CLÉRIGO
Quien recibía las órdenes sagradas pasaba en la Edad Media a integrarse en un grupo social propio, exento de toda jurisdicción que no fuera la eclesiástica, incluso si había nacido villano o pechero, como señala el Fuero General de Navarra. El régimen fiscal de este reino lo libraba del monedaje y su contribución a las “ayudas” desde el siglo XIV la liquidaban los obispos y no los oficiales regios. Cabe distinguir entre clérigos regulares y seculares; los primeros llevaban vida en común en los monasterios y conventos, o formaban parte con estatuto especial de algunos cabildos, como el de Pamplona. Los seculares se hallaban distribuidos por las numerosas parroquias e iglesias de todo el territorio; en 1363 sumaban 1.721. Los presbíteros tenían cura de almas como abades o rectores de la respectiva parroquia y contaban para su sustento con una porción de los diezmos. En bastantes iglesias, las rentas diezmales y las provenientes de su dotación de bienes raíces permitían también la subsistencia de un grupo mayor o menor de clérigos que en general sólo habían recibido órdenes menores o bien el subdiaconado o diaconado, y cuya misión consistía básicamente en el rezo diario del oficio divino; eran los beneficiados o racioneros, pues tenían asignada una dotación económica o “ración” prevista en los correspondientes estatutos como, por ejemplo, los de las iglesias de Zufía, Falces, Puente la Reina (siglo XIII). Este clero rural estaba hondamente enraizado en su feligresía; el de las villas de señorío debía en un principio pechas por sus heredades patrimoniales, su formación intelectual era en términos generales muy limitada, y su modo de vida no difería prácticamente de la del laico, sobre todo si no había recibido el orden de presbítero. Los sínodos y las visitas pastorales de los siglos XIV y XV denuncian con frecuencia el concubinato de los clérigos, la ignorancia de muchos ordenados, la posesión simultánea de varios beneficios y el absentismo, aunque es difícil valorar las dimensiones reales de estas deficiencias. Algunos clérigos de familias acaudaladas o titulares de beneficios con rentas suficientes (catedral de Pamplona, colegiatas de Tudela y Roncesvalles, priorato de Artajona) tuvieron desde el siglo XII oportunidad de formarse en universidades y centros de estudio y graduarse en artes, teología, cánones o derecho, nutriendo así la minoría de intelectuales que solían ocupar los cargos de gobierno de la diócesis y aun de la monarquía, y alcanzaban en algunos casos la cátedra episcopal. El estado clerical ofrecía las mayores expectativas de ascenso social.
Bajo la dinastía de Champaña se introdujo la denominación de clérigo para designar genéricamente a los oficiales y expertos de la burocracia del reino. El casi monopolio de estas funciones por los tonsurados en épocas anteriores, justifica esa extensión del significado del término.
Clero secular
Según el censo de Floridablanca (1787) había en Navarra 4.792 eclesiásticos, de los que 2.739 (57%) pertenecían al llamado clero secular. Si no se incluye a los obispos y clero catedralicio, algo más de una cuarta parte de este clero secular eran presbíteros (abades o vicarios: 29,4%) que tenían a su cargo directo las labores pastorales y la administración ordinaria de los sacramentos. Casi otros tantos presbíteros (26,3%) ocupaban “beneficios”, sin otra responsabilidad que la del rezo de los oficios divinos. El resto (44,3%) sólo había recibido órdenes menores, a “título de patrimonio” o permanecían “expectantes”.
