MONEDA
MONEDA
Tal como hoy se entiende, la moneda es un medio de intercambio fundamental. En la vida económica ha habido numerosos modos de tráfico de bienes, según las posibilidades y necesidades de cada lugar y tiempo; pero la aparición y el uso de piezas monetarias constituyó un fenómeno de gran trascendencia histórica. A lo largo de los siglos los valores que han definido las distintas especies han sido diferentes a los que poseen actualmente. Con todo, las piezas monetarias siempre se han labrado para prestar un servicio público y representan un valor garantizado por alguna autoridad. Así pues, los tipos, inscripciones y figuras que en ellas aparecen indican el ámbito soberano que las respalda y avala.
La moneda apareció en Hispania por influencia fenicia y griega. Las más antiguas piezas documentadas en el actual solar de Navarra pertenecen al grupo de las denominadas de “jinete ibérico”, de plata y bronce, que imitan los valores y pesos de sistema semiuncial romano. En todas aparece en el anverso la cabeza de Hércules con o sin barba, y en el reverso un jinete y una leyenda en caracteres ibéricos. Algunas se identifican con facilidad, pues consignan el correspondiente topónimo, como kalacoricos* (Calahorra) o kaiscata* (Cascante). Otras sólo permiten verificar conjeturas, por ejemplo Barskunes*, caso característico de piezas cercanas a Pamplona, entre otras razones por la similitud de su leyenda con el etnónimo “vascones”.
Al área vascónica se adscriben diversos topónimos monetales, lo cual no significa necesariamente que todos ellos albergaran una ceca o taller de acuñación; pueden remitir sin más a los centros de convocatoria de los grupos tribales a quienes iban destinadas las emisiones. La función primordial de éstas debió de ser, pues, facilitar la retribución de las tropas reclutadas por los romanos en la península, sin perjuicio de que las mismas piezas circularan como medio de cambio dentro de cada ámbito tribal.
Aquel tipo monetario tuvo su aparición aproximadamente en la primera mitad del siglo II a.C., y las emisiones fueron aumentando a medida que se hacía efectiva la implantación romana en la zona. Éstas debieron de interrumpirse en los años anteriores a la proclamación de Augusto (27 a.C.). Desde entonces la nueva organización administrativa y el avance de la romanidad repercutieron profundamente en las acuñaciones monetarias, olvidándose muchas de las series anteriores y apareciendo otras nuevas, en bronce, con leyenda latina. En las nuevas piezas consta el nombre del emperador -Augusto, Tiberio, Calígula- junto al de los magistrados encargados del taller correspondiente.
Las nuevas acuñaciones difieren de las anteriores y generalmente tienen en el anverso la efigie del emperador bajo cuyo mandato se acuñan. Además, el número de cecas disminuyó sensiblemente; en el área históricamente vascónica se acuñaron especies de moneda latina en Calagurris* (Calahorra), Cascatum* (Cascante) y Gracurris* (cerca de Alfaro).
Estas cecas y otras de Hispania pusieron fin a sus emisiones a la muerte de Tiberio (37 d.C.) como consecuencia de un proceso de centralización imperial de todas las emisiones; circuló, pues, entonces la moneda emitida en Roma, incluso tras la llegada de los pueblos “bárbaros”.
Fue Leovigildo, en el año 575, el primer rey visigodo que acuñó moneda en la Península; acuñaciones que no se interrumpirán bajo el gobierno de los monarcas de estirpe germana. Aunque en el interior de la actual Navarra no hubo en este período talleres de acuñación, ni siquiera móviles, conviene tener en cuenta que en el espacio asignado anteriormente a los Vascones funcionaron las cecas móviles de Calagorra (Calahorra) y Egessa (Ejea).
Tras la invasión musulmana y el fin del régimen visigodo transcurrieron varios siglos hasta que los nuevos núcleos políticos surgidos en Asturias y en todo el Pirineo hispano volvieran a labrar numerario propio. Por una parte, el oro y la plata andalusíes inundaron y surtieron las necesidades monetarias de los cristianos, casi de forma exclusiva hasta centrado el siglo XIII. Por otro lado, ni la envergadura de las transacciones ni la complejidad de la vida económica de los nacientes ámbitos de soberanía exigían acuñaciones propias; aún después de las primeras emisiones cristianas las piezas musulmanas continuaron siendo imprescindibles.
