CONTRABANDO
CONTRABANDO
Introducción de géneros sin pagar los derechos de aduana a que están sometidos legalmente.
Muchos de los conflictos que se suscitaron en torno al sistema de tablas* que jalonaban las fronteras navarras, en torno a los abusos de los tablajeros* y de los soldados y guardas de los puertos, y en todo lo concerniente a los aranceles*, además del propio conflicto final que condujo a la supresión de las aduanas* llamadas del Ebro, entre 1717 y 1839, están desde luego ligados al problema del contrabando.
Ese parece ser uno de los motivos de que, al mediar el siglo XVI, se decidiera que todos cuantos importasen bienes -se entiende que de Francia- para exportarlos a Castilla hubieran de constar con licencia escrita del virrey. Y, por lo mismo, en las Cortes navarras de 1558 se acordó que quienes desearan exportar satisficieran los correspondientes derechos en el lugar donde compraban o en la tabla del lugar por donde salían, acabando así con la total libertad de elección de la aduana; aunque, a la vez, en esas mismas Cortes se hubiera de protestar porque los mercaderes que introducían productos “de Vascos y Bearne”, para llevarlos a Castilla cruzando Navarra, tropezaban con que en las tablas de este reino se los confiscaban, alegando que eran mercaderías prohibidas en Castilla, y esto, pese a que contaban con aquella licencia escrita del virrey que se les había impuesto.
En 1628 se hizo que las Cortes de este reino aprobasen una ley en virtud de la cual entraba en vigor en Navarra una cédula promulgada por Felipe II (IV de Navarra) en 1588, con diversos medios de control para frenar la introducción subrepticia de mercaderías. Y algunas de las medidas que, en aplicación de esta cédula, adoptaron después las autoridades virreinales afectaron de forma particular al régimen aduanero, provocando notables tensiones con los representantes navarros de los tres estados; no siempre resueltas a favor de la intangibilidad del fuero.
Así, una de las disposiciones consistió en obligar a todos los mercaderes -tanto naturales como extranjeros- a pasar por Pamplona con todos los cargueríos que importaran, para que pudiesen ser reconocidos, por si eran de contrabando. La medida atentaba contra algunas características principales del sistema aduanero que venía rigiendo en este reino. Dañaba de lleno, en primer lugar, la libertad que tenían los navarros (no los mercaderes extranjeros) para importar lo que quisieran sin pago ni declaración alguna (de manera que, conforme al fuero, en Navarra no cabía hablar en ningún caso de que los naturales hicieran contrabando por importar cosa alguna). Además se obligaba con ello a los mercaderes que penetrasen por el valle de Roncal, por ejemplo, sin ánimo de dirigirse hacia la capital, a rodear nueve leguas, y una distancia parecida a los que procedían de San Sebastián. Estos últimos, de otro lado, ya habían registrado sus mercaderías ente el juez de contrabando de aquella misma población guipuzcoana; lo que hacía innecesario el gasto que implicaba desviarse hasta Pamplona.
Porque, además, el desvío no sólo costaba el esfuerzo y el gasto de hacer un camino más largo, sino que obligaba a detenerse algún tiempo en Pamplona y a satisfacer los derechos de veeduría que, por su cuenta, habían decidido imponer los jueces de contrabando, el tablajero, el secretario y hasta el criado del juez -“por tener las llaves de la lonja donde están los fardos”-, amén de lo que tenían que dar “a un ganapán por traerles el faro a sus casas”. Las Cortes de 1632 protestaron pero esta vez la corona no transigió; prohibió desde luego que se cobrasen aquellos derechos por veeduría -salvo un real por fardo para el secretario- y transigió con diputar persona en Estella para que pudiera reconocer las mercadurías que venían de San Sebastián y otros puntos sin obligar a que pasaran por Pamplona; pero nada más. Las Cortes replicaron y recordaron con cierta acritud que el monarca no exigía nada parecido a los castellanos. Aceptaban ahora implícitamente la obligación de registro para las importaciones, pero se pedía que al menos se diputaran personas que lo reconociesen en Estella, Sangüesa, Viana, Tafalla, Lumbier y en los demás lugares convenientes para evitar aquellos rodeos. De lo cual sólo aceptó la Corona designar diputados en Estella y Lumbier, “porque son los caminos ordinarios y precisos por donde pasan las mercaderías a los nuestros reinos de Castilla y Aragón”.
La actitud de las autoridades no fue unilateral, desde luego, en defensa de sus intereses por encima de todo. En 1678 y 1679, por ejemplo, Carlos II (V de Navarra) hubo de intervenir para ordenar y reiterar “que los gobernadores y soldados que asisten en los puertos secos de ese reino no cobrasen los derechos que se hacían pagar violentamente de la entrada y salida”, además de rebajar los aranceles por “la carestía de los tiempos”.
