PREHISTORIA-PROTOHISTORIA
Los grupos humanos que en el sudoeste de Europa se encuadran entre las diversas formas culturales de la Antigua Edad de Piedra (el Paleolítico) se caracterizan por desarrollar actividades de explotación eminentemente depredadora (caza y recogida de productos silvestres), en grupos reducidos de relativa movilidad, y con una especial habilidad en la fabricación de instrumentos mediante la talla del sílex y de la cuarcita.
Su ámbito temporal genérico, el período Pleistoceno, ha conocido una sucesión de alternancias de etapas de clima bastante o muy frío y medianamente seco (las glaciaciones) con otras de temperatura moderada y relativa o elevada humedad (los períodos interglaciares); ellas sirven de entramado climático, paisajístico y cronológico a las diversas etapas y formas culturales determinadas en el Paleolítico. Las culturas del Paleolítico Inferior coinciden con las glaciaciones e interglaciares de Pleistoceno Inferior y Medio, desde la primera presencia de una actuación inteligente (humana) sobre guijarros de piedra acomodándolos elementalmente (cultura de los guijarros) hasta los 120000 ó 100000 años antes del presente. El desarrollo del Paleolítico Medio se produce al final del interglaciar Riss-Wurm y en la primera mitad de la última glaciación, la würmiense (Würm I y Würm II), aproximadamente entre los 100000 y los 35000 a.C.; es la época del “hombre de Neanderthal” (Homo sapiens fossilis, neandertalensis) que, con los primeros rigores de la glaciación würmiense, buscará cobijo en covachos y abrigos bajo roca, donde además de restos de su actividad diaria suele depositar sus muertos con algunas ofrendas simples. Por fin, el Paleolítico Superior (en el Würm III y IV), con el “hombre de Cro-Magnon” (Homo sapiens sapiens), ofrecerá en nuestras latitudes un denso repertorio de cuevas de habitación (en algunas de las cuales se conservan muestras del arte parietal y rupestre) y un sofisticado instrumental en piedra tallada al que acompaña un utillaje en hueso o en asta hábilmente preparado. Cuando, hacia los 9500-8500 a. C, decline aquella última glaciación del Pleistoceno y se ofrezcan los primeros síntomas de la actualidad climática (el Holoceno) se irán produciendo situaciones de acomodación cultural más o menos conservadora o innovadora en cuanto a los modos de vida y subsistencia y a la ocupación del espacio (Epipaleolítico o Mesolítico).
Se puede asegurar que Navarra y el amplio territorio de ocupación paleolítica en el que se inserta (esto es, desde la Dordoña y Aquitania francesas al litoral cantábrico, pasando por los valles pirenaicos), con su complejidad topográfica y climática (o sea, con la variedad de sus paisajes), ha ofrecido a lo largo de todo el Paleolítico parajes y ambientes suficientes para asegurar, en alguna de sus comarcas, la presencia humana. Aquí no distan demasiado terrenos montañosos accidentados con abundantes valles estrechos (paisajes de roquedo), otros de paisaje suave de colinas y hasta otros de planicie en zonas de rasos y de terrazas fluviales de espacios abiertos (formas de paisaje de bosque y de pradera, según los lugares), de cuya explotación estacional y alternativa debieron vivir aquellos antiguos grupos humanos. Las terrazas del Ebro Alto y Medio y de sus afluentes y las de la cuenca de Adour, así como la franja litoral de la costa de Labourd o las rasas de Urbasa, permitirían en circunstancias de mayor benignidad climática la presencia de bandas de cazadores en el Paleolítico Inferior. Y cuando la última glaciación, la würmiense, dejó sentir sus rigores (con la llegada del Paleolítico Medio y en todo el Paleolítico Superior), aquellas gentes tuvieron la oportunidad de escoger, en la densa red espeleológica del Pirineo vasco y del litoral cantábrico y en sus estribaciones, las cuevas y abrigos más aptos como cobijo y a favor de sus actividades de explotación del territorio.
No todos los yacimientos paleolíticos conocidos (es decir, aquellos lugares en los que se han identificado evidencias de presencia humana y de su ambiente) proporcionan el mismo caudal de información ni tampoco sus noticias son igualmente verificables. Así se habrían de distinguir aquellos testimonios encontrados aislados, los “hallazgos sueltos” (sobre todo de instrumentos de piedra tallada; varios de los indicios hoy conocidos del hombre del Paleolítico Inferior), de los “restos estratificados” que se concentran, en abundancia, en un espacio reducido donde se ofrecen de modo evidente secuencias culturales que llegan a cubrir varios milenios de presencia humana reiterada. Esto sucede, por ejemplo, en los yacimientos de las cuevas de Isturitz, en Baja Navarra, y de Lezetxiki, en Guipúzcoa, que conocen su primera ocupación en el Paleolítico Medio y su continuidad a lo largo de todo el Superior, durante unos 50.000 años; o, más modestamente, en el de la cueva de Berroberría, en Navarra, desde los 13000 ó 12500 años a.C. (en el Magdaleniense Inferior o Medio) hasta la Edad del Bronce (2000 ó 1500 a.C.).
