FRONTERAS
En una acepción estricta del término frontera como perímetro lineal preciso (boundary) de una formación política compacta y diferenciada, cabe afirmar que Navarra sólo adquirió su diseno geográfico tradicional bajo el reinado de Sancho VII el Fuerte (1194-1234). Ahora bien, si se contemplan las nociones, menos limitadoras, de «marca», franja exterior de control gubernativo todavía precario y cambiante, o bien frontera (frontier) en cuanto horizonte abierto a todas las expectativas de una sociedad radicada en un proyecto de conquista o reconquista de nuevos espacios, debe anticiparse el análisis al menos en tres siglos. No procede, sin embargo, remontarse más atrás, al discutible trazado de los confines, necesariamente borrosos, del complejo étnico de los Vascones, eventualmente aludidos en ciertas obras de observadores ajenos, helénicos y romanos, hispano-visigodos y galofrancos sucesivamente.
Los «hispano-vascones», «navarros» o «pamploneses» de los analistas franco-carolingios, así como los «baskunish» de ciertos textos árabes, remiten en los siglos VIII y IX a un área socioeconómica políticamente embrionaria o magmática todavía, la «Navarra nuclear» de los valles y cuencas del Pirineo occidental cristiano, organizaba simbólicamente por Pamplona, apenas 5.000 Km². Se identificaría con la región pamplonesa (arva Pampilonensis) del apéndice incorporado (976), por el monje Vigilán a su copia de la «Crónica Albeldense». Pero el espacio señoreado entonces por la naciente monarquía de Pamplona comprendía, además, el microcondado de Aragón, Valdonsella, Deyo y la tierra majerense, en total unos 15.000 Km². Conformaban sus ondulantes bordes las sierras de Guara, la Peña y Santo Domingo y, a continuación, el curso del río Aragón en el tramo vigilado desde Aibar, Santa María de Ujué y tal vez Caparroso, seguía un sistema de atalayas que, por Falces, Cárcar, Resa y, al sur del Ebro, Ocón, Clavijo y Viguera, se cerraba en las alturas de la tierra de Cameros. Se extendía, sin embargo, sobre el eje de Olite-Los Arcos una «marca» todavía permeable, con una escasa densidad de arriesgados pobladores; desde el cerro de Cantabria se aseguraban la travesía de Ebro y las comunicaciones con Nájera. A poniente los dominios teóricamente leoneses llegaban, a través del condado de Castilla, hasta Álava, cuyas fuerzas nobiliarias debieron de bascular hacia Pamplona lo más tarde en tiempos de Sancho Garcés III el Mayor (1004-1035). Este soberano consolidó, por otra parte, los contrafuertes del Prepirineo exterior, como Nocito, Loarre, Agüero, Biel, Luesia, Uncastillo y Sos; avanzó además por el Arga hasta Funes y alcanzó sobre el Duero soriano el espolón de Garray. Su acción político-dinástica en los condados de Ribagorza y Castilla e incluso dentro del reino leonés no puede conceptuarse en rigor como un ensanchamiento «imperialista» de la monarquía pamplonesa. Ramiro, vástago ilegítimo de Sancho el Mayor, acabó señoreando de hecho los antiguos condados de Aragón y Ribagorza y la comarca de Valdonsella. En esta última conservó las «tenencias» de Ruesta y Petilla el heredero del reino de Pamplona, García Sánchez III el de Nájera, quien a su vez adelantó la frontera riojana con el Islam hasta Calahorra y el valle del río Leza, con Autol, Quel y Arnedo (1045). Había recibido además la llamada Castella Vetula, entre la bahía de Santander y las cercanías de Burgos, con las comarcas de Trasmiera, Ruesga, Soba, Mena, Losa, Valdegovia y Bureba. Con su muerte en el campo de batalla en Atapuerca (1054) y los reveses políticos de su hijo y sucesor Sancho Garcés IV el de Peñalén se perdió aquella fugaz «marca» castellana, pero aún siguieron en la Fidelidad pamplonesa Vizcaya y Álava. En la fachada oriental pasaron a manos de Ramiro I los distritos de Ruesta, Petilla y Sangüesa la Vieja o Rocaforte (1063).
