LITERATURA
Los manuales, repertorios y tratados de literatura navarra abren sus páginas con la cuestión de si hay o no en sentido estricto una literatura navarra. La opinión mayoritaria era hasta hace unos años que el arte de las bellas letras no era en Navarra el más favorecido ni el de más amplia nómina de cultivadores ilustres. En los últimos tiempos se ha llegado a negar la existencia de una literatura navarra y un estudioso, Fernando González Ollé, ha propuesto una vía intermedia al hablar de “historia literaria de Navarra”, urdida con nombres destacados en diversos géneros y épocas.
Si una literatura se define por sus mitos, sus escuelas y períodos propios, es evidente que no hay una literatura propiamente navarra: no hay carácter que pueda identificarse como navarro ni en los temas ni en los argumentos, personajes y desarrollos de la mayoría de los autores; y cuando aparece, no tiene entidad histórica bastante para definir una literatura. Además, la historia política y lingüística condiciona en buena medida nuestro juicio sobre la historia literaria de Navarra. A veces, se consideran autores navarros los anteriores a la misma existencia del etnónimo, o los nacidos en lugares que aún no pertenecían al reino de Navarra, o los que vivieron en tierras que sí le pertenecieron pero después pasaron a otras coronas, o los oriundos que escribieron en otras tierras y aparecen insertos en otras culturas literarias. Finalmente, respecto a los autores navarros en euskera, se aplica el criterio insostenible, pero explicable por las circunstancias de la lengua y de su difusión escrita, de que pasen por literarios textos como los catecismos que por propia naturaleza rehuyen la intención y calidad imprescindibles para tal calificación. En general, en los intentos bibliográficos se confiere rango literario a muchos autores que carecen de valor, aunque a veces sean intelectuales y especialistas de primer orden cuya dimensión literaria sólo puede apreciarse cuando se necesita hinchar la nómina de escritores. Estos excesos mellan el rigor y rebajan la verdadera talla de los escritores de calidad, ponderados en términos parecidos a los prodigados con plumas sin interés ni densidad propia. Como resumen de estas líneas, acaso quepa concluir que, en general, al hablar de literatura navarra o de historia literaria de Navarra, nos referimos a textos escritos aquí o debidos a autores nacidos en Navarra.
La historia literaria de Navarra puede abrirse con los poemas latinos emilianenses y de Albelda*, además de los códices admirados y copiados por San Eulogio* en su viaje (848) por monasterios navarros. También es latino de mediados del siglo IX, el poema dedicado a Leodegundia* Versi domna Leodegundia regina, conservado en el Códice de Roda*, texto imperfecto pero revelador de una alta cultura literaria y acaso más tópico que descriptivo de la realidad musical de Pamplona, que es como casi siempre se ha leído.
El primer texto literario navarro es el Cantar de Roncesvalles*, conservado en parte, redactado en romance navarro; la letra corresponde a la primera década del siglo XIV. Son cien versos sin relación con el Cantar de Roldán. La Edad Media ofrece las glorias tudelanas de los judíos Yehudá ha-Leví*, Abraham ibn Ezra* y Benjamín de Tudela*, que siguen hoy mereciendo ediciones y estudios. Tudelano era también Guilhem, autor (hacia 1210) de la primera parte de la Cansó de la Crozada sobre la guerra contra los albigenses. El caso contrario es el de Guilhem Anelier*, de Tolosa, autor del poema que narra la guerra de la Navarrería en 1277. Pero sin duda los grandes nombres de la época son Teobaldo I*, Guillem de Machaut* -primer nombre de su siglo como músico y poeta- al servicio de Carlos II, y Carlos de Aragón, Príncipe de Viana*.
