SOCIEDAD
Antigüedad
Según parecen mostrar los resultados de las excavaciones de Pompaelo -el subsuelo del barrio de la Navarrería de la actual Pamplona-, en la región más o menos definida por la pervivencia de un sustrato étnico y lingüístico vascónico la vida urbana había experimentado al iniciarse el último cuarto del siglo III -como en gran parte del mundo romano occidental- una regresión considerable, consecuencia de las devastadoras incursiones germanas, las no menos violentas luchas por el trono imperial y los correlativos reajustes de las estructuras socioeconómicas. Igual que Calahorra y Bilbilis (Calatayud), Pamplona podía aparecer a finales de la siguiente centuria como una ciudad semidesierta y, en todo caso, disminuida.
El progresivo desmantelamiento de los resortes administrativos romanos en la pars occidentalis del Imperio y, por tanto, en su diocesis Hispaniarum, comprensiva de toda Península, se agudiza desde comienzos del siglo V con la penetración (408-409) de bandas de guerreros “bárbaros” (suevos, vándalos, alanos), que hallaron, al parecer, cierta resistencia en el Pirineo occidental, hasta se ha llegado a asociar en cierto modo a uno de los caudillos de la defensa, Veriniano, con el personaje o la familia de la aristocracia hispanorromana que pudieron dar nombre a Barañáin (Fundus Verinianum), junto a Pamplona, en el centro de la región habitada por los Vascones, súbditos de Roma desde hacía medio milenio, pero probablemente menos afectados por las ondas de la romanidad en las masas forestales y los valles de la montaña (Saltus Vasconum) con unas formas de vida predominantemente pastoril. Con todo, sería temerario interpretar literalmente y extrapolar las alusiones que a la “ferocidad” y la “barbarie” de las gentes del Pirineo occidental se recogen en textos de mentes tan selectas como San Paulino de Nola (hacia el año 390) o su coetáneo Aurelio Prudencio Clemente. Aparte de la carga retórica inherente a las composiciones literarias en que se inscriben tales juicios podrían también aplicarse en términos generales a las grandes masas de población rural que el Imperio albergaba y, de modo especial, a las de sus cantones peor comunicados, menos rentables económicamente y de cultura más deprimida, donde además los excedentes demográficos podían también propiciar el bandolerismo.
Éste se vio intensificado además, con el vacío de autoridad generado por la dispersión de los primeros contingentes de guerreros germanos a partir de 409, los golpes de mano de los bagaude* sólo se vieron controlados definitivamente (472) con la instauración de un poder fuerte -el visigodo-, inicialmente delegado y luego sustituto del poder romano.
Sin embargo, la crisis de ensamblamiento, los desajustes estructurales y las limitaciones administrativas del propio reino godo de Toledo suscitaron tal vez -como, por lo demás, en otros ámbitos de la Península- la renovación y reiteración de los alzamientos de grupos vascónicos, una especie de “neobagaudia” endémica, animada sin duda por los flujos migratorios de la cordillera pirenaica. Más que en movimientos étnico-políticos de “liberación nacional”, los escuetos testimonios escritos -casi todos del mismo corte, estereotipados- invitan a pensar en periódicas convulsiones de índole social.
Alta Edad Media
Una de las principales hipótesis que cabe apuntar respecto al soporte social y demográfico, el basamento estructural capaz de generar la eclosión de la monarquía con el inicio del siglo X, presenta un progresivo apiñamiento de hombres en la “montaña refugio”, posiblemente desde la convulsión “bagáudica” y con mayor probabilidad en el siglo VIII; un marco ecológico relativamente equilibrado, con actividades agrícolas y ganaderas compensadas como consecuencia de las cotas de aculturación mediterránea alcanzadas ya quizás en época romana o tardorromana, con ulteriores erupciones liberadoras en sucesivas pulsaciones de los intermitentes excedentes de la masa humana represada; ordenamiento y jerarquización del poblamiento a partir conjuntamente de la trama gentilicia indígena y el latifundismo de importación, refundidos paulatinamente hasta modelar unas redes locales de predominio -evidencia en el siglo VIII- entretejidas por vínculos de dependencia personal hasta conformar una sociedad de “señores de la tierra y de la guerra”, como, por ejemplo, los “fideles” que debieron de alzar a Sancho Garcés I, entonces sin duda “el mejor caballero de Pamplona” y que cerraban luego filas a su alrededor en las refriegas con los islamitas, como refiere un texto árabe. Este tejido funcionaba sobre los mecanismos de una economía sustancialmente agraria y el sistema señorial de “villas” de la Navarra nuclear, de las células eclesiásticas con las advocaciones presumiblemente más arcaicas, polvareda de microcomunidades de homines, “hombres” de otro, instalados secularmente en hereditates, en un régimen evolucionado de tradición probablemente tardorromana que, canalizando los sobrantes de producción y de mano de obra, articulaba una aristocracia tutelar de guerreros, los milites acoplados sin fisuras en una nobleza hereditaria.
