PACCIONADA, LEY
Nombre dado a la modificación de los fueros de 16 de agosto de 1841. Con el advenimiento al trono español de los Borbones que proporcionaron un gobierno absolutista, se sucedieron variados ataques a la legislación e instituciones navarras. El primer motivo lo dieron las aduanas que Felipe V de España y VII de Navarra suprimía en el interior, en 1717, si bien cinco años después lo restablecía. Las aduanas resurgieron como problema foral pero las Cortes navarras lo solucionaron en 1780 con éxito. Al año siguiente el contrafuero pretendió, sin lograrlo, que las normas emanadas del rey, sin mediar las Cortes, se incluyeran en los cuadernos de leyes.
La experiencia del modo de colaborar Navarra militarmente en la guerra contra la convención francesa suscitó el tema de la foralidad del pequeño reino. Una real cédula de Carlos IV de España y VII de Navarra ordenaba en 1796 que una junta ministerial estudiará la razón de ser del peculiar Derecho de Navarra. Sin esperar el resultado de este estudio y con carácter provisional, se estableció la vigencia de las normas emanadas del rey sin el despacho de la sobrecarta*. Las protesta tardaron en fructificar pero llegaron con las Cortes de 1817 en las que el rey Fernando VII de España y III de Navarra derogó 106 reales cédulas publicadas sin aplicárseles el derecho de sobrecarta.
Luego, los enfrentamientos ideológicos e incluso entre los españoles en los que, entre otros aspectos, se trataba de conservar o derogar los fueros más o menos solapadamente, repercutió en las instituciones de Navarra que parcial o provisionalmente iban desapareciendo, aunque los navarros no intervinieron directamente en la conclusión de la primera guerra carlista, pues sus batallones no se adhirieron en el Derecho institucional de Navarra.
La ley de 25 de octubre de 1839, llamada de confirmación de los fueros creó el cauce legal, por parte del Gobierno, para adecuar el Derecho navarro a la nueva situación constitucional. El proyecto de ley fue presentado al Congreso de los Diputados el 11 de septiembre de 1839. Tenía dos únicos artículos en los que se decía: “Artículo 1.º. Se confirman los fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra. Artículo 2.º. El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, presentará a la Cortes, oyendo antes a las provincias, aquella modificación de los fueros que crea indispensable, y en la que quede conciliado el interés de las mismas con el general de la nación y con la constitución política de la Monarquía”. El 7 de octubre de 1839 unánimemente aprobaron los 123 diputados asistentes a la sesión un proyecto de ley fruto de transacciones que decía: “Artículo 1.º. Se confirman los fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía. Artículo 2.º. El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las Provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados fueros reclame el interés de las mismas, conciliado con el general de la nación y la Constitución de la Monarquía, resolviendo entre tanto provisionalmente y en la forma y sentido expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes”.
La novedad más significativa respecto al proyecto inicial era la introducción en el artículo primero de la frase “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía”. Así pasó el proyecto de ley al Senado dónde se lamentaron que el Congreso no hubiera explicado el sentido de esta frase y, en consecuencia, se centraron los debates en dicho aspecto. El Ministro de Gracia y Justicia, Arrazola, hubo de definir en nombre del Gobierno, el día 19 de octubre de 1839 “la unidad constitucional de la Monarquía” que consistía en tener un solo rey y unas únicas Cortes. Al día siguiente el Ministro de la Gobernación Carromolino dijo que “unidad constitucional será la conservación de los grandes vínculos bajo los cuales viven y se gobiernan todos los españoles”. Al fin el 22 de octubre se aprobó la ley por 73 votos a favor y 6 en contra. La Ley de confirmación de fueros fue sancionada por la reina gobernadora el 25 de octubre de 1839.
Curiosamente, el día anterior, es decir el 24 de octubre la Diputación Provincial de Navarra se había dirigido a la reina solicitando la confirmación de los Fueros salvo la Constitución de la Monarquía. Esta Diputación era de ideología liberal si bien Navarra era mayoritariamente carlista. La antigua Diputación del Reino* se había reunido por última vez el 6 de septiembre de 1836 y era sustituida al día siguiente por una Comisión Provincial que daría paso a la Diputación Provincial. Navarra era considerada unilateralmente por el Gobierno, según la reforma administrativa de Javier de Burgos, como una provincia.