El Renacimiento presenta en el siglo XVI la aparición del primer libro en vascuence -con título en latín-, de Bernat Dechepare*, y la obra de P. de Axular*, urdacitarra considerado sin discusión como el mejor prosista en euskera. En el mismo siglo florece Jerónimo Arbolanche* y nacen José de Sarabia*, conceptuado como el “príncipe de los poetas navarros”, porque “a todos ellos los supera por la perfección expresiva” de su única obra, Canción real a una mudanza. Pedro Malón de Chaide* cascantino, cuya prosa le merece lugar destacado en las letras hispanas, así como fray Diego de Estella*. Miguel de Dicastillo*, tafallés y cartujo en Zaragoza, se inscribe ya en el barroco y su Aula de Dios es, pese a desigualdades evidentes, la obra de aliento poético más sostenido y dilatado.
La abundancia de impresos navarros del XVIII, con la aparición además de las Sociedades de Amigos del País, no aportan apenas nombres y obras de interés. Cabe, en todo caso, subrayar la actividad de Cristóbal María Cortés y Vitas*, tudelano premiado en Madrid (1784) por su tragedia Atahualpa, y un nombre rescatado hace poco, Manuel Pedro Sánchez-Salvador Berrio*, estudiado por Felicidad Patier que ha editado sus obras poéticas, impresas ya en el siglo XIX. Esa centuria aporta nombres como Joaquín Ignacio Mencos y Manso de Zúñiga*, poeta y académico; Francisco Navarro Villoslada*, con el que Navarra conoce su primera novela digna de consideración, Amaya, y los grupos que por vez primera animan revistas y empresas literarias e intelectuales, como los reunidos en la “Asociación Euskara“*.
Algunos de esos nombres, como Arturo Campión*, J. Iturralde* o H. de Olóriz*, aguaron sus prometedores comienzos literarios con otras materias, y cubrieron el primer cuarto de siglo actual. Después llegaron los representantes de la generación que dominó hasta los años 60, de la que destacan Félix Urabayen*, Eladio Esparza*, José María Iribarren*, Manuel Iribarren*, Ángel María Pascual*, Rafael García Serrano*.
El pasado reciente
La situación de hoy es sin duda alguna el producto de una cierta inquietud creativa experimentada a finales de los años 70 y principios de los ochenta que condujo a algún entusiasta a hablar de “renacimiento” o de “florecimiento” de las letras navarras. La afortunada conjunción de autores jóvenes y mayores, de algunos títulos de autor navarro en colecciones nacionales prestigiosas, la aparición de varias revistas, la publicación de los primeros estudios con vocación de análisis riguroso y, en fin, la convocatoria de premios locales bien dotados y con aspiración de rigor crearon un clima favorable como no se había conocido durante décadas.
Ya no era preciso remontarse a los Iribarren, a Pascual o a los poetas de “Pregón” para encontrar un testimonio digno de las letras navarras. Toda una generación de escritores -poetas, fundamentalmente- contaba ya con un bagaje suficiente de libros o de colaboraciones en revistas e incluso había conseguido consolidar el proyecto literario colectivo más duradero del siglo, en navarra: la revista “Río Arga”. Ángel Urrutia, Jesús Mauleón, Víctor Manuel Arbeloa, Jesús Górriz, Carlos Baos, Salvador Muerza, Charo Fuentes, Manuel Martínez Fernández de Bobadilla y José Luis Amadoz, entre otros, componían una nómina estimable de autores que pese a la desigual calidad de sus aportaciones y de las diferencias estéticas y temáticas tuvo la virtud de propiciar la vida literaria -si se me permite la expresión- y de estimular a autores más jóvenes o inéditos que pronto se aproximaron a su propuesta. Es el caso de Juan Ramón Corpas, de Ángel de Miguel, de Alfredo Díaz de Cerio o de Fernando Garde. A esta tarea de fomento y estímulo se le añadió otra no menos desdeñable de apertura a la obra de los mayores; José María Pérez Salazar y el transterrado Ángel Gaztelu, por poner los dos ejemplos más valiosos.
Fuera del círculo de los poetas mencionados obtenían interesantes resultados otros autores entre los que destacaba de manera singular el mejor de nuestros prosistas anteriores a las jóvenes generaciones: Pablo Antoñana, que para entonces había publicado varias novelas y un sin número de artículos literarios en prensa y que sin ningún género de dudas había creado uno de los mundos literarios más personales y característicos de la narrativa española de la época. Refractario a la ceremonia social de la literatura y víctima de la ignorancia general, tendría que esperar a los años ochenta para que su aportación fuera reconocida al menos en Navarra.