El alzamiento de Sancho Ramírez como nuevo rey de Pamplona (junio de 1076) supuso una considerable redistribución política. Todo el territorio organizado por Calahorra y Nájera, es decir, buena parte de la actual Rioja, más Álava, Durango y Vizcaya, entraron en la órbita soberana de Alfonso VI de León y Castilla, así como los lugares situados al sur del valle del Ega hasta su desembocadura en el Ebro. Sancho Ramírez duplicó con Pamplona, hasta sumar unos 16.000 Km², los dominios recibidos de su padre (Aragón, Sobrarbe y Ribagorza), pero se reconoció vasallo del monarca castellano por el denominado «condado de Navarra» (1087). Entre tanto, empezaron a romperse definitivamente las «extremaduras», el dilatado arco defensivo del reino taifa de Zaragoza. El avance cristiano fue más pausado en el frente occidental, coto presumible de los «barones» y guerreros pamploneses. Se progresó de momento a través de las Bardenas, tierra de nadie, hasta la atalaya de Arguedas (1084), pero el deslizamiento Ebro abajo tardó casi tres lustros en ganar el observatorio de Milagro (1098), ya bajo el rey Pedro I. Es cierto que desde el cinturón serrano de Valdonsella se había ido dibujando la operación de tenaza contra las firmes posiciones musulmanas de Ejea y Tauste, rendidas al cabo ante Alfonso I el Batallador (1105). La ulterior capitulación de Zaragoza (1118) abrió dilatadas fronteras al sur del Ebro. Cabe presumir con fundamento que la participación de hombres y medios navarros en este fulgurante despliegue fue predominante al este del meridiano de Zaragoza, o sea en Tudela y Tarazona (1119), los valles del Jalón (Calatayud, 1120) y el Jiloca (Daroca, Monreal y Cella, 1128) y el costado opuesto de la cordillera ibérica, hasta el alto Duero (Soria y Almazán, 1128) y la cabecera del Tajo (Molina 1128). La controvertida sucesión de Alfonso I el Batallador (1134) malogró el latente y magno desdoblamiento político de la «vieja Navarra» hasta las serranías turolenses.
Los dominios del nuevo rey pamplonés, García Ramírez, quedaron congelados en el curso del Ebro, salvo en el modesto saliente de la ribera tudelana, y fracasaron los golpes de mano sobre Tarazona (1142-1143) y Borja (1146-1151), lo mismo que en Sos, Petilla (1136-1143) y Tauste (1146-1154). En el límite con Castilla la monarquía de Pamplona había vuelto a articular Vizcaya, Durango, Álava y Guipúzcoa, pero no pudo retener Logroño. Balo Sancho VI el Sabio (1150-1194) se descolgó el señorío vizcaíno y no dio ningún fruto la ofensiva armada por tierras riojanas. Tocó, por añadidura, a Sancho VII el Fuerte abandonar para siempre el territorio guipuzcoano-alavés (1199-1200). Sólo un año antes se había concertado (Calatayud, 20 mayo 1198) un nuevo proyecto de descuartizamiento de toda Navarra: el bisturí hubiese seguido el curso de los ríos Alhama y Arga, quedando el conglomerado urbano de Pamplona como un singular condominio castellano-aragonés. Pero el rey de Aragón se conformó con las modestas ganancias de Aibar y valle de Roncal que, además, no tardó en devolver (1212); también habían sido efímeras las precedentes capturas aragonesas de Carcastillo (1165) y Arguedas (1185) y, de otro lado, la presencia navarra en el enclave de Rueda de Jalón (1173); el señorío de Albarracín, conquistado (1168) y regido durante más de un siglo por el linaje de los Azagras, nunca llegó a integrarse políticamente en Navarra. Siguieron, por el contrario soldadas a este reino las tierras de Bernedo, Laguardia y San Vicente de la Sonsierra. Las combinaciones político-financieras de Sancho el Fuerte captaron de forma indeleble, por el lado aragonés, los términos de Peña (1209) y Javier (1223) y el enclave de Petilla (1209); no prosperaron, en cambio, las demás ganancias circunstanciales, como Esca, Sádaba, Gallur, Los Fayos y Trasmoz o la hilera de castillos que se había desarrollado a través del vecino reino hasta el Maestrazgo y Ademux. Quedó así marcado el límite con Aragón de modo irreversible, pues los modestos portillos abiertos después por Carlos II hasta Escó, Tiermas y Ruesta (1362-1363) y Salvatierra y El Real (1362-1369) volvieron muy pronto a cerrarse. Un arbitraje atribuyó a Navarra (1373) el término de Fitero, hasta entonces disputado con Castilla, algo más de 40 Km². Mayor fue la mengua sufrida, casi un siglo después, por virtud de otra mediación diplomática, la sentencia de Bayona (23.4.1463): el reino castellano absorbió para siempre el apéndice de Bernedo, Laguardia y San Vicente de la Sonsierra, unos 400 Km², y retendría durante casi tres siglos un enclave de otros 100 Km² (Los Arcos, El Busto, Sansol, Torres del Río y Armañanzas). La prolongación transpirenaica de la monarquía navarra en la llamada tierra de Ultrapuertos, más allá de la «cruz de Carlos» (Ibañeta) se verificó a partir de la consolidación de la «tenencia» de San Juan de Pie de Puerto, en la última década del siglo XII, y mediante un complicado tejido de relaciones feudo-vasalláticas que aglutinó un espacio con casi 1.350 Km². Esta Baja Navarra fue abandonada -como se verá- hacia finales de 1527, salvo el término de Valcarlos. El reino adquirió con ello su perfil definitivo y -pendiente la restitución del partido de Los Arcos- su superficie actual.
Historia Moderna
Las mismas circunstancias -la prepotencia y rivalidad franco-española- que favorecieron la desaparición del reino de Navarra, acarrearon de igual modo, y como consecuencia inevitable, una ruptura de su unidad territorial. Durante los quince años posteriores a la conquista castellana (1512-1527), el equilibrio de fuerzas y no el derecho o la legalidad fijaron lo que sería frontera hispano-francesa hasta la actualidad. Fernando el Católico y Carlos I sólo esporádicamente (en 10.11.1512 y en 5.6.1521) y nunca por completo perdieron el control de la Navarra surpirenaica, mientras que el dominio de la Merindad de Ultrapuertos, salvo la fortaleza de San Juan, fue mucho más superficial (conquistada en 1513, se enviaron nuevas expediciones de «reconquista» o para su sumisión en 1517 y 1523-1524). En definitiva, un elemento geoestratégico como la cordillera pirenaica era lo que sentenciaba ahora la división de Navarra, en una Europa en la que todavía la unidad de los estados descansaba más en la obediencia de hecho a un soberano que en otro tipo de consideraciones legales, étnicas, históricas o económicas.
Aunque ni Carlos I ni sus sucesores renunciaran nunca formal y explícitamente a la posesión íntegra del reino de Navarra legado por Fernando el Católico, parece que el Emperador decidió hacia 1528-1530 el abandono de la Merindad de Ultrapuertos. La expedición de Hernando de Sandoval que, en 1527, había obtenido el juramento de fidelidad a Carlos I de San Juan de Pie del Puerto y otras villas y notables, fue el último acto de soberanía. A partir de este año, los registros de Comptos no incluyen las contribuciones ordinarias que se recaudaban en la Tierra de Ultrapuertos y parece que en 1530 el Emperador decidió abandonar la fortaleza de San Juan. A la convicción de que éste era el único modo de asegurar la paz duradera con Francia en el Pirineo occidental que requería su política, se uniría, quizás, una segunda consideración: la de que, con el abandono de Ultrapuertos en manos de Enrique II de Albret*, tranquilizaba su conciencia, nunca absolutamente segura de la legitimidad de sus títulos sobre Navarra.