Tras la ley de 25 de octubre de 1839, el Gobierno desarrolló ésta por real decreto de 16 de noviembre siguiente. Su artículo cuarto establecía una Diputación que se nombraría conforme a las diputaciones provinciales pero heredando de la del Reino el número de sus miembros y con las atribuciones propias de aquéllas, las que competían al Consejero Real de Navarra. El día 3 de marzo de 1840 tomaba posesión la nueva Diputación navarra que inmediatamente comenzó a tratar las bases que sus comisionados debían llevar a Madrid para “arreglar” los fueros. Estas bases estaban concluidas el 1 de abril y trataban del gobierno político y militar, de la Diputación, de los Ayuntamientos, del sistema judicial, de las contribuciones, del tabaco, del servicio militar, de las aduanas y de los derechos de montes y pastos.
Nombrados los comisionados navarros, se trasladaron a Madrid donde comenzaron su gestión reuniéndose con los comisionados de las Provincias Vascongadas con quienes no se pudo llegar a acuerdo alguno para coordinar su actuación. La postura navarra iba a ser más flexible, según se desprendía de la instrucción recibida de la Diputación.
La reina gobernadora había recibido a los comisionados navarros prometiéndoles arreglar a satisfacción de todos la modificación foral. El gobierno recibió a los navarros reunido en Consejo de Ministros el 15 de junio de 1840 y se acordó que una comisión gubernativa trataría con la de Navarra. El 25 de junio comenzaron las conversaciones consciente el Gobierno de que se arreglaba el modo de realizar la unión de Navarra “al resto de la nación”. La Diputación navarra, en constante comunicación con sus comisionados abundaba en el mismo criterio de que lo que se estaba conviniendo era algo más que un mero arreglo o modificación de fueros, hasta el extremo de apoyar la gestión de sus comisionados recordándoles que “Navarra se unió a Castilla con ciertos pactos que no se pueden en rigor alterar sin su mutuo consentimiento” por lo que de no seguir una actuación semejante “quedaría disuelta la sociedad; y la Diputación desea evitar a todo trance este extremo”.
Las conversaciones quedaron interrumpidas por la revolución de septiembre de 1840 y la posterior renuncia al trono de la reina gobernadora María Cristina, lo que supuso el cambio de varios gabinetes de ideología distinta, con los que los navarros hubieron de tratar. El General Espartero sería nombrado el 8 de mayo de 1841, pero ya antes como regente provisional dio paso a la reanudación de las conversaciones con Navarra. El 25 de noviembre se acordó el procedimiento para la conclusión del convenio ya cercana. El 7 de diciembre los comisionados navarros recibieron un oficio del Ministro de la Gobernación que remitían seguidamente a la Diputación, en el que se incluía el “concierto definitivamente acordado para modificar los fueros de la provincia de Navarra, a fin de que remitiéndolo a aquella Diputación pueda aprobarlo y procederse en su consecuencia a formalizar como corresponde”. El día 10 de diciembre se contestaba desde Pamplona que “Examinado este interesante documento con la reflexión que corresponde a su importancia, la Diputación no puede menos de aprobarlo en todas sus partes por hallarlo conforme y arreglado a los intereses particulares del país que representa y a los generales de la Nación”.
El Boletín Oficial de Pamplona del día 27 de diciembre publicaba el real decreto de la Regencia Provisional de 15 de diciembre de 1840 por el que “provisionalmente y hasta tanto que se verifique la modificación de los fueros por medio de una ley” entraba en vigor lo convenido. El real decreto preveía que la futura ley “con arreglo a las bases indicadas y sin perjuicio de hacer de común acuerdo cualquier variación que la experiencia hiciera necesaria” tuviera alguna alteración respecto al texto entonces publicado.
El 3 de julio de 1841, el Gobierno presentó a las Cortes un proyecto de ley coincidente en su totalidad con el texto del real decreto de 15 de diciembre de 1840. El Congreso de los Diputados nombró la preceptiva comisión dictaminadora que, a sugerencia de la Diputación navarra y con la conformidad del Gobierno, introdujo alguna variante en el texto del proyecto de ley.