La encomendación personal debía de vertebrar esta minoría rectora con la cúspide de la realeza, lucrada por la estirpe más afortunada por su trayectoria bélica y su ascendiente social entre el puñado de la familia de magnates locales que, por lo menos a partir de la “dominación a distancia” de la autoridad musulmana, debieron de amalgamar con sus patrimonios los bienes raíces adscritos anteriormente al fisco tardorromano e hispanovisigodo.
La endogamia pudo reforzar gradualmente la cohesión del grupo como parece denotar la tendencia a la homonimia, la reiteración de nombres -Sancho, García, Lope, Jimeno, Fortún, Enneco-, algunos con significativos antecedentes en la era de la colonización romana, e impresos en ciertos casos de forma indeleble en la propia geografía de los núcleos humanos celulares (Sansoáin, Garinoáin, Guenduláin, Belascoáin, etc). La singular pervivencia de un sustrato lingüístico como vehículo doméstico de comunicación -basconea lingua, vulgare eloquium- no obturó los circuitos de transformación social y conversión espiritual. Aunque en los textos árabes, de léxico arcaizante en ciertos casos -como el de la reutilización del etnónimo -sirtanyyun o cerretani-, sigan denominando baskunish a las poblaciones pirenaico-occidentales, cabe recordar que los testimonios asturleoneses propenden a reservar el término Vascones para designar a los grupos de la “marca” oriental de la monarquía ovetense -Álava-, y que la civilización franca secuestra para la Galia suroccidental el coronimo Vasconia -desterrando el de Novempopulania- y, por otra parte, hacia el año 800, no sólo agrega una connotación geográfica al etnónimo (Hispani Vascones), sino que apela, como recambio, al título de la urbs episcopal (Pampilonenses) y al enigmático Navarri.
Las primeras series homogéneas de documentación muestran en el reino pamplonés hacia mediados de siglo a un tejido social sumamente simplificado. Sobre la ancha base de población campesina, los minores, mezquinos, servi, “hombres” de otro, agrupados en pequeñas aldeas, villae, villulae, vici, viculi, con su periferia de aprovechamientos comunes, aguas, pastos y montes, y obligados por virtud de un “pacto” a entregar una parte de las cosechas, paratas, y prestar ciertos servicios personales, labores, como contrapartida del disfrute hereditario de la casa y de sus medios de vida, se alza el escalón de los seniores, domini, milites, propietarios de “palacios” y hereditates, exentos de “pechas” y tributos, consagrados originariamente a hacer la guerra bajo la fidelidad del rey. Son los descendientes de los “señores de la tierra y de la guerra” a que se ha hecho referencia al tratar de la gestación de la monarquía.
Dentro de esta nobleza de sangre, maiores natu, nobili genere, abundan los pequeños propietarios, dueños de modestas hereditates con escaso número de cultivadores; y descuella el nivel de los “barones”, primates, aristocracia de servicio, cooperadores del monarca, que se reparte honores, rentas de los distritos, castros, tenencias o “mandaciones” que organizan la administración, la justicia y la defensa del reino. Son unas cuantas estirpes, algunas emparentadas con la dinastía regia, que detentan un patrimonio relativamente cuantioso cuyos despedazamientos de una generación a otra tienden a compensarse por la práctica de una acusada endogamia. Hay motivos para suponer que estos “barones” se rodean de una nobleza de grado medio, detentadora eventualmente de “prestimonios”, aprestada al servicio de armas para alcanzar por esta vía y eventuales lazos de parentesco un soporte económico y un prestigio social susceptibles de integrarlos en las filas del máximo rango de su clase.
Al tiempo, se modificaban las estructuras eclesiásticas del reino de Pamplona y, con éstas, la forma de vida y la posición social del clero. Desde una especie de predominante minifundismo monástico, asociado al régimen de “Iglesias propias”, en las que el presbítero se asimila con frecuencia al servus o mezquino, se camina hacia una concentración de la vida regular en verdaderos complejos o congregaciones monacales, con una dotación económica considerable, al tiempo que se vigoriza y dignifica la jerarquía diocesana. Los centros que en el siglo XI polarizan este proceso son, con gran ventaja, y además de la catedral de Santa María, los monasterios de San Salvador de Leire y Santa María de Irache, como si se hubiese buscado conscientemente una parcelación racional del territorio en tres grandes áreas de irradiación, aunque los señoríos así configurados resultaron excesivamente dispersos y un tanto irracionales.
