 1043 – junto a Huesca, 4.6.1094). Rey de Pamplona y Aragón. Hijo de Ramiro I de Aragón y de su esposa Ermesinda de Foix-Bigorra. Recibió como herencia paterna el poder fáctico, “casi regio”, y los dominios fiscales sobre los espacios intrapirenaicos coincidentes más o menos con los primitivos condados de Aragón y Ribagorza y su anejo intermedio de Sobrarbe, apenas 8.000 km2 en total. Como su autoridad podía ponerse en entredicho, peregrinó a Roma (primavera de 1068) y entregó su persona y sus tierras en manos de Dios y de San Pedro. Aunque convertido así en caballero feudatario (miles) del papa y sujeto “por la gracia divina” de prerrogativas monárquicas, parece que no se atrevió todavía a asumir el título de rex, rey. El poderío de la taifa zaragozana de los Banu Hud, respaldados además mediante “parias” por los soberanos de Castilla y Pamplona, mantenía bloqueado de momento al príncipe aragonés en los reductos montañosos. Consolidó, sin embargo, sus baluartes avanzados del Prepirineo exterior, como Loarre, e incluso ganó el de Alquézar (1067). Fracasaron, en cambio, las empresas alentadas en su ayuda y con el sello de cruzada por los papas Alejandro II y Gregorio VII: la dirigida sobre Barbastro (1064-1065) y la capitaneada luego por el conde Eblo de Roucy (1073). Como una muestra más de su talante “europeo”, había introducido Sancho en sus dominios (1071) la liturgia y la disciplina eclesiástica auspiciadas por el pontificado romano. Más sólo un evento dinástico le permitiría lucir la plenitud de la realeza y poner en marcha los grandes proyectos que sin duda venía acariciando. Tras el asesinato en Peñalén (4 junio 1076) de su primo Sancho Garcés IV, recibió inmediatamente la adhesión y fidelidad de los milites Pampilonenses, la aristocracia del vecino reino. Duplicó de esta suerte sus dominios y se tituló en adelante “rey de los aragoneses y pamploneses” sin ninguna reserva. Como tal giro político no se basaba en las pautas regulares de sucesión familiar, es posible que entonces comenzara a germinar en la conciencia de la nobleza navarra la noción del alzamiento de soberano como corolario de una especie de pacto social. La legitimidad dinástica residía en Alfonso VI de Castilla y León, cabeza de linaje, predestinado “emperador de todas las naciones de Hispania”, aunque de momento se conformó con adueñarse de la Rioja, tierra o reino najerense, más Álava, Vizcaya y Guipúzcoa. La solidaridad religiosa, política y familiar condujo pronto a una articulación formal de los desajustes ocurridos. Se convino para ello (1087) que Sancho debía homenaje al monarca castellano por razón de un supuesto “condado” equivalente en cierto modo al ámbito genuinamente pamplonés y denominado “Navarra”. Quizá se echó mano de este corónimo, inusitado hasta entonces, para significar la tierra de señorío realengo y eludir con esta ficción el nombre tradicional, casi mágico del reino y, por tanto, de los prohombres “pamploneses”, fautores del nuevo monarca y a él vinculados por juramento incondicional. Lo cierto es que el príncipe llegado de Aragón había galvanizado rápidamente a las fuerzas vivas del país con gran altitud de miras. En el plano militar, orientó con decisión a los linajes ancestralmente dispuestos para la guerra hacia las ilusionantes tareas de liberación cristiana de la Hispania irredenta. Fraccionada la taifa de Zaragoza tras la muerte del régulo Al-Muqtadir (1081), pudo desencadenar una ruptura general de las prometedoras “extremaduras”. En el flanco orienta una audaz cabalgada a través de las Bardenas, tierra de nadie, ganó en Arguedas (1084) un estratégico mirador sobre la feraz ribera tudelana; y una operación envolvente hasta el Castellar “sobre Zaragoza” (1091) y atenazó casi por completo la importante plaza de Ejea, cuyos dueños tuvieron que abonar parias. Pero los mayores progresos tuvieron como escenario el frente oriental, encomendado pronto al primogénito Pedro como rey asociado de Sobrarbe y Ribagorza. Expugnada la fortaleza de Graus (1083), las huestes cristianas se deslizaron sobre el valle del Cinca hasta alcanzar el populoso núcleo de Monzón (1089); interceptaron las comunicaciones entre Lérida y Barbastro y se infiltraron audazmente por tierra enemiga hasta el enclave castellonense de Culla (1093), encomendado en “tenencia” al magnate pamplonés Fortún Sánchez de Huarte. En el tramo fronterizo central se tomó Ayerbe (1083) y la fortificación de Montearagón (1088) preludió el asedio de Huesca, ante cuyos muros sucumbió Sancho Ramírez. Aparte de selectos y ocasionales guerreros de la caballería feudal francesa, el monarca había atraído hacia el interior de sus dominios, siguiendo la ruta de las peregrinaciones a Santiago, grupos compactos de inmigrantes más modestos pero industriosos, forjadores estables de riqueza. Concibió para ellos el estatuto de libertad, ingenuidad y franquicia inaugurado para convertir en “ciudad” su villa señorial de Jaca (1076). El mismo modelo configuró los primeros “burgos” de Estella (hacia 1084) y, poco después, Sangüesa. Otros colonos “francos” empezaban a instalarse también junto a Puente de Arga (Puente la Reina) y extramuros de la vieja ciudad episcopal de Pamplona. A esta incipiente pero vigorosa mutación socioeconómica, que suscitó la acuñación de la moneda regia jaquesa, acompañó una diligente reforma eclesiástica, dirigida por el abad Frotardo de San Ponce de Thomières, legado pontificio. El obispo Pedro de Roda o Rodez, hechura suya, aplicó sus orientaciones en tierras pamplonesas, a las que se extendió el rito romano. Florecieron los grandes centros de observancia regular, los monasterios de Leire, Irache, San Juan de la Peña, y San Victorián, a los que se añadieron las nuevas comunidades religiosas de Alquézar, Loarre y Montearagón. Favoreció también el monarca a las abadías francesas de Santa Fe de Conques, San Saturnino de Toulouse y La Selva Mayor para su colaboración en las tareas repobladoras del país. Dejó, en suma, bien marcadas las líneas primordiales del gran despliegue territorial que se avecinaba. Con su primera mujer, Isabel, hija del conde Armengol III de Urgel, engendró a su inmediato sucesor, Pedro I. De sus segundas nupcias con Felicia de Roucy nacieron los futuros reyes Alfonso I y Ramiro II el Monje y el infante Fernando, muerto prematuramente.