La Cámara aprobó sin discusión todos los artículos, si bien uno de ellos, el 16, fue objeto de debate al presentar el diputado por Navarra, Sagasti, una enmienda de aplazamiento del citado artículo en su aplicación. Se trataba de que la prevista traslación de las aduanas del Ebro a los Pirineos no se hiciera hasta tanto ocurriera lo mismo en el País Vasco. La enmienda sería retirada al prometer el Gobierno que el arreglo con los representantes del País Vasco sería inminente, pero sobre todo porque había que respetar el pacto realizado con los comisionados navarros. Sagasti había pretendido guardar los derechos económicos de Navarra, pero se le contestó diciendo que de ello eran conscientes los comisionados, lo que significaba una prueba más del desprendimiento y lealtad de Navarra. El 20 de julio era aprobado por el Congreso y sin debate alguno por el Senado el 9 de agosto. Sancionada la ley el 14 de agosto, fue publicada en la Gaceta de Madrid el 16 de agosto de 1841. El Boletín Oficial de Pamplona reprodujo el texto el 1 de noviembre del mismo año.
Articulado
La ley paccionada constaba de 26 artículos:
Artículo 1.°. El mando puramente militar estará en Navarra, como en las demás provincias de la Monarquía, a cargo de una autoridad superior nombrada por el Gobierno y con las atribuciones mismas de los comandantes generales de las demás provincias sin que pueda nunca tomar el título de virrey ni las atribuciones que éstos han ejercido.
Artículo 2.°. La administración de justicia seguirá en Navarra con arreglo a su legislación especial en los mismos términos que en la actualidad, hasta que, teniéndose en consideración las diversas leyes privativas de todas las provincias del Reino, se formen los códigos generales que deban regir en la Monarquía.
Artículo 3.°. La parte orgánica y de procedimiento será en todo conforme con lo establecido o que se establezca para los demás tribunales de la Nación, sujetándose a las variaciones que el Gobierno estime convenientes en lo sucesivo. Pero siempre deberá conservarse la Audiencia en la capital de la provincia.
Artículo 4.°. El Tribunal Supremo de Justicia tendrá sobre los Tribunales de Navarra, y en los asuntos que en éstos se ventilen, las mismas atribuciones y jurisdicción que ejercen sobre los demás del Reino, según las leyes vigentes o que en adelante se establezcan.
Artículo 6.°. Las atribuciones de los Ayuntamientos, relativas a la administración económica interior de los fondos, derechos y propiedades de los pueblos, se ejercerán bajo la dependencia de la Diputación provincial, con arreglo a su legislación especial.
Artículo 7.°. En todas las demás atribuciones los Ayuntamientos estarán sujetos a Ley general.
Artículo 8.°. Habrá una Diputación provincial que se compondrá de siete individuos nombrados por las cinco merindades, esto es, uno por cada una de las tres de menor población, y dos por las de Pamplona y Estella que la tienen mayor, pudiendo en esto hacerse la variación consiguiente si se alterasen los partidos judiciales de la provincia.
Artículo 9.°. La elección de vocales de la Diputación deberá verificarse por las reglas generales conforme a las leyes vigentes o que se adopten para las demás provincias, sin retribución ni asignación alguna por el ejercicio de sus cargos.
Artículo 10.°. La Diputación provincial, en cuanto a la administración de los productos de los propios, rentas, efectos vecinales, arbitrios y propiedades de los pueblos y de la provincia, tendrá las mismas facultades que ejercían el Consejo de Navarra y la Diputación del reino, y además las que, siendo compatibles con éstas, tengan o tuvieran las otras diputaciones provinciales de la Monarquía.
Artículo 11.°. La Diputación Provincial de Navarra será presidida por la autoridad superior política nombrada por el Gobierno.
Artículo 13.°. Habrá en Navarra una autoridad superior política nombrada por el Gobierno, cuyas atribuciones serán las mismas que las de los jefes políticos de las demás provincias, y sin que pueda reunir mando alguno militar.
Artículo 14.°. No se hará novedad alguna en el goce y disfrute de montes y pastos de Andía, Urbasa, Bardenas ni otros comunes, con arreglo a lo establecido en las leyes de Navarra y privilegios de los pueblos.
Artículo 15.°. Siendo obligación de todos los españoles defender la patria con las armas en la mano, cuando fueren llamados por la ley, Navarra, como todas las provincias del reino, está obligada, en los casos de quintas o reemplazos ordinarios o extraordinarios del ejército, a presentar el cupo de hombres que le corresponda, quedando al arbitrio de su Diputación los medios de llenar este servicio.