Por fin, convendrá señalar la irreparable desaparición de algunos yacimientos (así es el caso de las dos estaciones de Atabo y de Coscobilo en la Barranca navarra, destruidas ambas por explotación de canteras, hace pocos años) de cuya rica información inicial sólo se han salvado colecciones de instrumentos o de fauna incompletas, revueltas y separadas de su natural contexto estratigráfico y cultural o, en los mejores casos, la referencia inicial obtenida en algún sondeo provisional de prospección.
Por lo sabido hoy, se puede afirmar que los restos más antiguos de cultura humana en Navarra se remontarían al período interglaciar Riss-Würm (aproximadamente hace cosa de 120.000 ó 100.000 años), correspondiendo a elementos culturales del Achelense avanzado. Mucho más numerosas y coherentes son las evidencias que se sitúan en la última glaciación, en las formas culturales del Paleolítico Medio (el Musteriense), desde los 80000 ó 70000 hasta los 20000 ó 18000 (en su prolongación en la primera mitad del Paleolítico Superior). Y resultan mejor conocidos aún, con un futuro inmediato prometedor de mayores precisiones, los que se hallan en depósitos estratificados de la fase climática Tardiglaciar (durante el Würm IV), referidas a las formas culturales del Magdaleniense avanzado y final y, ya en el Aziliense y otras culturas epipaleolíticas, a las que la etapa de transición climática al presente (entre los 13000 ó 12000 años y los 4500 a.C., cuando se empiecen a detectar los primeros síntomas de las Innovaciones del Neolítico).
Paleolítico Inferior y Medio
En Navarra, los testimonios más antiguos de presencia humana se refieren al final del Paleolítico Inferior, dentro del Achelense avanzado, o en su liquidación y paso al Paleolítico Medio (Musteriense). Se trata de varios hallazgos sueltos (dos “bifaces” en el curso bajo del Irati, en el lugar de la Venta de Judas, en Lumbier; un bifaz muy rodado recogido en las terrazas del Ega en el sitio de Ordoiz, en Estella; varias “cuarcitas talladas” que P. Wernert dijo haber hallado en 1924, sobre el Ega, en Zúñiga; o las citas algo inseguras de algunos cantos tallados recogidos en término de Pamplona) y de las colecciones de mayor entidad procedentes de varios lugares de Urbasa y del desaparecido yacimiento de Coscobilo (Olazagutía).
Los hallazgos de Urbasa se vienen produciendo desde 1968 y se han insertado últimamente en un plan metódico de prospección y estudio de todo el lugar: se concentran especialmente en los parajes de la Balsa de Aranzaduia*, en Otsaportillo*, en la fuente de Andasarri*, en la fuente de Aciarri*, etc. Según las descripciones más circunstanciadas de E. Vallespí y de I. Tabar, en las colecciones de piedras talladas ahí reunidas se han definido una tipología y técnicas teóricamente atribuibles al Achelense o a modos de trabajo clactonienses y levalloisienses, con centenares de piezas bastante características.
Del desaparecido yacimiento de la colina de Coscobilo* no se puede ofrecer hoy una coherente visión de conjunto, aunque diversas aportaciones valiosas permiten apuntar que se han conseguido rescatar algunos testimonios industriales cuya tipología se debe referir al Achelense final o al Musteriense y, también a las primeras etapas del Paleolítico Superior (Perigordiense inferior y superior; Solutrense). De otra parte, en las escombreras de destrucción se recogieron muestras de fauna del Pleistoceno que debía en algunos casos vivir en el lugar y, en otros, se acumuló allí como residuos de su caza y consumo por parte del hombre de la época. M. Ruiz de Gaona identificó entre esos restos los de jabalí, ciervo, corzo, cabra montés, caballo, lobo, zorro, oso pardo…, junto a otros de especies extinguidas como hipopótamo (sin especificar), rinoceronte (se duda si el Rhinoceros tichorhinus o el D. hemitoechus), el leopardo (Felis pardus), bóvidos (Bos curvidens y Bison sp.), hiena y oso de las cavernas.
De la documentación que se posee en Navarra sobre el Achelense avanzado (que, ciertamente, puede en algunos ejemplares ser trasladada al inmediatamente posterior Musteriense “de tradición Achelense”) se deducirían dos formas de emplazamiento: en paisajes de montaña y en terrazas fluviales. En la primera modalidad se presentan los lugares de montaña alta, al aire libre, de Urbasa (en torno a los 900 m de altitud) y aquellos de montaña baja -sea en cueva, en abrigo rocoso o al aire libre- en Coscobilo. Como terrazas fluviales de asentamiento humano se catalogan, por su parte, los hallazgos de las del bajo Irati en Lumbier y los del Ega alto y medio en Zúñiga y en Estella.
