SANFERMINES
(6 al 14 de julio). Fiestas patronales de Pamplona en honor a San Fermín*, hijo de la ciudad, obispo de Amiens y allí martirizado, según la tradición. Antes de que el obispo Pedro de Artajona trajera desde Amiens la reliquia del Santo (1186) y hasta 1590, la festividad se celebró el 10 de octubre con solemnes cultos religiosos, danzas, corridas de toros, ferias de ganado y afluencia de gentes. Por ser el otoño tiempo escasamente apto para festejos taurinos, las autoridades decidieron adelantar la fiesta al primer domingo de julio, que coincidió ser el día 7. Desde entonces ha sido y es el “¡Siete de julio, San Fermín!” y bulle Pamplona de alegría ininterrumpida durante más de doscientas horas seguidas.
Los sanfermines clavan sus raíces en la propia idiosincrasia del pueblo pamplonés, cuerpo y alma de la fiesta, y son obra de cuantos desean divertirse, cualquiera que sea el color de la piel. La fiesta y cuantos la hacen llevan por distintivo un pañuelo rojo al cuello.
Sus protagonistas son todos los que acuden la mañana del 6 de julio a la plaza consistorial; el concejal que a las doce en punto, desde el balcón de la Casa de la Ciudad, prende la mecha del “chupinazo” y pone a miles de vecinos y visitantes en pie de juerga con el grito de “¡Viva!” o “iGora San Fermín!”; los mozos que por la tarde abarrotan la plaza y saltan sin cesar, brazos en alto, coreando el “Riau-Riau” del vals de Astráin, entre la comparsa de Gigantes y “La Pamplonesa”, maceros, clarines, timbales y ediles, desde las 16,30 de esa tarde hasta la hora imprevisible del comienzo de las vísperas en la iglesia de San Lorenzo. Los músicos de la banda; gaiteros, txistularis, acordeonistas y charangas; los del “estruendo” de los bombos. La Corporación municipal, los Gigantes, centenarios en 1984, los dantzaris y guardias municipales en traje de gran gala que la acompañan hasta San Lorenzo para la procesión del día 7; los portadores de las andas; los joteros que desde los balcones ofrendan al Patrono la flor de sus cantos. Los encargados de montar el vallado para los encierros; los jóvenes que a las ocho menos cinco de cada mañana, y a pocos metros del corralillo donde esperan toros y cabestros, piden protección a San Fermín para el encierro a punto de comenzar; los que se juegan la vida cada mañana corriendo delante de la manada por Santo Domindo, Mercaderes y Estafeta. Los niños que hacen los primeros cursos en la carrera de los Sanfermines aguantando, asustados, o corriendo delante del chisporroteante “Zezenzusko”; los adolescentes que se entrenan para “corredores” en los “encierros txikis”. Los caballeros en plaza, mulilleros, peones de lidia y toreros. Las “Peñas” de mozos que animan las corridas desde el tendido de sol y llenan de música y movimiento las calles hasta la hora del “Pobre de mí”, funeral de una edición festiva, iluminado con las candelas esperanzadoras del “Ya falta menos”. La tómbola, los tiovivos, circos, barracas y tenderetes de la feria. Los artificieros que iluminan con fugaces luces de colores y explosiones de pólvora cada noche desde el parque de la Ciudadela. Hemingway, mudo presidente de una “Fiesta” que en su día vivió y dio a conocer por todo el mundo; los fotógrafos y periodistas; el sol y el agua; el vino y el champán. Cuantos se divierten poniendo su grano de arena en esta insólita explosión de vida. El carácter participativo popular da a los sanfermines frescor de espontaneidad y los convierte en constante alegría. Es el secreto de su atractivo, vitalidad y renombre internacional.
Lejos de la capital, la villa de Lesaca celebra sus fiestas con la milenaria danza ritual sobre los pretiles del río Onín.
Historia
Desde 1324 se celebran en Pamplona ferias comerciales entre el 23 de junio y el 14 de julio, lo que unido, por un lado, la organización de corridas de toros en días señalados (la más importante el día de Santiago) y por otro a los festejos que tenían lugar a partir del siglo XVI en honor de San Fermín, dieron origen en 1591 al nacimiento de los Sanfermines.
