CRÉDITO
El recurso al préstamo, entendido como fuente de ingresos o recursos no propios, era requisito ineludible para el funcionamiento no solo de la economía sino incluso de la entera vida social y política. Esto explica que adoptase formas tan variadas -préstamos amistosos y usuarios, en dinero o en especie (grano y manufacturas), de particulares o por entidades públicas- como las circunstancias concretas que lo alentaban.
De los préstamos amistosos, como socorro mutuo entre familiares o convecinos, no faltan pruebas pero son difícilmente mensurables.
El desigual reparto de la riqueza agraria, sumado a la irregularidad de las cosechas, hacia imprescindible la existencia de unos mecanismos de préstamo de granos en determinados meses del año, o en determinados años cada cierto tiempo. Los recursos que, con este objeto, acumulaban los vínculos* y las arcas* no eran siempre suficientes, por lo que existía un crédito particular. Los contratos de préstamos de grano formulan condiciones muy variadas, según las circunstancias del lugar y del momento; los más rigurosos pedían la devolución en especie y al precio más alto que corriese en los mercados, el de los meses de mayo-junio; otros aceptaban ser pagados en dinero, a un precio fijado de antemano.
Los escasos recursos de las muchas familias, especialmente de labradores, que bordeaban el límite de la subsistencia, les obligaban a vivir endeudadas. Sin dinero para pagar en efectivo la ropa, utensilios, aperos, servicios, etc., en el momento en que los adquirían, se veían obligados a satisfacer las deudas del año con el producto de su futura cosecha, que debían por ello malvender precipitadamente a los precios más bajos de agosto. En apariencia, el artesano o el comerciante no gravaba un interés por el género o servicio que adelantaba, pero de hecho obtenía una compensación más que suficiente: el grano que adquiría a los precios bajos de agosto podía llegar a valer hasta un 33% más ese mismo año, al cabo de pocos meses.
El Consejo Real y las Cortes adoptaron diversas medidas para poner freno a los abusos y proteger al campesino. Aunque no prosperó la tajante orden del virrey, que dictó en 1529 que todas las deudas se pagasen en dinero y no en especie, sí se legisló en 1530 que el deudor eligiese a su conveniencia entre uno u otro sistema (en 1583 se dio marcha atrás parcialmente). También se procuró retrasar los plazos de devolución hasta noviembre o diciembre, para que el labrador hiciera valer más su producto (Ordenanza del Consejo de 1594; ley de 1757).
Entre todos los mecanismos de crédito, el censo consignativo o censo “al quitar”, ocupaba un lugar muy destacado, tanto en el ámbito rural como en el mundo urbano de los siglos XVI a XIX. Una ley de cortes de 1551 sancionaba sus principales rasgos: sería préstamo de dinero, con un interés máximo explícito del 6%, fundado hipotecariamente sobre bienes raíces especificados y que sería “perpetuo al quitar”, es decir, redimible a voluntad del censatario con la simple devolución del dinero prestado inicialmente. Dos leyes de 1580 y 1586 perfilaron su forma de acuerdo con la bula Com onus de Pío V; posteriormente, en 1607, se rebajó a un 5% el interés máximo legal.
Por lo conocido sobre los censos al quitar en la merindad de Estella a medidos del siglo XVIII, se perfila como un instrumento crediticio relativamente accesible a las familias propietarias. Los censatarios deudores, campesinos en un 90%, recurrían al censo para hacer frente a diversas urgencias de dinero líquido (malas cosechas, enfermedades, dotes, etc.) más que como inversión productiva. El principal censualista acreedor era la iglesia, con un 75% del capital (conventos, capellanías y fundaciones pías, por este orden); buscaban en el censo una inversión cómoda y una fuente de ingresos segura, aunque no fuese tan rentable como otras.
Cabe reseñar igualmente los préstamos que solicitaron algunas entidades públicas para la financiación de grandes obras o para afrontar circunstancias difíciles. Este es el caso de la construcción de los nuevos caminos carretiles a finales del siglo XVIII y principios del XIX. La Diputación del reino se hizo cargo de las obras con unos recursos insuficientes, lo que le obligó a recurrir masivamente el crédito particular en forma de “censales”.
Aunque no siempre la evolución real de las cosas corresponde a su evolución jurídica, lo cierto es que hubo motivos para que el crédito se encareciera durante el siglo XIX, cuando la revolución liberal conllevó -en España, por virtud de la ley de 14 de marzo de 1856- la abolición de las tasas de los intereses que pudieran cobrarse por los préstamos, y quedaron por tanto enteramente libres.
Pudieron influir otros factores: la menor influencia -jurídica, política y social- de la clerecía debió de debilitar, en parte, la doctrina sobre la usura, y es probable que la mera capitalización de la economía y sobre todo la monetización de las rentas contribuyeran a aumentar la demanda de numerario y, con ello, a encarecerlo, favoreciendo la elevación de los intereses. Todo esto, al tiempo que la propia revolución liberal desarticulaba los larvados sistemas de previsión del Antiguo Régimen, en virtud sobre todo de la desamortización civil -que dejó sin reservas propias no pocas entidades- y, en general, de las exacciones a que, desde los últimos años del XVIII, sometió la corona a cuantos pudieran contribuir a restañar las heridas de la Real Hacienda, entre ellos los pósitos y cuantas corporaciones tuvieran fondos propios, que, por tanto, pudieron prestar menos en adelante.
Lo cierto es que, en la segunda mitad del XIX, las acusaciones contra los usureros reaparecen -sobre todo en medios eclesiásticos y afines- para convertirse en una de las principales reivindicaciones de la centuria.