A aquellos utensilios de mayor tamaño aparecen asociados, en las colecciones de Urbasa y de Coscobilo, otros elaborados sobre lascas menores a las que, mediante retoque se transforma en puntas, raederas, denticulados, etc., cuya atribución cultural más segura se halla en el Musteriense. Se debe pensar, en consecuencia, o en la existencia de dos conjuntos distintos (uno Achelense final y otro Musteriense) que, debido a las condiciones de su conservación y recogida, han llegado a nosotros mezclados, o bien en una sola entidad cronológico-cultural, una formación de Musteriense de tradición Achelense, etapa ésta que se ubica en la primera mitad de la glaciación würmiense, cubriendo ampliamente los años 80000-75000 a los 35000 a. C.
Paleolítico Superior
A excepción de algunos indicios, no controlados en estratigrafía, que han permitido señalar en algunas piezas procedentes de la colección de Coscobilo una posible referencia a etapas más antiguas (el Chatelperroniense, el Gravetiense y el Solutrense: a lo largo del Würm III), lo mejor conocido del Paleolítico Superior en Navarra se atribuye a la etapa Magdaleniense. El nivel de la cueva de Abauntz* (Arraiz), excavado por P. Utrilla, se ha clasificado en el Magdaleniense inferior (con restos de reno, entre otros ungulados), fechándose por el Carbono 14 en los 13850 a.C., datación no muy alejada de aquella en que se realizarían los grabados rupestres de Alkerdi y en que se comenzó a habitar la cueva de Berroberría.
El arte rupestre de la cueva de Alkerdi* (en Urdax) se concentra en un reducido plano estalagmítico sobre el que se pueden identificar de izquierda a derecha parte de la figura de un caballo, la de un bisonte y la de un ciervo. El estilo del grabado de estas figuras y las técnicas de tratamiento de sus contornos (que se reitera hasta rellenar parcialmente con grabados yuxtapuestos) coinciden con lo que se ha considerado característico del estilo del Magdaleniense Inferior y Medio, es decir en torno a los 13000/12000 años a.C.
El yacimiento de fines del Paleolítico Superior estratificado más importante por ahora es el de la cueva de Berroberría* (en Urdax) inmediato al de Alkerdi. Excavado en varias ocasiones y últimamente (desde 1977) por I. Barandiarán, presenta en su nivel E buenas evidencias del Magdaleniense final, ofreciendo los fósiles característicos del momento; arpones de asta con doble hilera de dientes, buriles, raspadores (a menudo cortos y de forma redondeada) y puntas de dorso, etc. Los restos de comida recuperados revelan una dieta cárnica de ciervos y caballos, sobre todo, y la captura de salmones.
El resto de estaciones atribuidas al Paleolítico Superior o al inmediato Epipaleolítico, en Navarra, ha escapado a un control científico mediante excavación exhaustiva. Cabe mencionar sin embargo los yacimientos de Alaiz y de la Hoya Grande*; otros han sufrido diversos daños (o destrucción por cantera, en Atabo*, Alsasua, donde pudo practicar aún una cata de sondeo J. M. de Barandiarán; o por saqueo incontrolado, en una cueva de la Sierra de Alaiz) o se ha señalado imprecisamente a partir de alguna prospección superficial (así en algunas citas referidas al Magdaleniense en Echauri).
El Epipaleolítico y la transición a la actualidad climática
El fin de la última etapa glaciar se caracterizó en el sudoeste de Europa por la rápida sucesión de oscilaciones breves, en que el frío iba progresivamente desapareciendo. Entre los años 10000 y 9500 a.C. se ha apreciado el aumento de las formaciones boscosas (oscilación atemperada de Alleröd), intensificándose de seguido nuevamente el frío (oscil. de Dryas III): es entonces cuando aparecen en algunas estaciones pirenaicas francesas las primeras formas culturales de Aziliense, cuyo arraigo aún se atrasará unos mil quinientos años en la mayor parte de las estaciones de la cornisa cantábrica.
En la prehistoria de Navarra la primera etapa de este Epipaleolítico, denominada Aziliense, tuvo comienzo a finales de la glaciación Würm, hacia el 990 a.C., momento que supuso una notable atemperación del clima. Son escasos los restos localizados en la región, ya que únicamente puede individualizarse el nivel D inferior de Berroberría, cueva en la que al nivel Magdaleniense sucede sin solución de continuidad el Aziliense. Asimismo el momento inicial de ocupación de Zatoya* corresponde al mismo período.
Hacia el año 6500 a.C., con un clima relativamente húmedo y templado, se abre la etapa del calificado epipaleolítico-aziliense, que ofrece en Navarra diversos restos, como los procedentes del nivel D de Berroberría, con aparición del caracol de tierra; los niveles II y Ib de la cueva de Zatoya; el nivel D de Abauntz, con una industria de sílex no geométrica; algunos restos procedentes de la cueva de Atabo en Alsasua y de Akelarren Leze* en Zugarramurdi y, por último, diversas evidencias del Abrigo de la Peña* de Marañón y del de Padre Areso* en Bigüézal.