Esta misma fue la actitud, de calculada «prudencia» de Felipe II*. Adalid de la contrarreforma en tantos campos de batalla, hizo oídos sordos a las peticiones de auxilio de los navarros católicos de Ultrapuertos cuando sufrieron persecución por su propia reina, la calvinista Juana de Albret* en los años 1560. Al contrario, por consideración a su política global con respecto a la difusión de la herejía en Francia, no solo no intervino en favor de quienes, siquiera legalmente, pudieran seguir siendo súbditos suyos -como así lo reclamaron algunos de ellos- sino que adoptó diversas medidas que pretendían la mayor incomunicación de Navarra con Ultrapuertos (remodelación del límite diocesano, prohibición de estudiar en Francia, etc).
Las Cortes de Tudela de 1583, dentro de estas circunstancias, aprobaron una ley que negaba la naturaleza de navarros, para el desempeño de oficios y beneficios, a los llamados «vascos» de la Tierra de Ultrapuertos. Estos protestaron y, en un memorial dirigido a Felipe II en 1586, expusieron los argumentos que más tarde publicaría el presbítero Martín de Vizcay en su libro Derecho de naturaleza que los naturales de la merindad de San Juan de Pie del Puerto tienen en los reinos de la Corona de Castilla (1621): que Navarra lo era tanto al N como al S de los Pirineos; que la Merindad de Ultrapuertos había jurado fidelidad a Fernando y a Carlos I; y que si el Emperador había querido dejar que los Albret ocuparan este territorio y recaudasen sus rentas, no por ello dejaba de ser Navarra y ellos navarros de pleno derecho, como se les había reconocido hasta 1583. Estas protestas de «navarrismo» de los habitantes de Ultrapuertos -de las que existen noticias posteriores, en 1677, 1686 y 1752- de ningún modo son prueba de un nacionalismo navarro y, de hecho, tuvieron una muy fría acogida por parte de los navarros del sur de los Pirineos.
Por lo que respecta a las demás fronteras, los cambios producidos a partir de la unión de Castilla fueron mínimos y los problemas que se originaron tuvieron escasa importancia.
La reincorporación a Navarra, en 1753, de la villa de Los Arcos y las de su partido (Armañanzas, El Busto, Sansol y Torres), que se habían unido a Castilla en 1463, fue una decisión que ponía fin a una situación anómala desde el momento en que también Navarra se incorporó a Castilla en 1515. Durante casi tres siglos estas villas vivieron un régimen político-administrativo peculiar, privilegiado en algunos aspectos, pero no exento de graves contradicciones que derivaban de su situación como «vasallos de Castilla sin dejar de ser navarros». Su integración en Castilla nunca fue plena; a efectos comerciales constituían un enclave aislado y en las aduanas castellanas eran extranjeros; aunque conservaban sin cambios sus «fueros y privilegios» navarros, no les afectaba el cumplimiento de las leyes dictadas en las Cortes de Navarra ni caían bajo jurisdicción de los tribunales navarros. Todo ello supuso, entre otras, dos grandes ventajas para los labradores del Partido de Los Arcos: 1.º, la libertad de vender sus excedentes de granos tanto en Navarra como en Castilla, sin que pesara sobre ellos la prohibición de exportar que afectaba al resto de los navarros; 2.º, la libertad de plantar viñas, comprar y vender vinos sin restricción alguna. Una y otra libertades perturbaban seriamente la política comercial del reino desde el momento en que favorecían la saca ilegal de granos, amparando un activo contrabando, o facilitaban la entrada de vinos de Aragón y Rioja como si fueran propios, esquivando las prohibiciones de 1621, 1678 y 1743 (Comercio exterior*).
La ley de 1743 que prohibía en Navarra la importación de vinos del Partido de los Arcos puso a estas villas entre la espada y la pared -la venta de sus caldos constituía su principal recurso- y precipitó la solución del conflicto. La Cámara de Castilla hubo de mediar entre la actitud intransigente de la Diputación del reino y las reticencias del Partido de Los Arcos, que no quería perder su situación de privilegio. Por fin se llegó a una solución transaccional en la Real Cédula de reincorporación de 1753: Los Arcos no perdía el derecho de libre exportación de sus granos, pero habría de atenerse a la legislación navarra en cuanto al comercio exterior del vino.
El caso de Petilla de Aragón, parecido aunque inverso al de Los Arcos, nunca planteó problemas fronterizos serios, por lo reducido y pobre de su territorio, escasa población y aislamiento.