Y, sin embargo, cuando estas inquietudes llevan a elaborar estudios rigurosos sobre la situación, no pocos testimonios de la época repiten que Navarra es la excepción. Aquí -se aseguraba en Diario de Navarra en 1908, cierto que en un clima de polémica sobre ello, pero repitiendo una idea que ya han formulado otros, avalándola con datos- había “algunos usureros mal mirados, a los que la moral pública rechaza, pero la usura no existe ni con carácter de incipiente generalidad”.
Lo cual no significa que el crédito no se hubiera convertido en un fundamental problema para el desarrollo económico de esta región, en términos parecidos a los que pudieran darse en el resto de España. Los informes que reunió en 1884 la comisión que, por orden gubernativa, se constituyó aquí como en todas las provincias para dictaminar sobre los males que aquejaban a lo que -en un sentido muy amplio- se denomina clase obrera, dan una visión muy completa de la situación.
Primero, el denominado crédito territorial (es decir: aquel que se obtiene dejando como prenda bienes inmuebles). Los intereses no son demasiado altos -ni siquiera para lo corriente en la época, en que dominaban tipos que hoy resultarían muy bajos-: según la memoria general que esa comisión elabora, se situaban por término medio en 5,5%, “a lo más 6”, “si se atiende -advierte- a lo que se estipula en el contrato”; lo cual no impide, evidentemente, que haya existencias mayores. De un muestreo que entonces se hace en el registro de la propiedad de Estella, resulta que en efecto predominaba el 6 en las hipotecas sobre bienes inmuebles y el 5 en los préstamos de capitales, elevándose estos últimos rara vez por encima de 6. Es semejante la muestra de Tudela, donde el 6 por cinto predominaba asimismo en los préstamos hipotecarios. Del de Tafalla se aseguraba que el 60% de los mismos se hace al 6 y el 20 al 5. Curiosamente, los tipos eran más bajos en la merindad de Pamplona (cuyos valores respondían, sin duda y sobre todo, a la realidad de la capital, a tenor del estado correspondiente a 1883.
Como se ve, el abanico era más amplio en los prestamos hechos sobre fincas rurales, pero eran más elevados en las hipotecas urbanas (sin duda, porque las fincas valían más y porque era más alto el volumen de capitales que debía correr en la ciudad).
En realidad, el préstamo hipotecario resultaba más caro. En toda España se advertía que la aplicación de la ley hipotecaria de 1861 no había dado los frutos deseados precisamente por la carestía del procedimiento, por otra parte necesario para que la ley diera a los prestamistas las seguridades que pretendía. Y lo mismo ocurría en Navarra, conforme a la memoria de aquella misma comisión: ” el préstamo venia a costar al prestatario el 6 1/2 por ciento al año”.
La virtud de la ley estribaba precisamente en la inscripción de la hipoteca en el registro de la propiedad, para lo cual se hacía necesario no obstante que la propiedad misma se hallara registrada (lo que no siempre sucedía). Y -así en una región de predios pequeños, resultaban desproporcionados los derechos de inscripción en relación con el valor de la finca.
La ley había sido, en cambio, empleada por quienes sí tenían inscritas sus fincas, en particular -se afirmaba- por aquellos que quisieron convertirlas en viñedo, con ocasión del auge vitícola de los años 1870-1880.
En todo caso, el préstamo hipotecario se hallaba aún muy poco desarrollado, también porque el interés corriente del dinero era demasiado elevado en comparación de los productos y porque no había conseguido eliminar del todo las prácticas usurarias (por medio sobre todo del contrato de compraventa con pacto de retro).
La situación del crédito agrícola no era mejor. En aquella memoria de 1885 se subrayaba asimismo que no existía como elemento de riqueza constante y económicamente regularizado. Y los informes locales -todos de 1884- ratifican tal impresión: en Tudela -como en Cascante, Cintruénigo, Villafranca o Puente la Reina, con distintas palabras- se reconocía que los labradores hacían poco uso del crédito para el cultivo.
Una primera razón de la escasez del crédito radicaba precisamente en la reducción de las propiedades, que hacía que los prestamistas se resistieran a prestar a quienes no tuvieran garantía suficiente.
Durante el siglo XIX y XX, las fuerzas vivas navarras -locales y regionales- habían ido e irían fundando instituciones que resolvieran esta cuestión: Montes de Piedad*, Cajas de Ahorro*, Cajas rurales*, además de Bancos*.
La eficacia de tales organismos se abrió paso con lentitud. Los estadillos que se conocen demuestran que, en principio, los Montes de Piedad constituyeron un recurso crediticio secundario y de finalidad paradójicamente suntuaria con frecuencia.
En cuanto a las Cajas y Bancos, aunque existieran sobre todo desde la segunda mitad del XIX, se desenvolvieron con fuerza sólo en el siglo XX. Y, en general, sus propios datos muestran que tendieron a funcionar más como establecimientos de depósitos que como agentes financieros. Algunos dictámenes de comienzos del siglo XX insisten en que en Navarra se invertía -fundamentalmente en industria- demasiado poco, en proporción con su capacidad probada de ahorro. Era, evidentemente, un problema de mentalidad más que de técnica económica; mentalidad que por lo demás -y curiosamente- se testifica en los más diversos niveles sociales y en las más heterogéneas memorias de las instituciones: desde la pequeña gran banca de las sucursales de la capital hasta las modestas cajas rurales del resto de la región.
Bibliografía
A. Floristán Imízcoz, Crédito rural en Navarra. Los censos “al quitar”, “La documentación notarial y la historia”, II, Santiago, 1984, p. 395-408.