En una hipótesis elemental, el período comprendido entre esos dos extremos culturales -el Paleolítico Superior y el Neolítico- se puede estructurar en dos etapas sucesivas: el Epipaleolítico no geométrico (Aziliense y culturas afines) y el Epipaleolítico geométrico. Con ello parece sencillo ir ordenando las sucesiones de estratos hoy conocidos (y cuantos, de seguirse el actual ritmo de prospecciones, se hayan de descubrir) en Navarra (el nivel III de Atabo, el nivel inferior de la cueva del Padre Areso en Bigüézal, los niveles II y Ib de Zatoya, los D inf. D y C de Berroberría, el nivel de transición del D al C de Abauntz…) y los conocidos en las provincias vecinas de Guipúzcoa (en Ekain, Aitzbitarte, Urtiaga…), de Álava (Montico de Charratu, Fuente Hoz…) o de Vizcaya (Santimamiñe, Lumentxa, Abittaga, Arenaza I, etc.).
Bibliografía
Texto al día de síntesis más completa sobre la Prehistoria de Navarra ha sido publicado por I. Barandiarán y E. Vallespí, con el título Prehistoria de Navarra en 1980 (dentro de la serie “Trabajos de Arqueología de Navarra”, vol. 2, que editan el Museo de Navarra y la Institución Príncipe de Viana), obra reimpresa en 1984, actualizando la bibliografía.
Una información pormenorizada de los yacimientos de mayor interés, con su descripción y valoración, se incluye en un repertorio amplio de monografías, entre las que deben destacarse las de: J. M. de Barandiarán para Atabo (en 1962), de I. Barandiarán para Alkerdi, Zatoya y Berroberría (en 1974, 1977 y 1979), de M. A. Beguiristáin para la colección de Coscobilo (en 1974), de J. Maluquer de Motes para Coscobilo y Berroberría (en 1954 y 1965), de A. Marcos y S. Mensua para la Venta de Judas (en 1958), del Marqués de Loriana para Alkerdi-Berroberría (en 1943), de M. Ruiz de Gaona para Coscobilo (en 1941 y 1952), de I. Tabar para algunas estaciones de Urbasa (en 1977 y 1978), de E. Vallespí para las estaciones del Paleolítico Inferior y Medio (en 1970, 1971, 1974 y 1975; en algún caso con la colaboración de R. García Serrano y de M. Ruiz de Gaona), y de P. Utrilla para Abauntz (en 1977 y 1979).
Superado el viejo concepto técnico de Neolítico, esta etapa queda definida por un criterio económico que se funda en el control de los recursos alimenticios de la naturaleza por el hombre. Otros progresos técnicos, como el descubrimiento de la cerámica, el tejido de fibras vegetales o el pulimento, acompañaron a la producción controlada de alimentos vegetales o de origen animal. Y como consecuencia lógica se asiste a la sedentarización de la población.
Del mismo modo, la Edad de Bronce va a suponer, junto a la fijación y perfeccionamiento de los logros anteriores, el descubrimiento de la metalurgia, primero del cobre y del bronce después. Esta etapa, en sus últimas consecuencias, dará lugar a la división del trabajo, que motivará “a posteriori” una estratificación social y toda una serie de cambios que han dado en llamarse “revolución urbana”.
En Navarra, los yacimientos que ilustran ambas etapas, denotan retraso en la adquisición de estos avances, reflejo de la lejanía respecto a los focos de invención orientales. No se puede hablar de verdadera revolución rural hasta la Edad del Bronce y los primeros yacimientos que anuncian estos cambios no se remontan más allá de lo que se conoce como Neolítico Final.
Como tampoco puede hablarse de urbanización hasta el Bronce Final-primera Edad del Hierro, con la llegada de grupos indoeuropeos, de economía preferentemente cerealista, frente a la economía pastoril predominante en los grupos ya asentados.
Encuadre cronológico y climático
En líneas generales, estas culturas tienen su desarrollo en la región durante el final de la fase climática Atlántica y todo el Sub-Boreal. En términos cronológicos puede fecharse aproximadamente entre el 3500 y el 1000 a.C. Una excepción, que puede dejar de serlo con posteriores investigaciones, es el caso de Zatoya (Abaurrea Alta), cuyo nivel I, datado por radiocarbono, ha dado una cronología de 4370 años a. C. No parece que los ocupantes de este yacimiento conocieran técnicas de producción de alimentos, pero sí un elemento técnico propio del Neolítico, la cerámica, lo que inscribe a este grupo en la denominación de subneolítico.
Climáticamente, a la fase Atlántica correspondería un ligero aumento de temperatura y de humedad, siendo propio de Subboreal un ligero descenso de las temperaturas y de las lluvias, todo ello dentro de un marco climático postglaciar similar a la época actual.