Son muy numerosas las noticias y los pleitos sobre la fijación exacta de la frontera cuando ésta atravesaba bosques espesos, como los de Alduides* o Irati*, o sierras dilatadas como Andía* o Aralar*, o se asentaban sobre el cambiante curso meandriforme del Ebro. Abundan todavía más los procesos sobre propiedad o regulación del aprovechamiento de montes limítrofes, regidos o no por convenios de facería*, principalmente en la frontera francesa. Muchos de ellos no tendrían especial relevancia si no se complicasen con una cuestión legal -el conflicto de jurisdicción entre tribunales y autoridades navarras y castellanas- que nos recuerda a cada paso que se trataba de las fronteras de un antiguo reino independiente.
Bibliografía
J. Sermet, La frontiére des Pyrénées (Pau, 1983); F. de Arvizu, Problemas de límites y facerías entre los valles navarros y franceses del Pirineo, «Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra», 15 (1983), 5-38; AFI.
Historia Contemporánea
El pleito más grave e importante era el que se mantenía con Francia, en particular por Quinto Real, (Alduides*), pero no sólo por él, puesto que las tierras de pastos altos se extienden por toda la frontera franco-navarra, dando lugar a aquellas formas de congoce que eran las que se encontraban casi siempre detrás de los problemas que surgían.
Para resolverlas definitivamente se iniciaron conversaciones diplomáticas en 1612, que condujeron a las capitulaciones de 1612-1614*, en virtud de las cuales fueron nombradas en 1785 sendas delegaciones, la francesa al mando del conde de Ornano y la española bajo la presidencia del mariscal de campo Ventura Caro y Maza de Linaza* militar valenciano y ya afamado, por su participación en la expedición de 1775 contra Argel y, sobre todo, por su intervención en 1781 en el sitio y recuperación de Menorca. Su designación de 1785 para la fijación de las fronteras septentrionales de Navarra lo ligaría sin embargo a este reino por algún tiempo, porque el conocimiento de la orografía que adquirió gracias a tales trabajos debió aconsejar años después, en 1793, en la guerra contra la Convención*, que se le diera el mando de los ejércitos del N.
El trabajo de las dos comisiones de 1785 duró algunos meses y fue minucioso; estudiaron la situación sobre el terreno, hablaron con las fuerzas vivas de las localidades fronterizas de Navarra y de Francia, supieron de las causas de los numerosos roces que se suscitaban y, al cabo, dieron en establecer un criterio sumamente drástico y simplista, aunque indudablemente eficaz si se hubiera podido cumplir: sencillamente, acordaron aconsejar a sus respectivos monarcas que se suprimiera toda facería internacional, prohibiendo en consecuencia el tránsito de ganado, y, así erradicada la fuente de las discordias, todo lo demás se reduciría a establecer con nitidez la línea fronteriza que ni unos ni otros podían traspasar.
Las mismas comisiones hicieron hincar en su presencia unos mojones provisionales, todavía durante el año 1785, y los sustituyeron después por otros definitivos (aunque sólo desde el collado de Izpequi, en el Baztán, hasta el de Iriburreta, en la Aézcoa, sin acabar el trabajo hasta Aragón). Todo ello fue ratificado por los reyes de España y Francia en el Tratado de Límites* que suscribieron durante el invierno y la primavera de 1786.
Apenas tuvo tiempo para cumplirse. Lesionaba principalmente los intereses de los ganaderos franceses -en particular baigorranos y bajonavarros- que eran, más que los españoles, quienes acudían con sus ganados a los pastos de la otra parte. Y la revolución francesa de 1789 creó las condiciones idóneas para que considerasen roto el compromiso internacional. Alegaron en principio sus propios ordenamientos forales, que, como en Navarra a los navarros, les reconocían el derecho de sobrecarta* sobre las decisiones regias; e insistieron en que el tratado era -en términos de foralismo navarro- contraforal.