La estratégica ubicación del reino de Pamplona junto a los pasos pirenaicos propició el desarrollo de crecientes actividades económicas, generadas en buena parte por la afluencia de peregrinos camino de Santiago de Compostela. Habituados desde la antigüedad al manejo de especies monetarias, las gentes pamplonesas contaron con numerario propio al menos desde finales del siglo XI, sin dejar de utilizar por ellos las piezas acuñadas tanto en el Al-Andalus como en los demás reinos cristianos vecinos: la información procedente de los centros monásticos y las actas regias ilustra suficientemente sobre una sociedad acostumbrada tanto a los intercambios en especie como al ágil manejo de piezas autóctonas y foráneas.
La instauración en el siglo XIII de una dinastía de origen francés -la de los condes de Champaña- introdujo en Navarra las monedas del país vecino y la inscribió en las innovaciones, avatares y progresos numismáticos propios de aquel reino. Durante el posterior gobierno de la Casa de Francia (1274-1328), el numerario francés acompañaría al navarro indistintamente, aunque los nuevos monarcas no labraron moneda como reyes de Navarra.
El reinado de Carlos II (1350-1387) representó un período de relativa inestabilidad. Tras el remanso de Carlos III los conflictos volverían a repetirse en tiempos de Blanca y Juan II al compás de las contiendas internas. La segunda mitad del siglo XV y los comienzos del XVI se caracterizaron por la crisis económica y política, durante la cual el reino basculó peligrosamente entre dos poderosos vecinos: Castilla y Francia, para inclinarse finalmente por la incorporación a la corona de Castilla (1512/1515).
Mientras los reyes privativos quedaban recluidos en sus señoríos franceses, en los cuales acuñaron moneda con las armas y títulos de Navarra, junto con los blasones propios de aquellos dominios ultrapirenáicos, Fernando el Católico iniciaba la serie navarra de las monedas españolas.
Reconocido, sin embargo, al reino el derecho de seguir labrando su propia moneda, aunque con patrones castellano-aragoneses, se conservó una única ceca localizada en Pamplona. Ésta emitió durante toda la Edad Moderna numerario propio, que llevó habitualmente, desde Felipe I, los nombres de los soberanos en el ordinal correspondiente a la nómina navarra, así como el título regio y los emblemas privativos.
Los problemas planteados en el siglo XVII por las oscilaciones del precio del cobre no fueron obstáculo para el esplendoroso auge numismático del reinado de Felipe IV en Navarra.
El advenimiento de los Borbones supuso la difusión de un nuevo concepto del Estado, basado en ideas esencialmente centralizadoras y racionalistas que se aplicaron en todos los niveles del ejercicio del poder público. Entre las novedades llegadas del país vecino estaban también modernas maquinarias de acuñación y técnicas de grabación hasta entonces inusitadas.
La Casa de Moneda de Pamplona, se libró de la inmediata y progresiva supresión de cecas, conservando el privilegio de emisión, aunque Felipe V no cambió su ordinal ni dejó su título de “Hispaniarum Rex”. Fernando VI, sin embargo, reanudó la costumbre, añorada por las Cortes de Navarra, de acomodar a este reino la numeración del monarca.
A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX ya se manifestaban diversos signos de crisis en la política monetaria peninsular. La creación en 1804 del “Departamento de Grabado y Máquinas” constituyó un nuevo paso hacia la centralización, que la Constitución de 1812, redactada en plena guerra, no vino sino a acelerar, en la línea de las ideas liberales imperantes.
El paréntesis del reinado de Fernando VII, con la etapa intermedia del “Trienio Liberal”, no evitó que en los comienzos del gobierno de Isabel II se emprendieran las primeras reformas encaminadas a la renovación completa del sistema monetario, lo cual ocurrió, finalmente, en 1868. Pero Navarra ya no tenía entonces derecho de labrar su numerario; en 1834 se habían preparado los últimos troqueles para acuñar una pieza de Isabel II (I de Navarra), la última destinada a ser emitida por la Casa de Moneda de Pamplona.
Bibliografía
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