Poco a poco las fiestas fueron consolidándose y ya en 1628 se tienen noticias del programa de actos completo. En la iglesia de San Lorenzo había emplazada una capilla de San Fermín, desde el siglo XIV, y en la catedral existía un altar del santo desde tiempos medievales, aunque el actual data de 1709. Hacia 1772 se instalaron en el campo de la Taconera los primeros “caballicos” de ferias. En 1780 el rey Carlos III de España prohibió la exhibición y baile de los gigantes que permanecieron 33 años abandonados en los claustros de la catedral.
Tradicionalmente los Sanfermines han sido las fiestas estelares del año y de todos los navarros que han hecho popular en todo el mundo el estribillo: “Uno de enero,/dos de febrero,/tres de marzo,/cuatro de abril,/cinco de mayo,/seis de junio,/siete de julio, San Fermín”.
Su celebración viene precedida de una intensa actividad organizadora de los actos que se inicia prácticamente a comienzos del año. En los meses previos, el ayuntamiento resuelve el concurso del cartel anunciador de las fiestas y la Casa de Misericordia encarga a un artista el de la Feria del Toro; se elaboran los programas y se renuevan los abonos del coso taurino; tienen lugar la Sanjuanada o noche de San Juan y la Sampedrada, noche del 28 al 29 de junio en la que “Los Amigos del Arte” salen a cantar sus jotas; llegan a los corrales del Gas los toros; desde 1945, se plantan tómbola de Cáritas y desde mucho antes las barracas; etc.
A lo largo de los años se han celebrado otro tipo de atracciones y festejos hoy en desuso, como son las cucañas, kermeses, cabalgatas, deportes, inauguraciones y demás. En los últimos años y de forma esporádica hay intentos por popularizar algunas de aquellas prácticas, aunque la espontaneidad de antaño ha sido sustituida por una organización municipal más profesionalizada.
El cohete
En sus orígenes no fue un acto oficial ni multitudinario. Hasta 1901 ni siquiera se lanzaban “chupinazos”. Los responsables municipales y el vecindario acudían en masa el día 6 a la parroquia de San Lorenzo para participar en las Vísperas del Santo Patrono. Fue en el inicio de la centuria cuando comenzó el lanzamiento de cohetes en la Plaza del Castillo, al tiempo que eran volteadas las campanas de las cinco parroquias y conventos. Posteriormente como complemento hubo lanzamiento de bombas japonesas y salida por las calles de las bandas militares de la plaza.
En los años veinte era un empleado de la pirotecnia quien a las doce del mediodía disparaba un manojo de cohetes, costumbre que paulatinamente fue atrayendo la curiosidad de los más pequeños y luego de algunos mayores, que se prestaron a prender la mecha de los artefactos. En 1940 tomó parte el primer teniente de alcalde Joaquín Ilundain, quien al año siguiente propuso al alcalde José Garrán Mosso la idea de lanzar el cohete inaugural de las fiestas desde la Casa Consistorial. Así nació uno de los actos más arraigados en las fiestas, el chupinazo o sencillamente “el cohete”. Hay que advertir que el cohete no es, en términos pirotécnicos, un chupinazo.
Desde entonces han sido 27 personas las que, hasta 1989, han tenido el honor de prender la mecha. Siempre han sido vecinos vinculados al ayuntamiento, con la única excepción del entonces ministro Manuel Fraga Iribarne que lo hizo en 1964. Al grito de “Viva San Fermín” -en los últimos años también Gora San Fermín- lo han hecho:
Joaquín Ilundáin (1941, 1942, 1947 y 1948), Jaime del Burgo (1943 y 1944), Miguel Troncoso (1945 y 1946), José M.ª Martinicorena (1949, 1950 y 1951), Nicolás Ibarra (1952, 1953 y 1954), Adrián Endériz (1955, 1956 y 1957), Juan Miguel Arrieta (1960, 1961, 1962 y 1963), Manuel Fraga Iribarne (1964), Lorenzo Martinicorena (1965 y 1966), Agustín Latorre (1967, 1968, 1969 y 1970), Javier Rouzaut (1971 y 1974), Joaquín Sáez (1972, 1976 y 1977), Manuel M.ª Huici (1973), Francisco Javier Iraburu (1975), Juan Fromknecht (1978), Juan Manuel Pérez Balda (1979), Bericio Aguerrea (1980), Elisa Chacortegui (1981), Francisco Zabaleta (1982), Marisol Elizari (1983), Juan Cruz Allí (1984), Iñaki Beorlegui (1985), Joaquín Salanueva (1986), José Javier Gortari (1987), Javier Iturbe (1988), Elías Antón (1989).