Apenas se sabe nada de la extracción social del clero ni de su formación intelectual y religiosa en esta época. Parece que el patronato vecinal, al menos en las pequeñas parroquias de la Zona Media y de la Montaña, fue la fórmula predominante de selección del clero. Eran los vecinos, como copatronos de la iglesia, los que decidían por votación democrática el candidato, que el obispo solía ratificar otorgándole el necesario nombramiento. Algunos nobles -palacianos cabo de armería, titulados- tuvieron derecho de presentación en algunas parroquias; así, el marqués de Falces en Falces, Azagra y Andosilla, o el de Cortes en Ucar, Murillo y San Pedro de la Rúa. Del mismo modo, los abades de los grandes monasterios nombraban vicarios en parroquias de su dependencia: el de Leire en 22 localidades, el de Irache en 16 pueblos más la parroquia de San Juan de Estella. Pocas, aunque populosas y ricas, eran las parroquias de patronato regio (Barasoain, San Martín de Unx), o las adscritas a diversas dignidades catedralicias (Sesma, Allo, Miranda) o de la Orden Militar de San Juan (Aibar).
Este sistema de presentación, sobre todo vecinal, frente al de concurso y oposición libre, más frecuente en otras diócesis, favorecía un acentuado localismo, con sus ventajas e inconvenientes. El clero parroquial se reclutaba entre las familias campesinas del lugar, del valle o de la comarca -muchas veces existían ordenanzas expresas en este sentido-. Cabe añadir a esto que los destinados al ministerio eclesiástico recibían una formación intelectual y religiosa más bien mediocre y muy poco específica de su ministerio (hasta 1777 no hubo en la diócesis un seminario conciliar). Era habitual que la carrera eclesiástica comenzase con la recepción de las órdenes menores para el ejercicio de alguna capellanía, siguiese por el disfrute de algún beneficio y terminase -los que llegaban a culminarla- ocupando una vicaría.
Los diezmos -en teoría, la décima parte de todos los productos agrícolas y pecuarios- era el principal soporte económico del clero secular, al que se añadían los estipendios por la administración de sacramentos y las rentas de tierras. Dependiendo de las parroquias, el diezmo se solía repartir íntegramente entre el párroco y los beneficiados, reservando una parte para el obispo y cabildo catedralicio. A finales del siglo XVIII y en las parroquias de la Merindad de Estella, la participación de laicos en el diezmo era casi nula, obispo y cabildo catedralicio, más los grandes monasterios monopolizarían en torno al 25-30% de la masa diezmal, y el resto se repartiría aproximadamente a medias entre los párrocos y los beneficiados.
En cada comunidad local -y quizás de un modo más intenso en las más pequeñas- el sacerdote era una figura de gran influencia en otros muchos aspectos además del estrictamente religioso. La asistencia social, la beneficencia, la formación primaria, dependían en muchos casos de su gestión y apoyo económico. Él administraba los recursos de las “arcas de misericordia”, concedía préstamos de dinero en forma de censos al quitar con el dinero que se le confiaba de memorias de misas y otras fundaciones pías. También supervisaban estrechamente la enseñanza de las primeras letras -cuando no se encargaba directamente de este servicio- y la gestión de los hospitales cuando los había. Además, en el siglo XVIII, muchos eclesiásticos ilustrados, preocupados por la renovación técnica de sus feligreses campesinos, fueron difusores de las nuevas ideas económicas y promotores de planes de modernización.
Bibliografía
Censo español… año 1787 (Madrid, S.A.); Censo español… año 1797, (Madrid, 1801); J. Goñi Gaztambide, Los navarros en el Concilio y reforma tridentina de la diócesis de Pamplona, (Pamplona, 1947), C. González del Campo, La provisión de vicarías en la diócesis de Pamplona en el siglo XVII, Memoria de licenciatura, (Pamplona, 1981).
Clero regular
Según el censo de Floridablanca, en 1786 había en Navarra 1.429 religiosos y 624 religiosas que, sumados, totalizaban aproximadamente un 40% del clero del reino. Por merindades, la de Tudela, con 23 conventos y monasterios, reunía la más elevada proporción de religiosos sobre el total de la población eclesiástica (72,2%), seguida por la Merindad de Pamplona, con 22 casas (36,2%), la de Olite, con 8 (35,9%), la de Estella, con 13 (29,4%) y la de Sangüesa con 8 (22,2%).