Pero el temor al contrabando no cesó. En 1692, la Corona subrayó la necesidad de contar con licencias del administrador de las tablas -previo pago de los derechos que correspondiera- para introducir lo que se considerase géneros prohibidos (a raíz de una confiscación de bienes adquiridos en la feria de Roncesvalles) y que provocó la protesta inútil de las Cortes. Y, al mismo tiempo, el virrey ordenaba mediante bando que, en adelante, la extracción de lana sólo se realizara por los puertos de Gorriti y Goizueta, sin que la consiguiente queja de las Cortes de 1692 lograse que la Corona transigiera en reparar el agravio que en ello había; además, en Pamplona, los controles se endurecieron en esas mismas fechas.
En las Cortes de Corella de 1695, las protestas de multiplicaron por lo mismo; del gobernador del puerto de Vera se enumera un sinfín de irregularidades sobre los derechos de saca e introducción para las Cinco Villas, amén de contemplarse diversos casos de supuesto contrabando; y en 1696 la Diputación hubo de protestar al virrey porque seguía obligando a los comerciantes a llevar a palacio sus cargas; polemizó asimismo con él -sin éxito- porque decidió éste nombrar un gobernador para Gorriti, siendo así que, hasta entonces, el comercio con Guipúzcoa era libre y no requería por ello un control especial.
Sin duda -como ya se ha visto en la letra de alguna de estas disposiciones (en particular en el desvío de las exportaciones de lana hacia Guipúzcoa, lejos de la frontera con Francia)-, el entorpecimiento del comercio exterior durante el último cuarto de siglo XVII y las consiguientes alteraciones del régimen aduanero, así como el mero endurecimiento del control por parte de las autoridades aduaneras locales -tablajeros, gobernadores de los puertos, guardas y soldados-, se hallaron vinculadas a la cadena de guerras contra Francia que mantuvo la España de Carlos II (V) entre 1667 y 1697, y que indujo en algún momento a las autoridades virreinales a prohibir por completo el comercio entre Francia y España. (Aduanas*)
Entronizado Felipe de Borbón (V de Castilla y VII de Navarra), a quien habían apoyado los propios navarros, las Cortes de Pamplona de 1701 procuraron que se enmendara todo esto -sin conseguirlo a plena satisfacción- y se repitió la protesta contra los abusos de los gobernadores de los puertos, denunciados ahora por sendos memoriales que contra los de Burguete y Maya enviaron a las Cortes los valles de Arce y Erro y el lugar de Zugarramurdi; se dio fuerza de ley a la queja de 1692 y 1696 contra el uso de obligar a los comerciantes a pasar sus cargas por el palacio del virrey, y se pidió la supresión del gobernador de Gorriti; a todo lo cual la Corona respondería de manera satisfactoria.
En adelante, el asunto del contrabando -en su relación con la intervención fiscalizadora de la Corona- se ligaría estrecha y definitivamente al de la supresión de las aduanas que separaban Navarra de Aragón y Castilla.
El carácter endémico que, coma se ve, tenía el contrabando en Navarra no se resolvió sin embargo con el traslado de las aduanas del Ebro al Pirineo, sino que, muy al contrario, los años inmediatamente siguientes a la primera guerra civil (1833-1839), cuando esa remoción tuvo lugar, se caracterizaron por una verdadera explosión de este tipo de criminalidad. El hecho -que adquirió una importancia grande en la Navarra de la época, por su envergadura- pone desde luego un interrogante a la veracidad de la argumentación que las autoridades centrales habían aducido para llevar a cabo ese cambio. En 1843, en la primera estadística sobre la delincuencia nacional que se publicaría en España, Navarra aparecía como la provincia donde más delitos de contrabando tenían lugar: uno para cada 2.069 habitantes. Le seguía relativamente de cerca La Coruña (con uno por cada 2.465). Para explicarlo, se aduciría, paradójicamente, justo lo contrario de lo que había argüido para suprimir las aduanas interiores; la Sociedad de Amigos del País de Pamplona achacó, precisamente, a la nueva situación arancelaria el crecimiento del contrabando (1848).
Desde luego, el problema retrocedió desde entonces mismo, cuando la Administración estatal consiguió ganar en eficacia. Pero no puede afirmarse que cesara nunca. Sin que llegase a tomar cuerpo aquella desmoralización general que sus coetáneos temían entre otras cosas, por que la teología católica facilitó el antídoto, al negar el carácter pecaminoso del contrabando en sí), el tráfico ilegal continuó convertido en parte ordinaria de la forma de vida de la frontera pirenaica; aunque su virulencia dependiera y estuviese fuertemente sujeta a las conveniencias de la coyuntura económica internacional. Así hasta las décadas finales del siglo XX.