El proceso se había incoado, en cierto modo, desde el área najerense, de mayor solera y dinamismo, a través de la concesión de bienes a las abadías de San Martín de Albelda y San Millán y, luego, el priorato de Santa María de Nájera. Albelda tuvo pasajeramente el priorato de Yarte, transferido pronto a Irache, media docena de iglesias en el borde suroccidental de la actual Navarra, e intereses en las salinas de Yániz. Santa María de Nájera también adquirió salinas en el mismo lugar y entre sus demás enclaves navarros, cabe destacar el de la villa e iglesia de Berbinzana. El dominio de San Millán se extendió hasta la periferia de Pamplona (iglesias en Ciaurriz y Badostáin).
Desde finales del siglo XI, como una proyección más de la actividad reformadora del abad Frotardo -que pone hombres de su confianza al frente de la sede pamplonesa y de la abadía de Leire- los monarcas, como se ha indicado, implantan en sus dominios importantes “sucursales” de monasterios e iglesias ultrapirenaicos. Y avanzado el siglo XII llegan las órdenes militares que, por las circunstancias del reino: el problema sucesorio, de un lado, y las rutas de peregrinación, por otro, encuentran el terreno abonado para una rápida y generosa consolidación. La atención a los peregrinos constituyó la razón de ser del hospital de Santa María de Roncesvalles, la institución navarra probablemente de mayor resonancia europea en la Edad Media. Y en la segunda mitad del mismo siglo XII adviene la hora del Cister con sus grandes abadías (La Oliva e Iranzu, pues Fitero será castellano hasta el siglo XIV) de dominio más bien concentrado.
Casi la mitad de la población navarra de las últimas centurias medievales (algo más del 46% en 1366) tenía la condición social de labradores o “pecheros”, campesinos descendientes de los antiguos siervos o “mezquinos” asentados hereditariamente en las villas de realengo y en los señoríos nobiliarios y eclesiásticos. Su número había disminuido relativamente desde el siglo XII y su posición había mejorado en ciertos aspectos, pues se habían precisado más sus garantías jurídicas, se habían reducido en gran parte las primitivas “labores” o prestaciones personales, se habían racionalizado y estacionado de algún modo las pechas o rentas, e incluso desde un punto de vista formal parece sintomático el predominio de la calificación de “labrador” sobre las anteriores de “collazo” o “villano” que sin duda se consideraban peyorativas. Se había afirmado, por otro lado, la personalidad y el régimen de las comunidades rurales de los dominios de la corona, las más populosas, y hasta algunas habían pretendido hacer oír su voz en las “juntas” que preludiaron la cristalización de los Estados o Cortes del reino. Con todo, la presión fiscal afectó negativamente a la situación económica de este grupo social mayoritario, como denotan las frecuentes condonaciones, rebajas y moratorias que en el abono de sus cargas tributarias deben otorgarles los monarcas; y también algunos conatos sediciosos, como los registrados en Falces (1357) y en las tierras de Mixa y Ostabares (1370). Iba por añadidura a experimentar en muchos de sus núcleos los efectos de las corrientes neoseñoriales que se atisban desde finales del siglo XIV y que a lo largo de una centuria pusieron en manos de una alta aristocracia renovada parcelas cuantiosas del patrimonio regio, especialmente en las zonas más fértiles del país.
La población teóricamente burguesa, los ruanos, había crecido notablemente desde la configuración a finales del siglo XI de los primeros núcleos “francos”, a los cuales se habían asimilado en la práctica lugares -Tudela, en particular- dotados formalmente del privilegio de infanzonía. En 1366 suponen el 22,6% de los habitantes del reino. Sus centros o “buenas villas” aparecen nítidamente diferenciados en el plano jurídico y sus representantes han conformado uno de los tres brazos de las Cortes. Aunque libres de cargas señoriales y exentos en algunos casos de los derechos por el tráfico de mercancías, deben también en ciertos casos abonar censo al monarca y contribuyen sin excepción mediante “cullidas” locales a los gastos y atenciones del respectivo municipio. Por otro lado, les afectan de manera especial los sucesivos quebrantos de la moneda practicados por los monarcas y llevan el mayor peso de la carga tributaria que desde mediados del siglo XIV supone la generalización de las “ayudas” -técnicamente extraordinarias- que exigen los crecientes desembolsos de la corona: a la de 1364, por ejemplo, aportaron el 41% de la cuantía total. Los ruanos no son en realidad un grupo estrictamente ciudadano, aunque en un 70% aparecen concentrados en Pamplona, Estella y Tudela. Los privilegios de ingenuidad y franquicia se habían ido concediendo a bastantes colectividades que no perdieron su anterior impronta campesina, y en las propias comunidades realmente urbanas no faltaban cultivadores de la respectiva periferia rural. En ellas se aprecia desde el siglo XIII y, claramente, en el XIV el despegue de un patriciado, una minoría de estirpes burguesas dedicadas al comercio, el cambio de moneda y la banca. Con un soporte patrimonial y prestigio consolidados, aprovechan la coyuntura favorable a los negocios en los tiempos de crisis -en el siglo XIV y en el XV- y potencian su fortuna, tienden a monopolizar las magistraturas locales, se ganan la confianza de los soberanos, conquistan así cargos e influencia en la administración central y territorial, ocupan también beneficios eclesiásticos notorios y rentables, invierten sus reservas pecuniarias en bienes raíces y señoríos y tienden a integrarse en filas de la alta nobleza -conturbada por las crisis del siglo XIV, renovada en las del XV-, a la cual aportarán savia fresca en un proceso que no se consuma hasta los inicios de la llamada Edad Moderna.