A finales del siglo XVIII había en Navarra nueve monasterios, ocho masculinos y uno femenino. La mayoría eran de la orden cisterciense: de frailes los de Leire, Iranzu, Fitero, La Oliva y Marcilla, de monjas, el de Tulebras. El monasterio de Irache, de monjes benedictinos, y los de canónigos premostratenses y de canónigos de San Agustín en Urdax y en Roncesvalles, respectivamente, completaban el número.
También tenían casas en Navarra las más importantes órdenes religiosas: dominicos* (4) en Pamplona, Tudela, Estella y Sangüesa; franciscanos* (7) en Pamplona, Tudela, Estella, Sangüesa, Tafalla, Olite y Viana; capuchinos* (9) en Pamplona, Tudela, Tafalla, Vera, Los Arcos, Lerín, Peralta, Cintruénigo y Valtierra; agustinos calzados* (2) en Pamplona y Estella; carmelitas* (7), descalzados en Pamplona, Tudela, Corella y Villafranca, y calzados en Pamplona, Tudela y Sangüesa; trinitarios (2) calzados en Puente la Reina y descalzos en Pamplona; mercedarios calzados (5) en Pamplona, Tudela, Estella, Sangüesa y Corella; mínimos (1) en Cascante: de San Antonio Abad (3) en Pamplona, Tudela y Olite; freires de San Juan de Jerusalén (1) en Puente la Reina; los jesuitas tuvieron dos colegios, en Pamplona y en Tudela, hasta su expulsión en 1767.
Los conventos de religiosas pertenecían a las siguientes órdenes: benitas (3) en Estella, Corella y Lumbier; dominicas (2) en Pamplona y Tudela; franciscanas claras (5) en Pamplona, Tudela, Estella, Lerín y Arizcun; franciscanas recoletas (2) en Tafalla y Estella; capuchinas (1) en Tudela; agustinas (3), calzadas en Pamplona y Puente la Reina, descalzas en Pamplona; carmelitas descalzas (3) en Pamplona, Lesaca y Corella; y religiosas de la enseñanza (1) en Tudela.
Aparte los monasterios, la concentración de los conventos en las principales ciudades es evidente: 15 en Pamplona, 12 en Tudela, 7 en Estella, 4 en Sangüesa y en Corella, 3 en Puente la Reina, en Tafalla y en Olite, 2 en Lerín, 1 en Vera, en Lesaca, en Arizcun, en Viana, en Los Arcos, en Lumbier, en Peralta, en
Marcilla, en Villafranca, en Valtierra, en Cintruénigo y en Cascante. Por ello la Ribera contaba con el mayor número de casas de religiosos.
Muchas de estas órdenes se introdujeron en el reino durante el siglo XIII (dominicos, franciscanos, agustinos, trinitarios, mercedarios) y muchos de sus conventos existían antes de 1500. Pero en el siglo XVI, como consecuencia del espíritu de reforma de la Iglesia, encauzado por el concilio de Trento, se conoció un notable florecimiento de la vida monástica. La práctica conventual, que había pasado por un período de grave parálisis, se reformó, estimulada por algunos de sus propios miembros con el apoyo de la jerarquía y de los poderes civiles. Los franciscanos observantes sustituyeron a los claustrales en una vivencia más rigurosa de la regla; se cortaron los abusos que aquejaban a las clarisas de Pamplona y a las benedictinas de Estella; los dominicos y los canónigos de Roncesvalles emprendieron con decisión su propia reforma, y lo mismo hicieron los cistercienses.
Pero la reforma no satisfacía por completo las necesidades espirituales y temporales de una iglesia navarra acrecida en número y que hacía frente a un mundo nuevo. De ahí la buena acogida que se dispensó al establecimiento de nuevas órdenes religiosas. Los jesuitas, instalados en Pamplona (1580) y en Tudela (1600), se dedicaron a la educación de los jóvenes, abriendo sendos colegios. Por esos mismos años llegó la reforma carmelitana, por expreso deseo de Santa Teresa, aunque ésta nunca pisase suelo navarro, y se fundaron conventos de descalzos en Pamplona (1587), Corella (1595) y Tudela (1597) -en 1734 el de Villafranca- y de descalzas en Pamplona (1583) -en 1722 en Corella y en 1767 en Lesaca-.