Las vísperas
Primer acto oficial de las fiestas desde el siglo XV, cuando tenía lugar el 9 de octubre, hasta 1941. La Corporación acude desde la Casa Consistorial a la Capilla del Santo en la parroquia de San Lorenzo. La comitiva la abren los Gigantes y Cabezudos y delante de los ediles va “La Pamplonesa”. En la puerta de la iglesia el párroco saluda al alcalde y concejales, que asisten al canto litúrgico de las Vísperas a cargo de la Capilla de Música de la Catedral, que interpreta partituras de Mariano García* y Joaquín Maya*, escritas expresamente para esa solemnidad. El Ayuntamiento encargó a Fernando Remacha* unas “Vísperas” que se cantaron algunos años.
Riau-Riau
Nombre popular que recibe la marcha de la Corporación a Vísperas. Número festivo formalmente ignorado por el programa oficial, que hasta hace pocos años nunca imprimió tal denominación. En origen, “Riau-Riau” fue el grito con que la mocina rubricaba cada estrofa del vals que M. Astráin debió de estrenar con la Banda de la Casa de Misericordia en el desfile hacia San Lorenzo. El vals ya se interpreta oficiosamente en 1909, junto con otras músicas. Hacia 1915, grupos de mozos, inspirados, según es fama, por Ignacio Baleztena, intentaban frenar la marcha de los ediles hacia la parroquia. El “Riau-Riau” fue prohibido y provocó polémicas, pero el bando prohibidor acaso consolidó la innovación. La banda toca cientos de veces el vals, titulado La alegría de San Fermín, cuya letra actual escribió María Luisa Ugalde.
La duración de este número ha crecido en los tres últimos quinquenios -en 1980, la banda tocó el vals 170 veces- y la costumbre ha degenerado por la intervención de grupos radicales que han impedido el avance de la comitiva hasta provocar la suspensión del acto, una vez iniciado. La primera suspensión fue en 1972. Desde 1981 sólo un año (1985) ha podido la Corporación llegar a Vísperas; los demás, o llegó tarde o no acudió en cuerpo de Ciudad, por haberse suspendido el Riau-Riau. En 1984 ni siquiera pudo salir del zaguán consistorial.
Los ediles visten de etiqueta -ellos, frac con chistera; ellas, un traje de inspiración roncalesa y aezcoana, con manteleta-, trajes que desde 1979 costea la ciudad. El recorrido tradicional se alteró en 1952, por las obras en la Casa Consistorial: salió de la Escuela de Artes y Oficios y fue por Vínculo, Paseo de Sarasate, San Miguel, San Francisco, Eslava y Mayor. En 1953, pese a que las obras continuaban, el recorrido fue el tradicional.
Procesión
La mañana del 7 de julio la ocupa la procesión de San Fermín, desfile cívico-religioso. Lo abren los Gigantes y Cabezudos y siguen las cofradías artesanales pamplonesas, representaciones de las Peñas, Corte de San Fermín, Cabildo catedralicio y Corporación municipal, con maceros, timbalero, clarineros y guardias de gala, que preceden al bulto del santo, portado en andas. Cierra el cortejo la banda de música, que es “La Pamplonesa”. Hasta hace dos decenios, la procesión, ingenua y espontánea, atraía a los niños y las amas de casa afanadas en la compra del día. Ahora la muchedumbre ocupa las aceras, el desfile es lento y apenas hay esquina o calle donde no se detenga la imagen para recibir el canto de una jota y un zortziko, más un ramo de flores y el pañuelo rojo ritual. Esta costumbre la iniciaron Los Amigos del Arte, que interpretaban sus jotas al santo en el Pocico de San Cernin, presunto lugar donde el obispo evangelizador dicen que cristianó al futuro obispo mártir. Esta moda reciente parece a pamploneses amantes de las costumbres una “saetización” extraña. El trayecto va por Taconera, San Antón, Zapatería, Plaza Consistorial, San Saturnino y Calle Mayor; no pisa, pues el barrio episcopal de Navarrería.