Hidalgos y clérigos eran dos sectores sociales con estatuto jurídico propio, privilegiado respecto a los villanos o pecheros. En razón de esos privilegios -que incluían la exención del pago de las pechas- muchas gentes aspiraban a ingresar en ellos. La condición de hidalgo, que en muchos casos se suponía que se remontaba a un tiempo inmemorial, se podía conseguir también por explícita concesión del rey. Pero al lado de concesiones a individuos concretos, en el siglo XV -aprovechando los apuros financieros de la monarquía y la guerra civil- comunidades enteras de lugares y valles alcanzaron la hidalguía colectiva. (Roncal, 1412; Baztán, 1440; Aézcoa, 1462; Salazar, 1469).
Los hidalgos estaban exentos del pago de portazgo por las mercancías que comprasen y vendiesen en Navarra, no estaban obligados a contribuir para la reparación de las murallas ni otras obras de los pueblos; podían explotar las minas de metal que se hallasen en sus tierras (en el caso de los villanos, las minas correspondían al rey), podían cercar terreno para el pasto de sus caballos, tenían derecho a doble porción que los villanos en el aprovechamiento de leña en los montes comunales; si eran acusados de hurto por algún villano, quedaban absueltos la primera vez simplemente por su propia declaración jurada. Además, no podían ser juzgados por los tribunales ordinarios, sino por el tribunal supremo del rey, del que tradicionalmente formaban parte como jueces algunos nobles. Si el pleito enfrentaba a un hidalgo con un villano, la causa podía verse en primera instancia ante el tribunal ordinario, pero siempre cabía apelar después al supremo.
El hijo del hidalgo y villana sería hidalgo -y por tanto no pagaría pecha- siempre que residiera en un lugar diferente a aquel en el que su madre la pagaba. De este modo se evitaba que disminuyese el número de heredades pecheras. En caso de duda, la condición de hidalgo debía probarse con la declaración favorable de dos hidalgos. Teobaldo I pretendió elevar a tres este número. De esta manera la Corona pretendía poner coto al aumento fraudulento del número de hidalgos, con el consiguiente perjuicio para las arcas del fisco. Que este crecimiento indiscriminado prosiguió lo demuestra el endurecimiento posterior de las medidas que trataban de atajarlo, como la del Amejoramiento de Felipe de Evreux, del año 1330, que ordena cortar la lengua a los hidalgos que resulten perjuros en su declaración sobre la hidalguía de un tercero; además perderían su condición de hidalgos.
Como contrapartida a todos estos derechos, privilegios y exenciones, los hidalgos estaban obligados a prestar el servicio de armas, y en caso de no acudir personalmente a la campaña debían pagar a su sustituto, ya en el siglo XIV. No en vano, efectivamente, la razón de ser de la nobleza consistía básicamente en su dedicación plena a las armas, como defensores natos del resto de la sociedad. Bien es verdad que en la baja Edad Media esta función primitiva y genuina de la nobleza se venía desvirtuando progresivamente, de suerte que muchos simples hidalgos preferían liberarse de sus antiguas obligaciones militares mediante un rescate en metálico. A su vez, con este dinero el rey podía reclutar contingentes de mercenarios, auténticos profesionales de la guerra ya en el siglo XIV, siempre dispuestos a ofrecer sus servicios, no importa a favor de quién, contra quién o dónde, con tal de que la paga fuese buena. En cambio, las prescripciones del Fuero obligan a los hidalgos a servir con las armas al rey sólo dentro del reino, en casos de invasión enemiga, y únicamente por espacio de tres días, y nueve más a cargo del erario. En definitiva, las aguerridas y expertas huestes de soldados mercenarios eran de una eficacia militar incomparablemente mayor que la que podían ofrecer en la baja Edad Media una multitud apresuradamente reclutada de hidalgos, más acostumbrados casi todos al arado y las vacas que a la espada y al caballo de guerra.
Efectivamente, la mayor parte de los hidalgos, que formaban el 15 por ciento de la población del reino el año 1366, no se diferenciaban -ni en su modo de vida campesino, ni en su nivel económico, en general modesto y aun precario- de sus convecinos villanos con los que convivían a diario. Por citar un caso, de los 38 infanzones censados el año 1353 en el pueblo de Cortes, 12 eran conceptuados como “pobres”, incapaces de pagar la contribución, lo cual significaba una proporción de pobres más alta que la existente en la comunidad de moros del mismo lugar.