Población
No resulta fácil calcular la densidad de población del período. La dificultad de conservación de los restos óseos por un lado y la escasez de estudios encaminados a clarificar este tema, hacen poco fiables los datos que se dan al respecto. Análisis craneológicos determinaron la presencia de tres tipos humanos morfológicamente bien diferenciados: el Mediterráneo grácil, el Pirenaico occidental y minorías étnicas de tipo alpinoide y armenoide. Numéricamente, los restos más importantes conservados corresponden al primer tipo, que es el sustrato básico de la población de la Península Ibérica desde el Neolítico. Aparece ocupando indistintamente el área de la Montaña y Ribera. Por su parte, los restos del Pirenaico occidental conocido también como tipo Vasco, se circunscriben al área de Montaña. Las minorías étnicas a que se ha hecho referencia, proceden de la cueva de Urbiola y se identifican con prospectores de metal que llegarían a esta región ya avanzada la Edad del Bronce.
Los restos óseos en que se basan estos datos proceden de enterramientos en cuevas y dólmenes y su conservación es muy desigual. Probablemente, los contactos entre los distintos tipos serían raros, aunque en el yacimiento alavés de Los Husos I hay constancia de un tipo Mediterráneo grácil con rasgos que evidencian mestizaje con Pirenaico occidental.
Como dato anecdótico cabe añadir que la estatura calculada para la población adulta oscila entre 1.640 mm en elementos masculinos de Urbiola, y de 1.540 mm, en un resto femenino de Aralar.
Tipos de yacimiento
Se pueden distinguir dos grupos de yacimientos en virtud de su utilización, los funerarios y los de habitación o vivienda, no faltando ejemplos de uso mixto.
Del primer grupo destacan por su peculiaridad las construcciones megalíticas, sepulturas colectivas de inhumación (Megalitismo*). Con el mismo ritual de enterramiento colectivo, se utilizaron cuevas o estrechas galerías de difícil acceso. Es el caso de Abauntz, Atabo, Bazterrako, Riezu, Urbiola, Los Moros de Navascués, etc.
Más variedad se observa en los yacimientos de vivienda, que pueden ser al aire libre o al amparo de cuevas o de abrigos rocosos. Faltan evidencias de construcciones de chozas o tiendas dentro de las cuevas o abrigos. Además, la creciente actividad pastoril y agrícola hace que esta modalidad de vivienda vaya decreciendo en favor de la vida al aire libre, en pequeñas concentraciones de chozas que constituyen los llamados yacimientos de superficie. Estos pueden ser lugares de trabajo, “talleres de sílex”, o establecimientos de viviendas más o menos estables, generalmente asentados en terrenos amesetados o en laderas de suave pendiente bien orientadas. No faltan ejemplos de auténticos poblados con construcciones de caña y barro en plena Edad del Bronce. Restos de adobe con la impronta de cañas se han recuperado en el yacimiento de La Cuesta de la Iglesia* de Buñuel. Hasta un total de sesenta y seis estaciones de ocupación temporal al aire libre han sido controladas sólo en Navarra. Supone una gran dispersión de la población aunque a veces los indicios de su existencia se limiten a piezas de sílex concentradas en corros.
Cultura material
Todo cambio de actividad se ve reflejado de un modo u otro en la transformación que sufren los ajuares. Con el descubrimiento de nuevos modos de producción, se inventaron herramientas adaptadas a la nueva función, cayendo en desuso otras vigentes en épocas anteriores. Medias lunas, dientes de hoz y de sierra, azadas pulimentadas, palos de cavar y molinos son otras tantas evidencias de actividad agrícola. Por su parte hachas y azuelas parecen denotar actividad desforestadora con el fin de aprovechar la madera pero también el de ampliar el área de cultivo y de pastos.
En su mayor parte, la cultura material de estas épocas la constituyen piezas líticas, talladas o pulimentadas, siendo numéricamente menos importantes los restos cerámicos, metálicos y óseos. Este predominio de las piezas líticas puede deberse a razones de conservación ya que se debieron de utilizar hueso, madera y fibras en proporciones que resulta difícil saber por su carácter deleznable.
Además de las piezas líticas señaladas como peculiares del período, continúan otras de tradición paleolítica. Así, es frecuente encontrar en estos yacimientos raspadores, raederas, buriles, truncaduras, muescas y cuchillos, propias del Paleolítico pero con ciertas modificaciones, principalmente en cuanto al tamaño. Otras piezas, como los microlitos geométricos, son herencia del Mesolítico. Al igual que en otras regiones, estos microlitos tardíos presentan dorsos con el característico retoque en doble bisel, y bases pequeñas de los trapecios retocadas sin que esto suponga un total abandono del retoque abrupto.
Piezas características del Eneolítico son las foliáceas de retoque bifacial plano y las puntas de flecha con pedúnculo y aletas cuya tipología es bastante variada. Ambos grupos pertenecen a la categoría de armas y resulta curioso constatar que es en los conjuntos funerarios donde aparecen los ejemplares más perfectos.
No hay indicios de actividad metalurgista en estas fechas en Navarra aunque sí los hay de actividad minera. Tal parece indicar la existencia de mazas pulimentadas en la Sierra de Alaiz y la frecuencia con que los poblados se sitúan próximos a minas o vetas de azuritas y malaquitas.
En cuanto a la cerámica cabe pensar que la escasez de restos se deba al empleo de vasijas de madera, aunque no se ha conservado ningún recipiente de este material. Sí que hay restos de los de barro, hechos a mano y cocidos en hornos muy rudimentarios.