Artículo 16.°. Permanecerán las aduanas en la frontera de los Pirineos, sujetándose a los aranceles generales que rijan en las demás aduanas de la Monarquía, bajo las condiciones siguientes:
Que de la contribución directa se separe a disposición de la Diputación provincial, o en su defecto de los productos de las aduanas, la cantidad necesaria para el pago de réditos de su deuda y demás atenciones que tenían consignadas sobre sus tablas, y un tanto por ciento anual para la amortización de capitales de dicha deuda, cuya cantidad será la que produjeron dichas tablas en el año común del de 1829 a 1833, ambos inclusive.Sin perjuicio de lo que se resuelva acerca de la traslación de las aduanas a las costas y fronteras en las Provincias Vascongadas, los puertos de San Sebastián y Pasajes continuarán habilitados, como ya lo están provisionalmente, para la exportación de los productos nacionales e importación de los extranjeros, con sujeción a los aranceles que rijan.Que los contrarregistros se han de colocar a cuatro o cinco leguas de la frontera, dejando absolutamente libre el comercio interior sin necesidad de guías, ni de practicar ningún registro en otra parte después de pasados aquéllos, si esto fuese conforme con el sistema general de aduanas.
Artículo 17.°. La venta del tabaco en Navarra se administrará por cuenta del Gobierno como en las demás provincias del reino, abonando a su Diputación, o en su defecto reteniendo ésta de la contribución directa la cantidad de ochenta y siete mil quinientos treinta y siete reales anuales con que está gravada para darle el destino correspondiente.
Artículo 18.°. Siendo insostenible en Navarra, después de trasladadas las aduanas a sus fronteras, el sistema de libertad en que ha estado la sal, se establecerá en dicha provincia el estanco de este género por cuenta del Gobierno, el cual se hará cargo de las salinas de Navarra, previa la competente indemnización a los dueños particulares a quienes actualmente pertenecen y con los cuales tratará.
Artículo 19.°. Precedida la regulación de los consumos de cada pueblo, la Hacienda Pública suministrará a sus ayuntamientos la sal que anualmente necesitaren al precio de coste y costas que pagarán aquellas corporaciones en los plazos y forma que determine el Gobierno.
Artículo 20.°. Si los consumidores necesitasen más cantidad que la arriba asignada, la recibirán al precio de estanco de los toldos que se establecerán en los propios pueblos para su mayor comodidad.
Artículo 21.°. En cuanto a la exportación de sal al extranjero, Navarra disfrutará de la misma facultad que para este tráfico lícito gozan las demás provincias, con sujeción a las formalidades establecidas.
Artículo 22.°. Continuará como hasta aquí la exención de usar papel sellado de que Navarra está en posesión.
Artículo 23.°. El estanco de la pólvora y azufre continuará en Navarra en la misma forma en que actualmente se halla establecido.
Artículo 24.°. Las rentas provinciales y derechos de puertas no se extenderán a Navarra mientras no llegue el caso de plantearse los nuevos aranceles, y en ellos se establezca que el derecho de consumo sobre géneros extranjeros se cobre en las aduanas.
Artículo 25.°. Navarra pagará, además de los impuestos antes expresados, por única contribución directa, la cantidad de un millón ochocientos mil reales anuales. Se abonarán a su Diputación provincial trescientos mil reales de los expresados un millón ochocientos mil por gastos de recaudación y quiebra que quedan a su cargo.
Artículo 26.°. La dotación del culto y clero en Navarra se arreglará a la ley general y a las instrucciones que el gobierno expida para su ejecución.
Interpretaciones
El carácter pactado de la ley de 1841 ha sido discutido, frecuentemente sin el necesario sosiego, sin duda por las implicaciones políticas y administrativas que el asunto tiene. En líneas generales, las posturas principales al respecto son tres:
La más antigua es la pactista, que surgió en 1848 de forma explícita y que venía avalada por determinados extremos de la documentación de 1839-1841 relacionada con la gestación de la norma. En esos informes se habla a veces de que se está fraguando entre el Estado y la Diputación de Navarra un “concierto” o “convenio”. Sin embargo, hay giros más convincentes. En concreto, en la base octava de las que aprobó la Diputación en abril de 1840 como principio de la negociación se lee que “Navarra accederá a la traslación de las aduanas a la frontera bajo las condiciones siguientes, y no sin ellas”; alcanzado el acuerdo casi final entre los comisionados de la Diputación y el Gobierno el 7 de diciembre de 1840, la Diputación lo sanciona el 10 hablando de él como del “concierto definitivamente acordado” y añadía que “no puede menos de aprobarlo en todas sus partes”; más tarde, durante el debate parlamentario a que el convenio dio pie, el diputado por Navarra José Francisco de Goyeneche explica que “sin embargo de que los comisionados (de la Diputación) estaban completamente autorizados para terminarlo el Gobierno fue tan generoso que tuvo la bondad de mandar a Navarra ese convenio a fin de obtener la ratificación, digámoslo así, del país, y la Diputación provincial con fecha 10 de diciembre de 1840 mandó su aprobación en todas sus partes”.