Los clérigos formaban a su vez otro estamento diferenciado, con privilegios no solamente jurídicos -eran juzgados por tribunales eclesiásticos- sino también fiscales, pues contribuían por separado a las ayudas y estaban exentos del pago del “monedaje”, si bien los clérigos rurales pagaban las pechas por sus tierras como los demás vecinos villanos.
De hecho, el cura rural era reclutado in situ para atender a la iglesia de su aldea nativa, lugareño entre los lugareños, muy pocos eran los que tenían la oportunidad de conseguir una formación adecuada, sólo posible en las Facultades Universitarias de Teología y Cánones. En definitiva, el bajo clero rural, muy numeroso (1.721 los de todo el reino el año 1363) se asemeja casi por completo a sus feligreses, tanto en su mentalidad y modo de vida como en sus condiciones económicas, generalmente muy modestas. Hay que tener en cuenta que bastantes sólo recibían la tonsura y las órdenes menores, sin llegar a ordenarse nunca de presbíteros. Los sínodos diocesanos trataban de atajar los abusos consiguientes. El celebrado en Pamplona el año 1313 denunció el hecho de que muchos clérigos, racioneros y otros beneficiados no llevaban tonsura ni hábito clerical, pero cobraban las rentas de sus beneficios. En vista de ello se dispuso que todos llevasen tonsura, la cual, lo mismo que la barba, deberían afeitarse al menos cada tres semanas, bajo severas sanciones. El mismo sínodo denunció que muchos párrocos tenían abandonadas sus parroquias y andaban vagando por el reino. Como muestra de la relajación moral y disciplinar de que adolecía una parte del clero citemos el dato de que el año 1295 se contaba en la diócesis de Pamplona -que también incluía a la mayor parte de Guipúzcoa- 450 clérigos concubinarios; aunque considerable, se trataba de una minoría.
El alto clero (obispos, canónigos, titulares de los beneficios importantes) se distinguía sin duda del bajo clero en no pocos aspectos. Adquieren con frecuencia títulos universitarios en filosofía, teología y derecho canónico y civil, lo cual explica que, en ausencia de otros titulados superiores -pues los laicos raramente se graduaban en las Facultades-, los reyes con frecuencia echasen mano de clérigos para el desempeño de funciones en la Administración Pública, tanto en los tribunales de justicia, como en la gestión de las finanzas. Ahora bien, como el derecho canónico prohibía que los clérigos sentenciasen en causas criminales, debía el rey compensar a aquéllos que, al entender en tales causas como alcaldes del tribunal de la Corte, quedaban inhabilitados para disfrutar de beneficios eclesiásticos. Una buena parte de los recaudadores generales de los tributos -había uno al frente de cada merindad y en cada bailía- eran también clérigos, lo mismo que casi todos los tesoreros generales y sus auxiliares inmediatos, si bien desde la segunda mitad del siglo XIV va creciendo la proporción de laicos en estos cargos de confianza. Lo mismo puede decirse de los clérigos de origen francés, relativamente numerosos en los puestos clave de la administración desde el año 1276 hasta 1350 -es decir, durante la unión con Francia y el reinado de Felipe de Evreux- y ya bastante más escasos a partir de esa fecha, cuando reina Carlos II.
Judíos y moros eran dos grupos sociales que, por practicar una religión -mosaica y coránica, respectivamente- distinta de la mayoría cristiana, recibían por parte de los poderes públicos un trato también distinto.
Comunidades judías aparecen en Navarra ya en el siglo XI, por lo menos, y engrosaron más tarde cuando se completó la reconquista de la Ribera, donde desde la época musulmana había aljamas importantes. Hay que pensar, además, que a lo largo del siglo XII se fueron instalando en las juderías navarras nuevos grupos y familias que huían de la España musulmana, donde el fanatismo de los almorávides y almohades hizo irrespirable el ambiente para las minorías religiosas. Ya en la baja Edad Media, en los momentos en que se ven perseguidos en otros reinos próximos -a comienzos del XIV en Francia, hacia 1391 en Castilla y la Corona de Aragón- algunos judíos buscan refugio en Navarra. En otras ocasiones, por el contrario, como en el año 1341, sienten la necesidad de emigrar de Navarra.
Según el censo se contaban alrededor de 600 familias judías, lo cual representa un porcentaje en torno al tres por ciento de la población, semejante al que se ha calculado para la Corona de Aragón (para Castilla no hay datos globales fiables para esa época). Como en el resto de la Europa medieval, siempre que era posible se les obligaba a vivir en barrios propios (aljamas o juderías). Las más nutridas eran la de Tudela -famosa ya desde época musulmana- con 270 familias el año 1366, la de Pamplona y la de Estella que contaban con una o varias sinagogas (había una para mujeres en Estella), con sus rabinos y jueces propios, que juzgaban a sus correligionarios con arreglo a las prescripciones mosaicas y rabínicas. La judería de Pamplona -situada en la zona de la calle de la Merced y adyacentes- fue destruida por los ejércitos franceses en el asalto del año 1276, al mismo tiempo que el contiguo barrio de la Navarrería. Más tarde fue reconstruyéndose en el mismo emplazamiento anterior, y a mediados del siglo XIV contaba con 85 familias. La de Estella formó un barrio al pie del convento de los dominicos. Sufrió mucho, como otras de la merindad, en el sangriento asalto del año 1328, tras el que ya no pudo recobrar su antigua importancia, de suerte que en la segunda mitad del XIV no era mayor que la judería de Pamplona.