Los acabados de las cerámicas son diversos, desde superficies rugosas a las bruñidas. Su decoración es en general sobria, aunque se consigan efectos de gran belleza en casos como la cerámica campaniforme.
En hueso es frecuente encontrar en los yacimientos punzones y sobre todo esquirlas óseas aguzadas. También hay costillas retocadas a modo de espátulas, al parecer destinadas a pulir las cerámicas. En yacimientos funerarios suelen encontrarse botones, cuentas de collar, y otros objetos de hueso.
Como elementos de adorno personal cabe destacar, además de las ya mencionadas cuentas de hueso, otras en piedra, colgantes, brazaletes, etc. Son más frecuentes en enterramientos que en lugares de vivienda, ya que se trataría de objetos especiales que acompañarían a su propietario en el viaje al más allá.
Manifestaciones artísticas
Hay indicios de la sensibilidad artística de estas gentes, aunque se escape el verdadero significado que para ellas tuvieron esas representaciones. Los testimonios encontrados en Navarra encajan en el fenómeno del arte esquemático, y deben analizarse dentro de ese panorama general. Tres son los conjuntos identificados: dos en Echauri (refugio de montañeros y una laja depositada en el Museo de Navarra) y uno en el Señorío de Learza, en la Peña del Cuarto*. Difieren entre sí por el grado de esquematismo y por la técnica empleada en su ejecución, pinturas en Echauri y grabado en Learza. (Pintura*, Navarra*, Lasiarreka*, Peña del Cuarto*, Peña del Cantero*).
Es evidente el valor documental de estos conjuntos, ya que las muestras de arte esquemático, tan abundante en otras regiones de la Península Ibérica, son muy escasas en la zona septentrional.
Preocupaciones religiosas
Aparte del significado espiritual que se puede intuir en estas obras de arte, los restos arqueológicos que más claramente expresan la religiosidad de quienes los erigieron son los monumentos megalíticos. Se ha supuesto la existencia de unos “misioneros” que difundieran los supuestos religiosos necesarios para mover a la población a levantar estos monumentales conjuntos con el fin de recoger los restos de sus correligionarios muertos. No deja de sorprender semejante esfuerzo colectivo para construcciones de carácter fúnebre por parte de quienes han dejado tan escasas construcciones destinadas a vivienda, y desde luego de materiales tan perecederos como el barro y la madera. Se saben pocos datos seguros de su ritual funerario. Se desconoce si era norma el depósito de alimentos, pero en algún caso parece probado. Tampoco consta con certeza si eran obligados los fuegos rituales, o si existía alguna norma en la orientación de los muertos ya que, al tratarse de enterramientos acumulativos, la muerte de un nuevo miembro de la comunidad o del clan obligaba a arrinconar o desplazar los restos de los anteriormente inhumados.
Tienen también un indudable interés las etapas culturales del Neolítico y Edad del Bronce. En primer lugar porque en estos momentos, grupos de pastores, agricultores y prospectores de metal, con evidentes relaciones comerciales con gentes de los principales focos de producción del momento, van a descubrir las posibilidades económicas de la región. Y esto se traduce en la extensa red de yacimientos que suponen la ocupación de una zona que casi podía considerarse, en las etapas anteriores, un desierto humano. La segunda razón de su interés radica en que, en parte, el sustrato étnico histórico de Navarra va a constituirse con la población asentada en estas épocas.
Bibliografía
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En Navarra se reflejan las influencias más destacables de la Edad del Hierro hispano. Aunque es acepción generalizada que la “Edad del Hierro” significa la utilización de este metal en una época concreta, en Navarra su presencia es escasa y, en ocasiones, nula tanto en sus poblados como necrópolis. Utilizando una terminología ya establecida, que no es exactamente la presencia de objetos o útiles de hierro lo que define, en líneas generales, a la Edad del Hierro navarra, sino fundamentalmente la cerámica.
Poblamiento
La escasa población indígena que ocupa Navarra en la E. del Bronce, se verá incrementada durante la E. de Hierro inicialmente por la llegada de gentes centro-europeas. Dada su situación geográfica recibirá directamente a los invasores, que alcanzarán el suelo navarro en distintas oleadas, bien remontando el Ebro procedentes del Bajo Aragón y Cataluña (han entrado por los Pirineos Orientales) o bien por el paso natural de los Pirineos Occidentales (Roncesvalles). Ambas vías de penetración quedan jalonadas por los poblados que se localizan en su trayecto.
El segundo aporte cultural, -cabe suponer que también étnico- afecta a Navarra en un momento de la E. del Hierro difícil aún de precisar, que significa el inicio de una nueva fase, Hierro II. Llega de nuevo remontando el Ebro, del mundo mediterráneo-levantino; es la cultura ibérica.