Si en aquellos años preguntáramos a un lector o a un crítico forastero cuál era el más representativo de los escritores navarros, no nos habría mencionado, sin embargo, a Antoñana. Para escándalo de muchos, quien más alto mostraba el pendón de Navarra era Ramón Irigoyen, traductor de los poetas griegos y poeta él mismo, autor de dos poemarios (Cielos e inviernos y Los abanicos del caudillo) de los que quedó más la anécdota que la sustancia y la alta calidad poética de versos inolvidables.
A la misma generación de escritores pertenecían otros de trayectoria más intermitente y escasamente asociada a grupos y corrientes como Fernando Videgáin (autor de obras en prosa siempre relacionadas con la recreación histórica), Ignacio Ochoa de Olza (Iñaki Desormais), Victoriano Bordonaba y Pedro Lozano.
Los prosistas jóvenes
Uno de los principales indicios de renovación literaria vendría aportado por la aparición de jóvenes prosistas de cierta importancia. Con todo lo que de relativo pueda tener un juicio de esta clase, hay que reconocer el efecto positivo que en tal sentido tuvo la creación del premio “Navarra” de novela corta -que comparte convocatoria con el “Arga” de poesía y el “Xalbador” de creación literaria en euskera- por parte de la Caja de Ahorros Municipal de Pamplona en las primeras ediciones y hoy copatrocinado por el Gobierno de Navarra. La convocatoria restringida para autores navarros, condición ya desaparecida de las bases por razones obvias, dio en compensación a su vicio de localismo el fruto de algunos libros valiosos y el descubrimiento de autores claves en el panorama literario navarro de hoy. Junto a los consagrados Antoñana, Videgáin o Mauleón -conocido por su poesía, pero no así como narrador hasta El tío de Jaimerena su primera novela, distinguida con este galardón-, el premio permitió conocer el primer trabajo narrativo de Miguel Sánchez Ostiz (Los papeles del ilusionista), para entonces ya reconocido como poeta. El historial del premio ofrece asimismo un libro soberbio, hoy casi inencontrable, que pese a no adecuarse a las bases fue especialmente recomendado por el jurado de la correspondiente edición: “Pamplonario”, de Ignacio Aranaz. Tanto el de Sánchez Ostiz como el de Aranaz, cada uno a su modo, eran la advertencia de una renovación, de la búsqueda de otra manera de escribir prosa en Navarra; el primero, creando mundos narrativos propios, intimistas, próximos al espacio de la lírica; el segundo, aportando una mirada nueva sobre lo cotidiano, lejos del rancio costumbrismo de otras épocas.
Otro premio, el “Sésamo”, que años atrás había recaído en Pablo Antoñana, consagró a un joven escritor con una novela notablemente más renovadora, al menos en términos formales: Javier Eder y su Bajo la noche, un complejo experimento narrativo.
Por los mismos años comienza a conocerse la obra de una promoción de nuevos poetas que rondan los veinte años y cuyas poéticas aparecen marcadas por signos evidentes de transformación, José Antonio Vitoria, Fernando Luis Chivite, Santiago Beruete, Maite Pérez Larumbe o Michel Gaztambide son quizás los más característicos de la nueva sensibilidad, que nada tiene de uniforme ni repetitivo sino que, al contrario, ofrece entre sus rasgos acusados el del individualismo y la búsqueda de lenguajes y espacios literarios propios.
Revistas y periodismo literario
Fenómeno singular de los inicios de esta década fue la creación de la revista literaria “Pamiela”. Su corta vida como publicación propiamente literaria -a los pocos números derivaría hacia la miscelánea próxima al llamado “fanzine”- no fue óbice para que aglutinara, en un deliberado intento de renovación, a los más significativos representantes de las generaciones jóvenes. Firmaron los primeros sumarios de la revista, dedicada tanto a la creación como a la crítica o a la información bibliográfica, Javier Eder, Miguel Sánchez Ostiz, Víctor Moreno, Pello Lizarralde, José Antonio Vitoria, entre los escritores locales más conocidos. Pero también otros creadores navarros que por distintos avatares residían fuera de Navarra o habían regresado a ella recientemente: Santiago Echandi, Carlos Ansó, Vicente Huici o el zamorano Jesús Ferrero, muy vinculado a Pamplona desde su adolescencia.