Es probable que un sector de los parlamentarios que entonces y así legislaban no fuese consciente de la trascendencia jurídica de lo que hacía, pero parece claro que los gestores de la paccionada no se limitaron a efectuar una de tantas negociaciones políticas que abocan a un anteproyecto de ley pero que no recortan la soberanía del poder legislativo, sino que verdaderamente actuaron convencidos de que pactaban, comprometiéndose por tanto a respetar el acuerdo y a no modificarlo unilateralmente. La postura fue rotunda por parte de los navarros, quienes tampoco se inventaron entonces la solución pactista sino que se limitaron a llevar a cabo lo que habían ofrecido las Cortes de Navarra en 1817-1818 y 1828-1829 cuando Fernando VII (III de este reino) les invitó a trasladar las aduanas: que se hiciera por medio de “una ley contractual” (Modificación de los Fueros, 1772-1841*). La idea estaba, pues, mucho antes en la mente de los gobernantes navarros.
Y de la misma forma fue aceptada por la otra parte -la propia Isabel II- cuando denominó “ley foral” a la paccionada en la real orden de 22 de septiembre de 1849 y especificó su naturaleza al decir que la contribución por industria y comercio “allí no sufre gravamen alguno por no estar reconocida en pacto foral”.
Casi simultáneamente se expresó la segunda actitud ante la ley -no ya ante la de 1841 sino ante la de 25 de octubre de 1839-, que fue la de considerarla un contrafuero y, por tanto, inválida. Así lo denunciaba en 1840 el que fuera síndico del reino Ángel Sagaseta de Ilurdoz*, en sus Fueros fundamentales del reino de Navarra y defensa de los mismos. Había escrito el folleto al ver que la norma de 1839 confirmaba los fueros pero anunciaba una propuesta de modificación en lo que se considerase indispensable, a aprobar por las Cortes españolas (modificación que fue la efectuada por la ley de 1841). El fondo de la crítica de Sagaseta era jurídicamente impecable; conforme al propio fuero, el ordenamiento navarro sólo podía ser modificado por las Cortes de Navarra; ni siquiera la Diputación permanente del reino tenía potestad para hacerlo, y sí, en cambio, para vigilar que los fueros se respetaran por todos, incluidas las autoridades virreinales y el propio rey.
El problema -también jurídico- de fondo que plantea esta interpretación estriba sin embargo en los principios mismos de derecho en que se basa. El fundamento del fuero radicaba en la doctrina pactista (Pactismo*), en virtud de la cual se presuponía la existencia de un compromiso de mutuo respeto entre la autoridad real y los privilegios de la comunidad. Sin embargo, la definición de estos últimos no se llevaba a cabo por los representantes elegidos por la misma comunidad sino por unas Cortes que eran semejantes a las de casi todos los demás Estados de Europa de composición estamental, cuyos integrantes lo eran por nacimiento, por merced real, por compra o por designación -frecuentemente por sorteo- de sólo algunas poblaciones. Es este principio el que suprimió en toda Europa la revolución liberal, al introducir el sufragio proporcional como forma de elección de poder legislativo. Sentado este criterio, la modificación tenían que realizarla los representantes electos por Navarra, y ellos -la Diputación provincial- fueron quienes lo llevaron a cabo.
La clave de toda la cuestión estriba en que toda la revolución liberal constituía un gran contrafuero, del que las leyes de 1839 y 1841 no eran sino una pequeña consecuencia; era la aceptación o el rechazo del orden liberal lo que había que decidir. Y, como reconocía en 1893 un cumplido antiliberal, Arturo Campión*, “el transcurso de los tiempos, que todo lo muda, y el consentimiento de los navarros y su adaptación al nuevo estado de cosas, la han legitimado” (la ley paccionada).
La que más tardó en aparecer fue la tercera postura: la que consideró la Ley Paccionada como una ley más, negándole el carácter de pacto y dejándola en consecuencia supeditada a la potestad absolutamente libre del poder legislativo español.