El mapa de población no permanece estable. Los cambios consisten unas veces en el abandono de lugares que tuvieron en el momento anterior, Hierro I, una vida floreciente, como el Alto de la Cruz*, El Castillar*, etc.; o, por el contrario, hay un aumento considerable del núcleo urbano, como ocurre en El Castejón* de Arguedas. Son pocas aún las excavaciones realizadas hasta el momento para poder valorar con rigor científico la entidad e importancia que tuvieron los aportes de población que hemos visto. Los yacimientos localizados se deben en su mayoría a hallazgos de superficie, y el estudio de sus materiales no permite profundizar en la trascendencia que en cada uno de ellos tuvo la llegada de la cultura ibérica sobre la población de tradición celta precedente.
Localización y estructura de los poblados
En los núcleos localizados hasta el momento, se pueden señalar una serie de características comunes que afectan a su ubicación, topografía y estructura interna.
Se emplazan, normalmente, en cerros de poca altura: El Castejón de Arguedas, 330 m, El Castillar de Mendavia, 414 m, Sansol* en Muru-Astráin 530 m, pero desde su cota máxima se divisa una buena panorámica. El agua, elemento indispensable para la vida, se encuentra siempre en lugar cercano y de fácil aprovechamiento. En perfil estos cerros presentan uno o dos escalones, que se mantienen en ocasiones con un muro de piedras cuya función pudo ser doble, de defensa y de contención de tierras.
Puede hablarse en estos poblados de un intento de ordenación urbana, en el que las calles y casas se acomodan a la topografía del lugar, según datos comprobados en El Alto de la Cruz, El Castejón y Peña del Saco.
Hasta el momento las plantas de las viviendas son rectangulares, de proporciones más o menos alargadas. En el poblado de El Alto de la Cruz de Cortes pudieron estudiarse perfectamente los tres compartimentos de que constan las viviendas: vestíbulo, hogar y despensa. Las excavaciones de El Castillar de Mendavia ofrecen casas rectangulares de 9 x 3 metros, que en un sector del poblado son de muros de tapial con hogar semejante a los de Cortes; y en otro los muros son de piedra, no se diferencian compartimentos, pero sí ofrecen en su interior uno o varios hornos caseros, hogares y los soportes de la techumbre consistente en vigas de madera.
Para la construcción de las viviendas empleaban como es lógico, los materiales propios de la zona; de ahí la alternancia o simultaneidad de la piedra y adobe o tapial. La cubierta de las casas tuvo que hacerse con material ligero de ramajes protegidos por arcilla.
Lugares de enterramiento
Un hecho que llama poderosamente la atención es la desproporción entre el número de poblados localizados y el de necrópolis. Parece que se debe fundamentalmente a la entidad del propio enterramiento. Entre las novedades culturales que traen consigo las gentes centroeuropeas, es de destacar el nuevo rito de enterramiento, la incineración, cuya práctica consiste en colocar las cenizas del difunto en el interior de vasijas, las cuales se depositan en el suelo, en un simple hoyo en la tierra, más o menos próximas unas de otras, constituyendo los llamados “campos de urnas”. Dada la fragilidad del enterramiento, se explica la desproporción entre poblados y necrópolis.
En el área de montaña, la incineración se protege en túmulos y crónlechs*, pero en esta zona geográfica destaca, por el contrario, la ausencia de poblados asociados a tales monumentos, debido al carácter itinerante de sus gentes.
Conviene anotar también la existencia de algunos hallazgos que parecen indicar la perduración del rito de la inhumación en esta etapa, tal es el caso de Echauri y Muru-Astráin.
Materiales arqueológicos
Cerámica. Los restos cerámicos recuperados en los diferentes yacimientos tienen una gran importancia. Su conocimiento va a permitir diferenciar dos etapas importantes. La I Edad del Hierro, caracterizada por la utilización de una cerámica manufacturada, probablemente de confección casera, que imita formas y modelos centroeuropeos. La II Edad del Hierro, caracterizada por la presencia de una cerámica torneada, cuya técnica nos llega del mundo mediterráneo; es la cerámica ibérica, que se denomina “celtibérica”.
En la cerámica manufacturada se puede señalar que las vasijas se modelan a mano con una arcilla cuya coloración ofrece una variada gama del color gris al negro y rojizo. En su factura pueden observarse distintos tonos, debido a la cocción, operación difícil que puede modificar también el color de la superficie.
Se denomina celtibérica la cerámica torneada de la II Edad del Hierro, por ser el resultado de la aceptación por gentes de tradición celta de la técnica y formas cerámicas que llegan del mundo mediterráneo, cultura ibérica. La técnica del torno surge cuando está perfectamente dominada y resueltos sus problemas de fabricación, ya que no se advierten en las vasijas balbuceos incipientes, sino que su correcta ejecución indica, desde el comienzo, que manos expertas han hecho girar el torno.
Estos recipientes se caracterizan por su cuidadosa elaboración. Se usan arcillas bien seleccionadas y depuradas, cuyas partículas son de tamaño apreciable únicamente al microscopio, consiguiéndose de este modo unas paredes finas y compactas. El color presenta una variada gama del marrón-rojizo-amarillento, con matices difíciles de precisar que pueden variar dentro de la misma vasija.