Casi simultáneamente se produce otro hecho al que quizás no se ha prestado la atención que merece, pero que sin embargo determina mucho de lo que literariamente ha sucedido en Navarra durante la década; es la aparición de un periodismo literario local, que lejos de acoger una “literatura menor” sirve de vía de expresión a importantes prosistas y que, indirectamente, despierta curiosidad hacia la obra de nuestros creadores entre los lectores menos interesados. Salvo las notas de Goiti -Fernando Pérez Ollo- en el “Diario de Navarra”, las columnas dominicales de Pablo Antoñana allá por los años sesenta o las colaboraciones literarias de Víctor Manuel Arbeloa, la voluntad de estilo no había estado presente en la prensa local. Mutatis mutandis, lo que ahora sucede se aproxima más al periodismo de la primera mitad de siglo que al del pasado inmediato. Y ahí estacan de manera particular el propio Pablo Antoñana, Sánchez Ostiz, Aranaz, Eder, en una línea de continuidad que llega hasta hoy y a la que se han ido incorporando, de muy distinta manera y con desigual acierto, autores como Juan Ramón Corpas Mauleón, Charo Fuentes, Víctor Moreno, Emilio Echavarren, Toño Sanz, Iñaki Desormais, por citar sólo a los más constantes. En cualquier caso, el papel de los periódicos locales como órganos de difusión de la literatura comienza a ser relevante; prueba de ello es la creación de secciones fijas de crítica de libros -hoy a cargo de José Luis Martín Nogales en “Diario de Navarra” y de Javier Eder en “Navarra hoy”- y de hechos tan significativos como la recuperación de la técnica del folletón para el rescate de obras literarias.
Estudios y recuperaciones
Del creciente interés hacia nuestra literatura habla también la aparición de estudios críticos hasta entonces poco frecuentes. La obra de los escritores navarros contemporáneos no se había considerado digna de atención salvo en algunos casos tan aislados como desafortunados, que oscilan entre la complacencia chovinista y la falta de fundamento metodológico o incluso de rigor informativo. Es el profesor y poeta Miguel D´Ors quien por primera vez ensaya una aproximación objetiva-aunque breve- a la historia de la poesía más reciente. A él le sucederán artículos, trabajos de investigación y publicaciones de distintos autores que van desde la reseña crítica de las obras que se van editando hasta los estudios globalizadores, las antologías o los ensayos de interpretación de la situación actual. Los trabajos de Tomás Yerro, Martín Nogales, Urrutia o Charo Fuentes son testimonio de esta preocupación.
Tampoco resulta ajeno al crecimiento de nuestra literatura el intento de recuperar la obra de escritores navarros de este siglo que por una u otra razón habían sido olvidados o menospreciados. El esfuerzo ha sido evidente, sobre todo, en el caso de Ángel María Pascual -de quien se reeditó (1987), compilados en libro, una serie de artículos dispersos bajo el título de “Silva curiosa de historias”- y en el de Félix Urabayen, objeto de homenajes, reediciones -la última, de “El barrio maldito”, con prólogo de Manuel Bear, (1988)- y estudios críticos.
En busca de nuevos ámbitos
Pero en cualquier caso uno de los textos más importantes con que se enfrentan nuestros escritores es la salida del ámbito de lo local y lo regional, la huida de la endogamia en busca de horizontes no sólo más congruentes con su mundo literario -que, eso sí, salvo raras excepciones se ha emancipado y desembarazado del localismo- sino más necesarios como mercado. El recuento de los escritores nacidos, en Navarra que han obtenido éxitos en el mundo literario nacional acaso sólo sirva para desmentir el viejo argumento de nuestra escasa disposición a las letras. Casos como los de Rafael Conte, Serafín Senosiáin, Koldo Artieda, Ángel Amézqueta, Manuel Hidalgo, José María Cabodevilla, Jesús Ballaz o Juan José Benítez no hablan sino de trayectorias personales que han discurrido fuera de Navarra y que poco o nada influyen en el panorama nuestro de hoy. Lo que el escritor que vive y trabaja en Navarra reclama es un mejor acceso a las grandes editoriales, un cauce para la difusión de su trabajo más allá de la revista local o de la edición limitada.