Es indudable que el pueblo llano sentía por los judíos una profunda antipatía y no tanto, probablemente, por su fe, sino por los préstamos usurarios con que los atenazaban. En efecto, las leyes canónicas prohibían a los cristianos prestar dinero a interés, pero ello no afectaba a los judíos, pues la ley mosaica les prohíbe practicar usura respecto a sus correligionarios, pero no respecto a otros pueblos. Muchos modestos campesinos se veían obligados a solicitar préstamos no ya para negociar a su vez con esos fondos, sino simplemente para sobrevivir cuando la cosecha había sido escasa.
No todos los judíos se dedicaban al comercio del dinero. Como en el resto de Europa, entre ellos se cuentan artesanos (zapateros, sastres, tintoreros, plateros), comerciantes, pero raramente agricultores. Tampoco faltan algunos médicos y cirujanos, que atienden incluso a los reyes, a pesar de que la legislación, en toda Europa y desde antiguo, les prohibía ejercer entre los cristianos esas profesiones que -dado el natural ascendiente sobre los pacientes- podían favorecer su proselitismo religioso. Infringiendo también otras prescripciones legales, no dudaban los reyes en utilizar la experiencia y conocimientos técnicos de algunos judíos para nombrarles recaudadores de la Hacienda.
A la hostilidad de los cristianos respondían los judíos con el mismo sentimiento -el nombre de “cristiano” era entre ellos un insulto- por lo que no debe extrañar que las conversiones fuesen muy raras, a pesar de los premios en metálico que ofrecían las autoridades a los que diesen ese paso. Sólo cuando el año 1498, a imitación de Castilla, se les puso en la disyuntiva de bautizarse o emigrar, prácticamente todos los judíos navarros se convirtieron, y pudieron así permanecer en el reino. Sabemos que en Tudela quedaron 180 conversos, la mayor parte bautizados en este último trance.
Se llamaba moros en Navarra a los musulmanes descendientes de aquéllos que tras la reconquista de sus lugares de residencia a comienzos del siglo XII optaron por permanecer en sus tierras, sometidos a los nuevos señores cristianos. Como puede observarse, mientras los judíos aparecen dispersos por muchos lugares de la mitad sur del reino, los moros se concentran únicamente en la comarca de Tudela, en la que constituyen el 20 por ciento de la población. Además, frente a la dedicación preferentemente urbana de los judíos, los moros son casi siempre agricultores o pequeños comerciantes ambulantes. Sólo en la propia Tudela, donde no serían menos de 200 familias a mediados del XIV, se cuentan bastantes artesanos (albañiles, carpinteros, herreros, cordeleros, esparteros, tejedores y guarnicioneros, en especial). Después de Tudela, las morerías más pobladas eran las de Cortes (85 familias el año 1353, sobre un total de 139 vecinos), Ablitas (61 familias sobre un total de 122), y Corella (49 sobre 228). Menor importancia absoluta, ya que no relativa, tenían las de Ribaforada (31 sobre 108) y Cascante (30 sobre 217), según los datos del mismo año 1353. Faltan para esa fecha los referentes a Valtierra (20 sobre 52 el año 1366, que tal vez serían el doble antes de la mortífera peste del año 1361). En la aldea de Pedriz eran moras las 6 familias del lugar el año 1353, siendo el único cristiano el alcaide del castillo.
Gobernados por sus zalmedinas o alcaldes y sus alfaquíes o doctores de la ley coránica, viven como pacífica y laboriosa minoría campesina. Los artesanos de la morería de Tudela destacaban como montadores de las máquinas de guerra del ejército real.
Se registra también algún leve goteo de conversiones al cristianismo, hasta que en 1516 las nuevas autoridades castellanas decretaron la expulsión de todos los moros navarros.
Edad Moderna
La sociedad navarra participaba de las características fundamentales comunes de las sociedades europeas occidentales del Antiguo Régimen. La ley y el consenso general reconocían la existencia de tres estamentos o “estados” -nobleza, clero y pueblo llano- como tres maneras distintas de pertenecer a la comunidad, cada una con sus obligaciones y derechos particulares, y a las que se pertenecía, bien por herencia -se era noble o plebeyo, en principio, por sangre- o por haber recibido las sagradas órdenes. En realidad, las fronteras entre los estamentos no eran insalvables desde el momento en que existía la posibilidad del “ennoblecimiento”; y, si se presta atención a los modos de vida, puede advertirse que eran otros los factores -principalmente el prestigio y la riqueza- que más diferenciaban entre sí a los miembros del cuerpo social.