En cuanto a la decoración cabe decir que en la mayoría de los casos es pintada, con motivos de carácter geométrico, desde el sencillo motivo de líneas rectas que en grueso y número variable corren paralelas al borde a distancias variables, pasando por líneas onduladas, círculos y semi-círculos concéntricos, hasta el motivo más complicado en bandas paralelas que albergan en su interior distintos dibujos geométricos como triángulos, segmentos de círculos, etc.
Objetos de adorno. Hasta el momento estas piezas son escasas entre el ajuar recuperado; esto parece deberse por un lado a que en la realidad no eran muy abundantes, y por otro a que acompañaban al difunto, por lo que son más escasas en los poblados. Como se ha visto, las gentes de la Edad del Hierro practicaban el rito de la incineración, portando el muerto sus “joyas” o armas, sometidas con su dueño a la cremación. Esta práctica ha hecho que tales piezas aparezcan deterioradas y se recuperen en mayor número en las necrópolis.
Entre los objetos de adorno hay piezas que cumplen a su vez una función práctica, como es el caso de las fíbulas, alfileres o broches de cinturón, mientras que entre las de mero ornato hay pulseras, anillos, torques y diademas, cuentas de collar y amuletos. Las fíbulas, piezas metálicas en bronce y hierro para sujetar el vestido son de diferentes tamaños y tipos. Las localizadas en Navarra pertenecen a los siguientes tipos: de doble resorte, de bucle, de pie largo vuelto con botón terminal, simétricas, zoomorfas y anular hispánica, exhumadas en el poblado de El Alto de la Cruz y su necrópolis La Atalaya y entre el material de superficie de La Custodia, Viana.
Son también numerosos los botones, que en su mayoría proceden de la necrópolis de La Torraza.
Los alfileres debieron de abundar, y entre los recuperados pueden establecerse tres tipos: uno denominado de bronce con cabeza de aro, otro con la cabeza en forma de vaso, y el tercero en el vástago adornado de discos.
Los broches de cinturón conocidos proceden en gran parte de la necrópolis de La Atalaya, y por la delgadez de la lámina se encuentran muy estropeados. Las pulseras son escasas pero ofrecen tipos variados, desde el vástago macizo procedente de La Atalaya hasta el contorsionado de El Castillar. El único ejemplar de diadema procede de la necrópolis de La Torraza en Valtierra.
Las cuentas de collar se encuentran tanto en poblados como en necrópolis, y son de hueso, ámbar o metal.
Otros materiales. Hachas de bronce, relativamente abundantes, pero cuya función y utilidad aún no están claras del todo. A las recuperadas en las excavaciones sistemáticas de J. Maluquer, cabe añadir el hallazgo casual en las proximidades de Pamplona de un lote de tres piezas en perfecto estado de conservación, pertenecientes al tipo de talón con y sin anillas.
Molinos de mano. Son piezas pétreas monolíticas, para las que se emplean normalmente cantos rodados de distintos tamaños, que al ser utilizados sufrían un desgaste en la cara superior.
Modeladas en arcilla, hay una serie de piezas, que no fueron sometidas a una cocción elevada, sino que su secado se hizo probablemente al aire y sol. Se trata de morillos, una función práctica en el hogar, aunque en algunos ejemplares su cuidadosa elaboración hace pensar en otra misión, bien de carácter decorativo espiritual.
Los idolillos, pequeñas piezas en las que queda patente su carácter simbólico, que por otra parte se escapa.
Pesas de telar. Es la función que se atribuye a piezas recogidas en número relativamente abundante en las excavaciones de los poblados.
De todo lo dicho se desprende que Navarra, dada su situación geográfica no permaneció al margen de los acontecimientos históricos de la época, y que por el contrario, recibió directamente las influencias centroeuropeas, la cultura celta desarrollada en la I Edad del Hierro. El segundo aporte llega del mundo mediterráneo; es la cultura ibérica, cuya asimilación tuvo lugar en la II Edad del Hierro.
Cabe situar el inicio de las invasiones centro-europeas entre el 900 y 700 a. C., etapa que corresponde al final de la Edad del Bronce y comienzos del Hierro I; y que queda atestiguada en el estrato inferior de El Alto de la Cruz y El Castillar.
El afincamiento de las nuevas gentes originó una cultura propia denominada de “tradición celta”, ya que adquiere características peculiares al quedar desgajada del tronco de origen. En la etapa propiamente del Hierro I que abarca del 700 al 500 a.C. Los lugares excavados correspondientes a este momento son: El Alto de la Cruz, El Castillar, El Castejón, Sansol y La Custodia.
El final de la I Edad del Hierro, entre 500 y 335 a.C., queda patente por el uso de una cerámica manufacturada en la que se advierte una simplificación en las formas y empiezan las primeras cerámicas torneadas.
Con la llegada y aceptación de la cultura ibérica se inaugura el Hierro II, cuyo comienzo puede señalarse del 350 al 200 a.C., para concluir con la llegada de los romanos.
Bibliografía
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