El problema capital del pacto de 1839-1841 radicaba en que había sido fruto de un propósito de unos negociadores que tenían carácter representativo -conforme al orden liberal- pero no instrumentos jurídicos adecuados. Acababan de imponer ellos mismos los principios políticos liberales, según los cuales la soberanía residía en la nación y por delegación de ésta en las Cortes. Y lo que hicieron fue en sustancia aceptar un recorte de la plena soberanía -al comprometerse a no modificar el nuevo status navarro pero sin manifestarlo así e incluso pidiendo la ratificación de las propias Cortes españolas. Es decir, al aprobar la ley de 1841, el parlamento español venía a actuar de hecho de dos maneras diferentes: como poder legislativo que ratificaba el compromiso adquirido por una de las dos partes contratantes -el Estado español representado por su Gobierno- y como poder legislativo también de las dos partes, puesto que el ejercicio de la soberanía nacional abarcaba también a los navarros.
Los estudiosos del derecho han buscado a posteriori fórmulas doctrinales a las que se adecue la peculiar naturaleza del pacto de 1839-1841.
El pacto de 1840 habría sido, entendido así, un “pacto constitucional -y, por tanto, de status-, no auténtico, dentro de una unidad política o Estado”. Pero es obvio que estas soluciones jurídicas -que sin duda tienen trascendencia para argüir sobre la vigencia actual y futura del compromiso- no se las plantearon los negociadores y los legisladores de aquellos días, que, simplemente, tuvieron la voluntad de pactar y pactaron.
En la medida en que fueron desapareciendo o pasando a segundo plano de la vida pública española los gestores del acuerdo y según pasó el tiempo y el Estado liberal español se consolidó y comenzó a perder el miedo a la beligerancia carlista de las provincias del Norte, la conciencia de haber pactado se debilitó y fue al cabo negada por algunos. El carácter paccionado de la ley de 1841 sería expresamente aseverado por gobernantes como el liberal Sagasta o el republicano Alcalá Zamora y negada por conservadores como Antonio Cánovas del Castillo.
La fecha más temprana en la que gobernantes españoles negaron expresamente el carácter pactado de aquella ley fue 1862. Se trabajaba entonces con empeño en regular el aprovechamiento de los montes públicos y, en 1859, el ingeniero provincial de montes -delegado del Gobierno central- dictó en Navarra algunas normas que se fundaban formalmente en las ordenanzas estatales de montes vigentes en aquellos días, que eran las promulgadas en diciembre de 1833; la Diputación de Navarra advirtió que, en virtud de los artículos 6 y 10 de la ley de modificación de los fueros de 1841, la administración de esos montes eran competencia suya y que, por lo mismo, las ordenanzas que regían en Navarra no eran las estatales de 1833 sino las aprobadas por las últimas Cortes de este reino en 1828-1829. El Gobierno, sin embargo, rechazó esta interpretación y no dudó en anular, como acto contrario a las ordenanzas de 1833, un contrato suscrito entre las autoridades del valle de Salazar y Moso, Bezunartea y Compañía para el aprovechamiento del bosque del Irati, por no haber mediado subasta.
En apoyo del Gobierno jugó explícitamente una rara omisión de las ordenanzas estatales de montes de 1833, en las cuales se habían excluido expresamente las Vascongadas pero no se había dicho nada sobre Navarra, lo que sin duda incitaba a pensar que el legislador no había querido exceptuarla de sus normas. Y es probable que hubiera sido ciertamente una omisión voluntaria. Tras la real cédula de 1829 que había dejado en suspenso el carácter paccionado del fuero (modificación de los fueros, 1772-1941). Primero Fernando VII (III) y después María Cristina de Borbón -por medio de sus gobernantes- habían comenzado a desmantelar las instituciones navarras, y es posible que, al dictar las ordenanzas, se quisiera acabar con la independencia legislativa navarra conscientemente, también en ese aspecto.
Para dejar zanjado el asunto, el ministro español de Fomento dictó el 30 de abril de 1862 una real orden donde desarrollaba puntualmente el criterio denominado antipactista: decía en ella que por las leyes de octubre de 1839 y agosto de 1841, “ha desaparecido toda diferencia en el orden político” entre Navarra y las demás provincias de España; “que la soberanía reside para esa parte de la península como para el resto de España en las Cortes con el rey; que no hay sino Cortes de España y no Cortes de Navarra; y que de la antigua organización no queda más de especial, de singular y de distinto que un derecho civil sujeto a la codificación uniforme cuando se haga, ciertas excepciones para el impuesto y unas facultades administrativas encerradas en los límites de los antiguos fueros y sometidas a la suprema vigilancia del Gobierno y a todas las alteraciones que el poder legislativo, no de Navarra sino de España, tenga por conveniente hacer”.