Entre los rasgos más característicos de la sociedad navarra, destacaba en primer lugar, el predominio del campo sobre la ciudad. Los cinco asentamientos más populosos apenas sumaban, a lo largo de este período, entre el 15% y el 18% de la población del reino, sin considerar que una parte importante de los pamploneses, de los tudelanos, estelleses, etc, eran labradores. Sólo Pamplona, con sus 9.000-10.000 habitantes, llegaba a ser un núcleo verdaderamente urbano. Como capital del reino, plaza de armas y cabeza de obispado era sede de la administración eclesiástica y civil (Consejo Real, Cámara de Comptos, Corte Mayor, virrey, diputación, etc.), contaba con un número importante de letrados y otras profesiones liberales, de militares y funcionarios. Comparativamente, la burguesía artesana y comercial parece algo menos numerosa y más modesta. A finales del siglo XVIII los servicios y el comercio ocupaban al 38% de los pamploneses, la industria al 33% y la agricultura al 26% restante. Con todo, parece que existía un influyente grupo, aunque reducido en número, de “hombres de negocios” dedicados al tráfico, más o menos legal, con Francia y Europa occidental.
La sociedad rural navarra se caracterizaba, lo mismo que su economía, por la diversidad, por los contrastes existentes entre la Montaña y la Ribera, como si constituyesen dos mundos distintos, entre los que se establece una rica gama de transición. Por un lado está la Montaña, donde las diferencias entre ricos y pobres eran relativamente menores, en parte por la existencia de extensas tierras de propiedad comunal de libre aprovechamiento por los vecinos. Es ésta, al menos en apariencia, tierra de hidalgos (Nobleza*) y de hombres libres (en 1787 sólo el 1,5% de los habitantes de la merindad de Pamplona y el 6% de los de la de Sangüesa estaban bajo la jurisdicción de un señor), entre los que se establecen estrechos lazos “democráticos” de solidaridad vecinal (predomina el gobierno por medio de concejo abierto). A la vez, es un mundo apegado a los modos tradicionales y rigurosamente exclusivista, que deshereda a los hijos segundones por mantener intacto el patrimonio familiar, la “casa”; que margina profundamente a los inmigrantes, llamados “caseros” o “habitantes”, a los que niega el derecho de establecerse y acceder a la vecindad. La movilidad social es muy escasa e imposible el ascenso salvo para los que emigran fuera del país.
Por otra parte, la Ribera es tierra de ricos propietarios y de misérrimos labradores. Basten las cifras de propietarios-arrendatarios y de jornaleros a finales del siglo XVIII: frente a una merindad de Pamplona con sólo un 16,4% de jornaleros en 1787, la merindad de Tudela contaba un 84%, y entre ambas, una gama de transición (17,3% en la de Sangüesa, 35% en la de Estella, 38% en la de Olite). Entre un cuarto y un tercio de la población de la mitad meridional de Navarra estaba sometida al dominio de un señor: 26,5% en la merindad de Tudela, 26,7% en la de Olite y 31% en la de Estella. El sistema de insaculación consagraba la desigualdad social de los vecinos en el gobierno de las grandes villas realengas. Es tierra abierta a todos, donde el arraigo de la población sobre el terreno es menor que en la Montaña (a la inmigración de montañeses en las coyunturas expansivas sucede la emigración en los años de sequía o de epidemia) y, por ello, más receptiva, innovadora e individualista. La abundancia de los recursos explotables permitió, probablemente, una mayor movilidad social.
La sociedad navarra no estaba exenta de tensiones internas, aunque sólo excepcionalmente estallaran en alteraciones graves del orden público, como el motín de los tudelanos de 1654 contra una ley restrictiva de la caza, o el de los pobladores de Fitero contra el monasterio (1675). Una pugna sorda entre “señores” y “vasallos” se desarrolló a lo largo de los siglos XVI-XVIII en las villas ribereñas -Lerín, Mendavia, Arróniz contra el conde de Lerín; Falces y Peralta contra el marqués de Falces, etc-, que pretendían recuperar la condición de realengas que habían disfrutado en el siglo XV. En la Zona Media y Montaña, especialmente en el siglo XVII, los pueblos tuvieron que defenderse de las ambiciones de algunos nobles que pretendieron comprar al rey el ejercicio de jurisdicción como consagración de su señorío sobre el lugar y como paso previo a la obtención de un título.