Miguel Sánchez Ostiz es el escritor navarro que ha alcanzado el máximo reconocimiento nacional de estos momentos. Creador de un mundo literario personal e inconfundible, ha visto su obra publicada en editoriales de prestigio, ha ganado (1989) el Premio Herralde de novela con la gran ilusión, ha sido candidato al premio nacional de literatura y ha recibido críticas elogiosas tanto por su obra poética como por sus novelas y dietarios y colecciones de artículos. Colabora con asiduidad en el más interesante suplemento literario nacional y es el promotor de la principal revista literaria surgida nunca en Navarra, excepción hecha quizás de la singular experiencia de “Jerarquía” en los años treinta: “Pasajes”, dirigida al principio conjuntamente por Sánchez Ostiz, Senosiáin y Eder. La buena consideración que “Pasajes” ha obtenido entre críticos y especialistas ha servido sin duda para que la sociedad literaria vuelva la vista con más interés hacia lo que sucede en Navarra.
En cierto modo ha sido un fenómeno paralelo al acaecido con la editorial “Pamiela”, que lleva la iniciativa de los más importantes proyectos literarios que tienen lugar en Navarra. Nacida tras la huella de la revista del mismo nombre, tuvo como primer objetivo la publicación de obras de autor navarro. A este propósito se debe la arriesgada serie de textos poéticos donde comenzaron publicando Santiago Echandi o Ramón Eder o el descomunal y originalísimo “Tras la ciudad sin tí”, de Javier Mina. Además de crear una colección específica para autores noveles (“El caminante”, con apoyo institucional) y de ser la primera editorial navarra sistemáticamente preocupada por editar obras literarias en euskera, ha conseguido incorporar a sus colecciones autores tan prestigiosos como Juan Perucho, Luis Suñén, Carlos Pujol o Antonio Muñoz Molina.
Nuevos indicios
Si tuviéramos que juzgar sólo por los signos externos, la efervescencia de iniciativas públicas y particulares haría pensar en un panorama francamente halagüeño; véanse algunos ejemplos: En Navarra ha surgido la que se presenta como “primera revista del cuento literario español”, “Lucanor”, dirigida por J.L. Martín Nogales y José Luis González; las instituciones financian varios programas de ayuda para los jóvenes creadores, desde una colección editorial hasta la convocatoria anual de varias becas para proyectos de escritura; en Estella, de la mano de José Javier Corres, renace la revista “Elgacena”, ahora con proyección internacional; se imprime también en Pamplona “Archipiélago”, revista de pensamiento promovida por Pamiela; perviven otras publicaciones como “Aska” -cuyo cuadernillo central se reserva para muestras de autores inéditos- o “Korrok” -en euskera-; convocan premios literarios, además de los citados, el Ayuntamiento de Pamplona y la sociedad Bilaketa de Aoiz, por citar sólo los principales; aun en clara desproporción respecto a la producción en castellano, crece el número de buenos escritores navarros en euskera: Iñaki y Patxi Zabaleta, Eduardo Gil Bera, Patxi Perurena, Aingeru Epalza, Bixente Serrano Izco; y asoma la más reciente promoción de poetas, entre los que destacan Juan Gracia Armendáriz, Alfonso Pascal, José Javier Alfaro y Francisco Javier Laborda y de vez en cuando el lector interesado encuentra sorpresas agradables, como la de Ramón Andrés, que además de dos antologías anotadas de la poesía de Bocángel y del Romanticismo ha firmado un reciente poemario que da noticia de una sensibilidad singular.