Todavía en 1789 y otra vez en 1792, los Gobiernos de Francia y España ratificaron el tratado de 1786; pero los incumplimientos se repitieron. En 1800, nombraron ambos sendas comisiones, otra vez, encarnada la española en el cónsul de Bayona, Juan Cataneo, y la francesa en el alcalde de Mauleón, Echapare d´Iriart; pero la situación siguió siendo la misma. Tras el paréntesis de la guerra de Independencia -durante la cual los abusos de parte francesa siguieron siendo sin embargo cosa corriente-, en 1814, el Tratado de París que resultó de la primera rendición de Napoleón dio nuevo argumento a la parte española, al disponer que, por esta frontera, los límites de Francia serían los que legalmente se hallaban establecidos en 1792 (es decir: los del tratado de 1786). Pero los baigorranos siguieron alegando -con sus indudables razones- que el drástico criterio que se había impuesto en 1786 lesionaba derechos adquiridos o al menos ejercidos de antiguo. Hubo nuevas comisiones por ambas partes en 1818, y conferencias entre ambas, con los representantes de los pueblos de la frontera, en Valcarlos; pero no se llegó a un acuerdo.
En 1827, el Gobierno francés intentó cambiar los términos del acuerdo por ver si podía dar así cabida a las reivindicaciones baigorranas y bajonavarras; propuso que, manteniendo rigurosamente la línea fronteriza que se fijó en 1785-1786, se designasen sin embargo sendas delegaciones para estudiar las formas concretas de resolver, de forma satisfactoria para todos, los problemas que se iban planteando aquí o allá; pero, en 1829, resolvió la ambigüedad que había en ésa propuesta dando un paso adelante, al proponer que se diera mayor libertad a las dos emisiones a fin de que pudieran concluir qué derechos tenía cada cual realmente antes de 1785, prescindiendo de lo que se hubiera establecido en el tratado de Ornano y Caro.
El Gobierno español rechazó tal posibilidad y los campesinos franceses respondieron tomándose la justicia por su mano. En 1830, baigorranos y bajonavarros, de común acuerdo, hicieron una incursión en tierras altonavarras, con sus ganados, y regresaron a sus valles llevándose ganado español. Al año siguiente, el Gabinete de París -surgido de la revolución de 1830, enfrentada a los Borbones y por tanto al español Fernando VII- no tenía ya empacho en afirmar que el tratado de 1786 era «imposible de ejecutarse» y que había «caído en desuso». En 1831, las autoridades francesas optarían por proponer a las españolas que se les arrendase o vendiese el Quinto Real altonavarro, para acabar con aquel estado de cosas. Pero el Gobierno español rechazó tal posibilidad, sobre todo por razones de estrategia militar, en concreto por la defensa de Pamplona.
Las incursiones francesas continuaron en la década de 1840. En 1845, el alcalde de Saint-Jean Pied-de-Port en persona penetró en el bosque del Irati con un grupo de hombres armados para destrozar algunas de las pequeñas construcciones de los pastores de la zona, a fin de dejar constancia de su disconformidad con la exclusión de los propios franceses del goce de sus pastos. Por fin, en la década de 1850, se reiniciaron las negociaciones diplomáticas, que abocaban ahora al Tratado de Límites de 1856r, más flexibles que el de 1786 en lo que se refiere a las facerías. El de 1856, por lo demás, mantuvo la línea fronteriza de 1786 en lo que concierne a los mojones definitivos que establecieran Caro y Ornano (es decir: hasta la Aézcoa), pero desde aquí realizó alguna rectificación, dejando el monte La Cuestión* entre la Aézcoa y el Irati en territorio navarro pero adjudicando a Francia la Ondarrola*.
Mucho antes, en pleno siglo XVIII, habían quedado zanjados los también seculares problemas que surgían en la frontera con otro de los reinos vecinos -el de Castilla- por la parte de Guipúzcoa, concretamente en Aralar*. Allí, sin duda, la solución era más asequible porque era el mismo el rey de ambas monarquías y porque los pleitos entre los pueblos congozantes carecían de la acritud de los navarrofranceses; pero la verdad es que el amojonamiento que se había realizado en 1662, para señalar lo que era de Guipúzcoa y lo que pertenecía a Navarra, no resultó satisfactorio; los problemas se repitieron y, entre 1786 y 1790, se procedió a otra demarcación, que fue ya definitiva.