Más extendidas y enraizadas eran las tensiones que enfrentaban a ganaderos y agricultores, que, sobre todo en la Navarra Media, adquirían una forma legal peculiar. Los hidalgos gozaban de un privilegio de especial importancia para las economías pastoriles: la posibilidad de tener “vecindades foranas”, es decir, de disfrutar a la vez como vecino en uno o en varios pueblos distintos del de su residencia con idénticos derechos sobre los pastos comunes que los demás. La pugna entre vecinos “foranos” -generalmente hidalgos y ricos ganaderos- y “residentes” se prolongó hasta entrado el siglo XIX.
La sociedad navarra era relativamente homogénea y no presentaba problemas especiales de integración de minorías étnico-culturales. La asimilación de los judíos, obligados a la conversión por los reyes Juan y Catalina en 1498, parece que no planteó graves conflictos, aunque siguiesen estando legalmente marginados de ciertos oficios y beneficios (leyes de 1501, 1576). Pocos eran los moriscos asentados en Navarra que no habían emigrado a Aragón en el siglo XV, y su “expulsión” en 1516 resultó efectiva. La presencia de un número indeterminado de gitanos errantes provocó abundantes medidas legislativas (1549, 1569, 1572, etc) y gubernativas que ni consiguieron su asentamiento ni evitaron su esporádica presencia. Sólo los agotes* constituyeron, hasta 1817, un grupo social marginado de cierta importancia.
Edad Contemporánea
Durante la primera mitad del siglo XIX, la sociedad navarra experimentó las mismas transformaciones que tuvieron lugar en el resto de España; las diferencias jurídicas estamentales desaparecieron con el Antiguo Régimen -entre 1810 y 1837 principalmente-; aunque permanecieron algunos de los principios diferenciadores básicos, en particular en lo que concierne a la nobleza. En virtud de la ley de vinculaciones de 1836, retuvo ésta sus propiedades, pero con libertad para enajenarlas. En tanto, las propiedades de la Iglesia eran nacionalizadas y subastadas, y lo mismo ocurría con una parte de los bienes comunes.
Esta última faceta -la de la propiedad- influyó sin embargo menos en Navarra que en otras tierras, por varias razones: los bienes de la aristocracia eran poco extensos (aunque no se poseen cifras seguras), lo mismo sucedía con los del clero, que, antes de la desamortización de los años treinta del XIX sólo contaba con 9.296 hectáreas, equivalentes al 3,86 por ciento del suelo cultivable -ni siquiera cultivado- según los geógrafos de la época; en cuanto a los bienes comunes, sólo se vendieron en algunas comarcas -en particular en la Ribera- conservándose en muchos pueblos hasta hoy.
Éste y otros factores -incluido el escaso desarrollo de las actividades comerciales- contribuyeron a que la sociedad navarra del XIX fuese estable y a que no conociese tensiones en su seno verdaderamente notables en toda la centuria. El asociacionismo obrero apenas apunta en los años cincuenta del XIX, y únicamente bajo la forma del mutualismo. Y las reivindicaciones agraristas sólo hacen su aparición con fuerza en la década de 1880, con el asunto de las corralizas*.
Muy lentamente, sin embargo, la sociedad navarra fue dando lugar a una cierta forma de sociedad de clases durante la segunda mitad del XIX, sin que pueda decirse sin embargo que llegara a cuajar plenamente sino después de 1950. Uno de los motores de este lentísimo cambio radicó desde luego en la reestructuración de la economía. Desde las dos últimas décadas del XIX, fue articulándose -cierto que muy despacio- una industria moderna, de unidades empresariales que, por primera vez de forma sistemática, abandonaban el marco familiar; los transportes* se hicieron más densos, con nuevos servicios regulares por carretera y ferrocarril; y, sobre todo, se fortaleció y reestructuró a marchas forzadas la agricultura, con la industrialización de sus productos, la ampliación de las áreas cultivadas y la mecanización.
Antes de 1930, en fin, la sociedad navarra seguía siendo mayoritariamente campesina y arrojaba a América un notable excedente demográfico. Pero las condiciones de vida de las gentes que permanecían en la región habían mejorado de manera notable, y se había formado -sobre todo desde la segunda mitad del XIX, aunque existiera de antiguo en proporciones menores- una importante clase media, urbana y en parte rural.
Por un lado, el equilibrio económico se compaginaba con una mentalidad tradicionalista -en sentido amplio, cultural-, que acentuaba la distensión. Aunque en el siglo XX -y en especial los años veinte y treinta- se registraron en Navarra las mismas tensiones sociales del resto de España, carecieron aquí -incluso en los momentos críticos de la segunda república- de la dureza que presentaron en otras partes. La misma inclinación de la mayor parte de los navarros hacia uno de los dos frentes durante la guerra de 1936 -en proporciones que no se conocieron en ninguna otra región de España- da idea del mismo rasgo; aunque también ilustra el hecho de que ese tradicionalismo -generalmente compartido- había producido actitudes sociales de cierta intransigencia, patentes no sólo en la política sino en las actitudes morales más diversas.