Los franciscanos capuchinos, dedicados a la predicación, misiones y administración de los sacramentos, tuvieron una gran acogida popular, difundiendo sus conventos rápidamente por todo el reino: Pamplona (1606) Tudela (1613), Peralta (1625), Cintruénigo (1634), Los Arcos (1648), Tafalla (1658), Lerín (h. 1730), Vera (1731) y Valtierra (1739). Los franciscanos mínimos se instalaron en Cascante en 1585. Los trinitarios descalzos llegaron tempranamente a Pamplona (1597), poco después que las agustinas recoletas (1594). Las franciscanas recoletas abrieron casas en Tafalla (1671) y Estella (1731); las franciscanas capuchinas en Tudela (1736) lo mismo que las de la Enseñanza (1687).
Muchas de estas fundaciones respondían al deseo del pueblo, expresado por acuerdos del ayuntamiento y del cabildo parroquial; con limosnas se levantaron los conventos y se mantuvieron los frailes, si bien la iniciativa y los fondos primeros corrieron de parte de algún piadoso particular. Así por ejemplo, los capuchinos llegaron a Tafalla a solicitud del regimiento de la ciudad “para mayor servicio de Dios Nuestro Señor y aumento del culto divino y consuelo espiritual de las almas”; fue patrona y fundadora Ana de Ollacarizqueta y Sarría, señora de los palacios de Ollacarizqueta, Berbinzana y Mutilva.
La influencia del clero regular en la sociedad navarra fue tan importante, si no superior, a la del clero secular, particularmente en el campo de la enseñanza y de la beneficencia. Las dos universidades de Irache y de Pamplona estuvieron regentadas, respectivamente, por benedictinos y dominicos; los colegios de jesuitas de Pamplona -con cerca de 900 alumnos en el siglo XVIII- y de Tudela gozaron de merecido prestigio; dominicos y franciscanos mantuvieron cátedras de latín y de humanidades. También la asistencia sanitaria y la beneficencia pública corrieron a cargo, en buena medida, de monasterios y conventos.
Los nueve grandes monasterios eran importantes propietarios de tierras y percibían diezmos, pechas y censos que aseguraban una vida holgada a sus moradores. Por lo que sabemos, el patrimonio monástico -en torno al 5% de las tierras cultivadas en la Merindad de Estella- no solo no se incrementó, sino que asistimos más bien a un progresivo deterioro de sus rentas a lo largo de la Edad Moderna.
Hay que hacer mención aparte del papel político de los abades de los 7 monasterios con derecho de asiento en Cortes (Iranzu, La Oliva, Leire, Irache, Fitero, Marcilla y Urdax), que constituían la mayoría del brazo eclesiástico y que habitualmente coparon el puesto que correspondía a este brazo en la Diputación. Esto explica, aparte el deseo de propiciar la reforma disciplinar, el interés de los monarcas, especialmente de Felipe II*, en el nombramiento de los abades, la mayoría de los cuales no fueron navarros. José Yanguas y Miranda, justificando en 1838 que era imposible que las cortes estamentales llevaran adelante ciertas reformas, recordaba que “cinco o seis monjes [eran] suficientes para impedir enteramente que se lleve a cabo la resolución más útil y mejor meditada”, como había podido comprobar personalmente en el debate sobre la liberación del comercio de granos durante las cortes de 1817-1818.
Bibliografía
Censo español… año 1787 (Madrid, S.A.); Diccionario geográfico-histórico de España… por la Real Academia de la Historia (Madrid, 1802). C. de Añorbe, La antigua provincia capuchina de Navarra y Cantabria (1598-1900) (Pamplona, 1951).