La postura estaba muy clara; aunque no fue definitiva. En 1863, el Consejo de Estado falló a favor del valle de Salazar en el recurso que se había planteado contra la anulación de aquel contrato por el Gobierno, sin entrar en el fondo de la cuestión, sólo ratificando que las ordenanzas de 1833 no estaban en vigor en Navarra. El carácter pactado de la ley de 1841 fue ratificado durante los cien años siguientes por distintos gobernantes españoles; sin embargo, sólo puede hablarse de un reconocimiento jurídico incuestionable al considerarlo inmerso en el de “los derechos históricos” de los territorios forales de que habla la Constitución de 1978 y en el preámbulo del Amejoramiento del Fuero de 1981*. En éste, se habla de “la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841”; se afirma que ésta y la ley anterior de 25 de octubre de 1839 “traían causa de sus derechos originarios e históricos”; que en virtud de ellas “Navarra conservó su régimen Foral”, y se reconoce que es “rasgo propio del régimen foral navarro, amparado por la Constitución, que, previamente a la decisión de las Cortes generales como órgano del Estado en que encarna la soberanía indivisible del pueblo español, la representación de la Administración del Estado y la de la Diputación foral de Navarra acuerden la reforma y modernización de dicho régimen”.
Desarrollo
La modificación de los fueros implicó un nuevo ordenamiento, sobre todo en cuanto al derecho público. En el ámbito institucional, las creaciones afectaron principalmente a cuatro campos: el judicial, el local, el provincial administrativo y el militar. En el primero se constituyó la Audiencia* de Pamplona, tal como se había ofrecido en la Paccionada, y se crearon los Partidos judiciales. En esto último hubo algunas dudas; los partidos navarros se habían formado ya en 1820, a raíz de la reimposición de la Constitución de 1812 por los liberales, limitándose entonces a convertir en cabezas de partido a las de las merindades (Pamplona, Tudela, Olite, Sangüesa y Estella) y a identificar los límites administrativos del territorio de éstas con los del de aquéllas. Pero aún en 1820 se añadió el partido de Lerín y se trasladó luego -todavía en 1820- la cabecera del propio Lerín a Los Arcos y de Sangüesa a Aoiz.
Con la restauración del absolutismo en 1823 todo esto desapareció, para reimponerse durante la primera guerra carlista (1833-1839) sólo que ahora trasladando las cabeceras de los partidos de Estella y Olite respectivamente a Lerín y Tafalla. Al terminar la guerra se daría con la organización definitiva, quitando el partido de Lerín; quedaban los de Pamplona, Aoiz, Tudela, Tafalla y Estella. El cambio de Sangüesa por Aoiz se explicaba por el afán de los reformadores liberales de la Administración de racionalizarlo todo, procurando entre otras cosas que los centros administrativos equidistaran en lo posible de los puntos más alejados de su territorio. Por su parte, algunos de los cambios de 1833-1841 obedecieron desde luego a los avatares de la guerra, que obligaban a buscar lugares más seguros. No está claro por qué Olite no recuperó después su función como lo hizo Estella. Se completó en cambio el sistema judicial al aprobarse en 1882 la ley adicional a la orgánica del poder judicial, en virtud de la cual España se dividió en Audiencias de lo criminal, emplazándose una en Pamplona, para los partidos de la propia Pamplona y de Aoiz, y otro en Tafalla, para los de Tafalla, Tudela y Estella.
Respecto a los códigos que estos tribunales tenían que aplicar, la ley de 1841 había estipulado que permanecería en vigor el derecho civil navarro sólo mientras no llegaran a promulgarse los códigos comunes de la monarquía. Sin embargo, el Estado retrasó mucho su elaboración; mediado el XIX, tomó una fuerza enorme la corriente historicista dentro de la doctrina jurídica española, corriente que abogaba por el respeto en todo lo posible a las instituciones y fórmulas jurídicas tradicionales en cada pueblo. Y así, cuando las Cortes españolas de 1888 aprobaron las bases del nuevo Código Civil* español, introdujeron un cambio de criterio fundamental: la nueva compilación sólo sería derecho supletorio en los territorios forales (siendo tales en derecho privado Mallorca, Cataluña, Aragón, Álava, Vizcaya y Galicia). En éstos, se procedería a la codificación de su respectivo derecho foral. En Navarra -cuya compilación o Fuero nuevo no se promulgó hasta 1975- los proyectos se sucedieron desde 1895, pero no llegaron a prosperar.