El protocolo secular, seguido con escrúpulo, manda que el Ayuntamiento salga de la Casa Consistorial, se acerque a la catedral, recoja al Cabildo, vayan en cortejo a San Lorenzo, donde tras la procesión asisten a la misa, cuya parte musical corre a cargo de la Capilla de la Catedral. Terminado el oficio, el Ayuntamiento acompaña al Cabildo a la Catedral, en cuya sacristía de canónigos se despiden unos y otros. La llegada del cortejo al atrio catedralicio es acaso lo más bello de los Sanfermines: las músicas desatadas llenan el aire, la campana María bordonea a las gaitas y chistus, los gigantes bailan, canónigos y ediles pasan -pasaban- bajo las “makilas” de los dantzaris, y dentro, en las naves oscuras y frescas resuena al órgano el secular pasaclaustro que hoy es el Himno de las Cortes navarras. Son las tres de la tarde.
El Ayuntamiento regresa a la Casa Consistorial. Hasta hace una docena de años, en ese trayecto final, el alcalde portaba la bandera de la Ciudad y los gobernadores civil y militar llevaban las borlas. La banda atacaba un número de El asombro de Damasco, cuya letra dice: “Ahí va Alí Món,/ahí va el cadí,/lo único bueno/de entre la turba/de funcionarios/que existe aquí”. Hoy no asisten los gobernadores, pero la banda interpreta esa página.
El protocolo no es gratuito, porque la historia recuerda viejos pleitos entre Ayuntamiento y Cabildo sobre la facultad de organizar procesiones. Y pone de manifiesto que, contra lo que a veces se dice, debe asistir el Cabildo, pero no el obispo. Hace décadas también desfilaban las cruces parroquiales de Pamplona; ahora figura sólo la de la seo metropolitana.
Octava
El programa religioso termina con la función de la Octava, en la mañana del día 14, a la que asiste el Ayuntamiento de gala, con música y comparsa de gigantes. Al regreso y ante la Casa Consistorial, como el día 7, la comparsa ejecuta algunos bailes. Tradicionalmente, el programa anunciaba la función a “un elocuente orador sagrado”; ahora no.
Toros
El elemento esencial de las fiestas sanfermineras son los toros, ejes de la celebración a lo largo del día. A su vez, puede decirse que todos esos números taurinos confluyen en la lidia vespertina. Hasta fines del siglo XIX Pamplona no necesitó corrales que albergasen los toros llegados desde las dehesas a pie. Desde que comenzaron los festejos taurinos en el siglo XIV, las corridas esperaban en los sotos de Esquíroz, Barbatáin, Mutilva, Cizur Menor, Salinas y el Sario; desde allí subían a la Plaza del Castillo, que hacía de coso. Los toriles se improvisaban hasta que en 1616 se construyó un edificio -la Casa del Toril-, en el que se encerraron las reses hasta 1844, año en que se construyó la primera plaza permanente.
Cuando a fines del siglo pasado comenzaron a contratarse divisas no navarras, se abrió la historia de los encierrillos. Los toros llegaban en ferrocarril y se desencajonaban en los viveros municipales existentes entre la fábrica del Gas y la casa de los pastores en la plazuela del Arriasco, ahora Errotazar. Desde allí y desde el Sario se hacía en encierrillo, faena consistente en el traslado de la manada, arropada por cabestros y al amanecer, hasta el corralillo de Santo Domingo. Los toros quedaban entre el Portal de la Rochapea y el Hospital Militar. En 1887, el Ayuntamiento se hizo con el baluarte situado junto al Portal de la Rochapea, hoy convertido en corralillo de Santo Domingo o de Jus la Rocha.
