SEMANA SANTA
Semana final de la cuaresma. La celebración se configuró ya en los primeros siglos del cristianismo; sin embargo, el característico ritual de las procesiones de “pasos”, que representan la Pasión, no se desenvuelve sino desde el siglo XVI de manera clara, y esto en España.
En Navarra, este tipo de celebración parece seguir la misma cronología y, desde luego, aparece completamente perfilado en el XVIII, en el que el Ceremonial de la ciudad establece el itinerario que se tenía que seguir, con asistencia de la corporación local.
Las procesiones se sometieron enseguida a los vaivenes de la política decimonónica. La ocupación de Pamplona por los franceses entre 1808 y 1813 obligó a suspenderlas, al parecer para evitar las faltas de respeto por parte de los invasores, e incluso hubo de optarse por esconder las imágenes. Con la restauración de Fernando VII, se reanudaron -ya en 1815-, con sólo los tres pasos que se encontraban en buenas condiciones. Como la desamortización eclesiástica también afectó en principio a las corporaciones eclesiásticas de carácter laical -entre ellas las cofradías-, hubieron de volverse a interrumpir en 1837, hasta 1844, en que el Ayuntamiento moderado atendió las demandas que le llegaban para que restableciese la cofradía de la Soledad.
En 1873 el Ayuntamiento republicano de Pamplona dio no obstante en suprimir su apoyo a esta corporación y a la función de las Cinco Llagas, que tenía lugar el Jueves Santo; hasta 1875, en que -restaurados los Borbones en el trono de España- otro Ayuntamiento repuso todo.
El asunto volvería a replantearse con fuerza durante la II República. En 1932, el Ayuntamiento se abstuvo de adoptar acuerdo alguno sobre las Cinco Llagas, cuya función consistía precisamente, en parte en la ejecución de un voto hecho en 1599 para que la librase de la peste. El “Diario de Navarra” tomó la iniciativa de abrir una suscripción para suplirlo; la concurrencia fue más nutrida que en años anteriores.
Este último dato tiene que ver, por otra parte, con un último hecho, que estriba en la lógica tendencia que se percibe en los documentos a ajustar los ceremoniales al estilo religioso de cada época. Todo induce a creer, en concreto, que la plenitud externa de la Semana Santa pamplonesa se alcanzó en el XVIII, en la propia plenitud de la llamada piedad barroca, de la que formaba parte no sólo la exuberancia misma de las procesiones sino el talante de los fieles. En 1806 el Ayuntamiento hubo de prohibir la costumbre de que los mozorros hicieran, con los pasos, “cortesías” a las imágenes de Cristo que se hallaban en el camino de la procesión de Viernes Santo. Al mismo tiempo, ocurría que la disparidad de hábitos era grande. Y siguió siéndolo hasta 1844; las cofradías se pusieron entonces de acuerdo en que todos los cofrades fueran entunicados, “para evitar de ese modo la crítica y risión de muchos”. (Hermandad de la Pasión*; Cinco Llagas*).
Bibliografía
J.M. Jimeno Jurío, Folklore de Semana Santa (Pamplona s. a., “Temas de Cultura popular”, 159).
De marcado carácter penitencial, sobre todo antaño, cuando en las procesiones participaban flagelantes, espadados y otros; entre los numerosos ritos cabe destacar especialmente algunos relacionados con la protección de las casas y las cosechas. (Ritos de protección*).
Domingo de Ramos
Antes de la misa solemne eran bendecidos los ramos, confeccionados con determinadas plantas: olivo (Navarra media y Ribera), laurel, acebo o “korosti” y berguizo. Costumbre en la Montaña fue llevar a bendecir también pequeñas cruces hechas con mimbre, berguizo u otra planta, combinando a veces dos especies en una misma cruz y poniendo en la unión de los brazos unas gotas de cera bendecida. Ramos y cruces eran colocadas en balcones y ventanas para proteger la casa contra incendios y rayos, y en las fincas (sembrados y viñas). Cuando un segador los encontraba durante la faena, la cuadrilla paraba para echar un trago.
Jueves Santo
La misa y la reserva del Santísimo en los monumentos tuvo lugar hasta tiempos recientes por la mañana. Los niños solían rondar de víspera las calles cantando coplillas por las que pedían “abujas” para el monumento y viandas para una merienda. A partir del “gloria” de la misa enmudecían las campanas. Para convocar a los oficios, los monagos hacían sonar “carracas”, “carranclas”, “matracas” o “tabletas”, de distinta factura y tamaño, anunciándolos a voz en grito.