El principal territorio de aprovechamiento común a caballo de Navarra y del otro reino fronterizo -Aragón-, las Bardenas*, no dio lugar en cambio a diferencias semejantes a las de los pueblos de Guipúzcoa, Baigorri y Benavarra, ni requirió por tanto soluciones arbitrales como las anteriores.
Lo que precede nacía, según se ha dicho, de la existencia de una verdadera vida de frontera, marcada por precisas peculiaridades, que sobre todo derivaban de las dificultades de ajustar el hecho de ser comunidades estatales distintas y a veces enfrentadas, a las necesidades de sus economías, en ocasiones y en parte complementarias y en parte concurrentes. Los documentos en los que las quejas se expresan tienen fuerza innegable. En 1826, por ejemplo, en uno de tantos lances los pueblos de la Aézcoa aseguran que es «insufrible, por escandalosa, la vejación a que se miran reducidos»; «los puertos grandes (…) se ocupan indebidamente en su mayor parte por los franceses, y los gozan con sus ganados, prevalidos de la fuerza»; los altonavarros creían que las autoridades francesas dejaban hacer a sus súbditos. Es probable que no ocurriera del todo así; hay pruebas de que en algún momento pusieron aquéllas empeño en erradicar los abusos, aunque no lo lograron. Por otra parte, cualquier interpretación maniquea del conflicto sería falsa.
Aún cuando la razón jurídica estuviera de parte altonavarra, la verdad es que los pastores baigorranos y bajonavarros habían basado su economía en el disfrute de los pastos de este lado del Pirineo, y que el uso les había convencido de que tenían derecho a ello. Por último, es de justicia subrayar que la mayoría de los conflictos, con mucho, surgieron de parte de Baigorri y, secundariamente, de la tierra de Cisa (la comarca de Saint-Jean Pied-de-Port), pero que las demás comunidades vascofrancesas de la frontera fueron respetuosas con los acuerdos internacionales, por lo menos desde el tratado de 1786.
Estos arreglos de raíz localista no tuvieron nada que ver, por último, con las distorsiones de la frontera navarra a que dio lugar la crisis del Antiguo Régimen, que aquí equivale a la desaparición de Navarra como reino, entre 1808 y 1840.
En efecto, este otro asunto -el de la redefinición administrativa de Navarra- conllevó también la revisión de sus límites, a fin de adecuarlos a los respectivos criterios (historicistas unos, racionalistas otros, simplemente oportunistas algunos) que se intentaban imponer. Las más de esas rectificaciones fueron unidas a la conversión de Navarra en provincia y, por tanto, afectaron a los límites provinciales*; no se trataba ya de fronteras propiamente dichas. Pero, como es sabido, esta conversión en provincia tuvo sus idas y retornos: se decidió en 1809 -por parte de Napoleón- y otra vez en 1822; pero ambas ocasiones fueron seguidas de otras tantas reconversiones de Navarra en reino, en 1814 y 1823, para dejar de serlo definitivamente en 1833. En esos dos retornos de 1814 y 1823 el viejo reino volvió a adquirir los perfiles que tenía tras el tratado de límites de 1786, con una sola excepción: la de Fuenterrabía*. El deseo de contar con una salida al mar* constituía una característica secular de algunos planteamientos de los gobernantes navarros y, en 1805, la Administración central la atendió, llevando la frontera noroccidental de este reino hasta la desembocadura del Bidasoa, a expensas de Guipúzcoa, de manera que Fuenterrabía e Irún quedaron navarras. Pero luego vinieron las reformas territoriales napoleónicas de 1809 y las que se aprobaron en las Cortes de Cádiz entre 1810 y 1813, y al año siguiente, en 1814, Fernando VII (III de Navarra) lo derogó todo, pero de modo que se devolvió a Guipúzcoa la forma anterior a 1805, no sólo a 1809, retornándole por lo tanto los territorios de la orilla derecha del Bidasoa que hasta entonces habían sido suyos y que por sólo nueve años fueran navarros.
Bibliografía
Bibliografía: Raquel Bazo Royo: La frontera navarrofrancesa y los tratados internacionales (Pamplona, sd), «Temas de Cultura Popular», 346.