Con el tiempo ese traslado se convirtió en un acto más del programa, con sus propios ritos, antes de los fuegos artificiales. Los toros suben desde los corrales del Gas al de Santo Domingo. En el último decenio se celebraba hacia las diez de la noche, de modo que los pastores podían bajar desde la Plaza de Toros, una vez acabados los trabajos de la corrida y de preparar los corrales; en 1989, por decisión del alcalde, se retrasó hasta las once, hora en que estrictamente no se celebró ningún día, por coincidir con la de los fuegos. El numeroso público que acude a presenciar el encierrillo ocupa los vallados en la Cuesta de Curtidores y en la de Santo Domingo; quienes quieren verlo en la plaza de Errotazar necesitan pase, extendido por la autoridad municipal. La carrera está despejada y la tradición exige silencio. Los avisos se dan con una turuta.
A las seis de la mañana, hora solar, se celebra el encierro, traslado o carrera de los toros desde los corrales de Santo Domingo, donde han pasado la noche, hasta la Plaza de Toros. Es sin duda el acontecimiento que más fama ha dado a los Sanfermines, en especial gracias a la difusión que de él hizo E. Hemingway* en su novela Fiesta. La carrera cubre las calles de Santo Domingo, Plaza Consistorial, Mercaderes, Estafeta, inicio de Amaya y callejón de la Plaza. Hace tres cuartos de siglo era un número minoritario y no muy bien visto por algunas capas sociales. La literatura, las crónicas periodísticas, los fotógrafos y en los últimos tiempos la televisión han multiplicado el número de corredores -más o menos presuntos- en el trayecto de lo que antiguamente se llamaba “La entrada” y se realizaba de modo muy diferente. Delante de los toros sólo corría delante de la manada, a caballo, un abanderado y la gente hostigaba a los animales al paso con instrumentos puntiagudos y cortantes que podían llegar a desjarretar a los astados. Ahora hay quienes elaboran filosofías y teorías del encierro y lo consideran una especie de sutil lidia colectiva; también hay quienes gozan aureola de buenos corredores, que en algunos casos reciben el calificativo de “divinos”, no siempre bien vistos por viejos aficionados y por observadores.
Algo parecido ha sucedido con el apartado de los toros, trámite que consiste en el emparejamiento, enchiquerado y sorteo de los toros que han de lidiarse unas horas después. El lugar es pequeño y apenas medio centenar de personas puede llegar a ver a los animales en el corralillo cuadrangular desde el que pasan a su chiquero. La divulgación en los medios de comunicación lo ha convertido en un acto social a la hora del aperitivo. El corto número de localidades a la venta (600) hace que sean muy disputadas por aficionados y beautiful people indígena y visitante.
El núcleo taurino del día es la corrida. Hasta 1922 las contrataba el Ayuntamiento. Desde entonces las organiza la Casa de Misericordia de Pamplona*, que construyó a su cargo -con emisión de obligaciones- en un año la actual Plaza en terrenos municipales. Esta plaza sustituía a la “vieja”, que era la segunda inaugurada en 1852 en lo que hoy es Avenida de Carlos III frente al actual Parlamento Foral, solar donde también se levantó la primera (1844). La serie de corridas se llama Feria del Toro desde 1959. Los espectáculos taurinos de Pamplona se distinguen por la brillanza de los tendidos del sol y el rito de la merienda a partir del tercer toro. En el concepto taurino, los toros en Pamplona se distinguen por su trapío y corpulencia. La Feria la cierra la corrida de Miura.
Pobre de mí
Tras una semana de juerga ininterrumpida, en la que vecinos y visitantes tienen oportunidad de participar en un buen número de actividades organizadas y espontáneas, para todo tipo de públicos, llega el punto final. A las doce de la noche, del último día desde el balcón de la Casa Consistorial, el alcalde dice unas palabras para recordar a la multitud congregada en la Plaza del Ayuntamiento que “ya falta menos pa´l glorioso San Fermín” y, una vez lanzado el último cohete sanferminero, la población sale por las calles cantando “Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín” para sumirse en la celebración final del jolgorio que muchos prolongan hasta el “chocolatico” y “caldido” de la mañana siguiente. (Peñas*, Encierro*, Toros*, Pamplonesa*. Gigantes y cabezudos, comparsa de*, Astrain Remón, Miguel*).