Los monumentos adquirieron desde finales del siglo XVI dimensiones extraordinarias. Solían tener una fachada en que iban pintados personajes y escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, y varios arcos concéntricos de traza clásica, en cuyo fondo destacaba el tabernáculo, al que se accedía por una escalinata que, a la vez, servía para depositar las velas que llevaba cada familia para que ardiera delante del Santísimo. A los lados montaban guardia permanente parejas de alabarderos, vestidos con ropas y armaduras más o menos convencionales (Ribera y algunas oblaciones de la merindad de Olite). Los últimos restos de las velas o “cabos” eran recogidos por las mujeres y guardados en casa como un talismán, para encenderlos al sobrevenir tormentas.
La tarde del Jueves Santo revistió especial solemnidad. Las gentes lucían sus mejores ropas para visitar los monumentos, participar en las procesiones y en los maitines o “tinieblas”. La terminación de los maitines, con el ocultamiento de la última vela del tenebrario, iniciaba un terremoto formado por matracas y tabletas, bancos y sillas batidos contra el suelo. En Sangüesa y su comarca perduró hasta la década de 1960 la costumbre de que los curas, sacristán y monaguillos repartieran por las casas un trocito de cera (“Chirio” en Isaba), recogiendo de paso las cédulas acreditadoras del “cumplimiento”. Con esa cera formaban pequeñas cruces que, puestas en las ventanas, protegían la casa. El obispo Murillo de Velarde (1725-28) prohibió las visitas a los monumentos por la noche, alegando que no era honesto que mozos y mozas anduvieran por las calles a esas horas. Los vecinos de Gastiáin (Lana) recogían pequeños cascajos en el camino seguido por la procesión, conservándolos en casa contra las tormentas.
Viernes Santo
Los oficios litúrgicos tenían lugar por la mañana, siendo desmontado luego el monumento. En la parroquia de Allo dejaban el sagrario sobre la mesa de un altar; en él introducían las gentes la cabeza para librarse de dolores.
Llenaron la tarde el “Sermón de las Siete Palabras”, la función del “descendimiento” y las procesiones, que en la Ribera tudelana alcanzaron su máximo sabor barroco, singularmente en Corella. En éstas no suelen faltar los pasos o “peanas” de la Oración del Huerto y de la Dolorosa. El predio de Getsemaní fue concedido como un huerto mejanero; el olivo aparecía repleto de naranjas, y de hortalizas el suelo de las andas. Se supone que dicha fruta y verdura están bendecidas y tienen poder para preservar de enfermedades. En Cintruénigo eran repartidos con parecido fin los alfileres puestos en el velo y manto de la Dolorosa.
Sábado Santo
Los oficios matutinos fueron riquísimos en signos: bendición del fuego, del cirio pascual y del agua. Las campanas anunciaban el final de la cuaresma y la resurrección de Cristo. En la Plaza Nueva de Tudela danza el Volatín, y en otras poblaciones bailaban los Judas de trapo y paja, mientras disparaban salvas de escopetas.
En algunos pueblos montañeses fue costumbre llevar a casa fuego bendecido y encender con él la lumbre del hogar, recitando una fórmula en euskera. Más extendida estuvo la de llevar agua bendita, rociando con ella las dependencias de la casa y poniéndola en las “aguabenditeras” de los dormitorios. Algunos bebían tres sorbos en honor de la Trinidad y guardaban un poco para casos de enfermedad de un familiar.
La práctica de recoger piedrecillas mientras las campanas repicaban a gloria estuvo extendidísima desde el Almiradío a la Ribera tudelana. Su número variaba; podían ser trece (Jesús y sus discípulos), doce (Apóstoles), siete (Dolores de la Virgen) o en cantidad indeterminada. Las guardaban puestas en agua bendita (ribera del Aragón) y eran utilizadas para disipar tormentas, arrojándolas al restallar los truenos, de una en una o en número par o non.
Las mujeres de la Barranca recogían tres clases de hierbas durante los bandeos; puestas éstas debajo del colchón, ahuyentaban a las brujas (“sorginbelarrak”). Más al sur, en Mendavia y su comarca, recogían puñados de hierba que guardaban en casa como si estuvieran bendecidas.
Sacristanes y monagos de pueblecitos de la Navarra media tuvieron costumbre de ir por las casas bendiciendo los establos y recibiendo una limosna generalmente en especie.