La consecuencia principal de este retraso estribó en que, en la práctica, los tribunales de justicia -también los establecidos en territorio navarro- fueron desconociendo el derecho foral e introduciendo en sus sentencias el derecho común, sobre todo desde 1888-1889 en que, al promulgarse el Código civil español, contaron con un instrumento mucho más sistemático y útil que la dispersa, incompleta y no siempre coherente legislación foral. Se han aducido a ejemplos de sentencias “contraforales” desde 1894.
Un segundo ámbito de la nueva institucionalización de Navarra surgida de la ley de 1841 fue el de la Administración local. Los pueblos del reino llegaron al momento final del antiguo régimen con una gran variedad de situaciones administrativas. Atendiendo sólo a las denominaciones -cada una de las cuales sin embargo ocultaba una heterogeneidad de características, deberes y derechos todavía mayor-, el censo de 1787 había enumerado en Navarra 9 ciudades, 145 villas, 52 valles, 5 cendeas, 4 partidos, un condado (el de Lerín), el “estado” de Falces y el almiradío de Navascués, que reunían un total de 675 lugares poblados, porque el poblamiento de Navarra se caracterizaba por una dispersión -o por el agrupamiento en núcleos muy pequeños- que aconsejaba y exigía la reunión de varios en una sola unidad administrativa.
Este último rasgo se mantuvo por necesidad después de 1841, pero la pluralidad de denominaciones -que conllevaba una heterogeneidad de regímenes- desapareció por la ley de 1845, que redujo a municipios administrativamente uniformes todos los de España, incluidos los de Navarra. Se mantuvieron las denominaciones de ciudad y villa, pero sin más significación que la puramente honorífica; sus antiguos privilegios habían desaparecido o se habían asimilado a la administración común. En general, fueron municipios todas las unidades administrativas que hasta entonces tenían personalidad como tales; se mantuvieron los ayuntamientos con varios núcleos de población (el más numeroso el de Esteríbar, que contó 32), pero se desgajaron algunos pueblos para dar lugar a municipios nuevos.
En el ámbito de la Administración civil provincial (tercero de los cuatro citados antes) la institución nueva más importante fue la Diputación, que había nacido como una Diputación provincial más, común en sus rasgos con las demás de España, en 1837, se había transformado en 1839 ampliando enormemente sus atribuciones y así la había contemplado la Ley de 1841. Esta nueva Diputación de 1839-1841 siguió apellidándose “provincial” pese a sus peculiaridades; ella mismo comenzó a sumarse el adjetivo “foral” (por “Diputación foral y provincial” se le conocía habitualmente durante el último cuarto del siglo XIX), y acabó por llamarse “Diputación foral”, aunque tardase mucho más en consignarse este nombre en los textos legales del Estado.
Las atribuciones fiscales de la Diputación fueron fijadas por real orden en 1850, desarrollando los preceptos de la paccionada.
Desde 1839, con la Diputación convivía un Jefe político*, que no tardó en llamarse Gobernador civil*. Durante casi todo el siglo XIX, las autoridades centrales tendieron a conseguir que como tales ejercieran navarros o personas vinculadas a la región.
Por último, la Administración militar sufrió las consecuencias sobre todo de la desaparición del cargo del virrey, que fue hasta entonces máxima autoridad castrense (además de ser asimismo la primera autoridad civil hasta 1839). De hecho, el virrey fue sustituido por un Capitán general*; no así sobre el papel, porque el nombramiento del primer capitán general (tras los de 1820-1823) tuvo lugar en 1840, antes de que se promulgara la ley de 1841. Navarra quedaría en todo caso como capitanía general hasta 1866, en que surgió la de Vascongadas y Navarra, que subsistió hasta 1872 (o hasta 1874, porque los mandos militares supremos de aquellos días, en plena guerra carlista, se llamaban habitualmente jefes del ejército del Norte). En 1874-1876, por un breve bienio, renació la capitanía general de Navarra para desaparecer definitivamente en 1876, en que el antiguo reino comenzó a ser regido por un Gobernador militar*.
Bibliografía
J. Andrés-Gallego, Historia contemporánea de Navarra (Pamplona, 1982). J. I. del Burgo, Origen y fundamento del Régimen Foral de Navarra (Pamplona, 1968).