COMUNES
COMUNES
El Reglamento de Administración Municipal de Navarra clasificaba en 1928, los bienes comunes en dos categorías: los de interés general, inscritos en el Catálogo como tales, y aquellos que no lo eran. El caudal inmenso de bienes comunes que gozaban los pueblos navarros hasta el siglo XIX, sustraído en parte a los municipios por las leyes desamortizadoras (Desamortización Civil*) no se conoce con exactitud. Sí consta, en cambio, la extensión de montes y terrenos arbolados que fueron exceptuados: 246.000 hectáreas. Según el Catálogo de 1912, estos miles de hectáreas correspondían a los antiguos montes del Estado: Aézcoa, Quinto-Real, Erreguerena, Lengua Acotada, La Cuestión y las sierras de Aralar, Urbasa y Andía; y los montes de los pueblos, situados estos últimos en su casi totalidad en la Montaña y la Zona Media. En la merindad de Tudela no existían montes del Estado ni de los pueblos; no obstante, en su jurisdicción están enclavadas las Bardenas* Reales y los Montes de Cierzo* y Argenzón, por donde han extendido su cultivo los pueblos limítrofes.
En cuanto el otro tipo de bienes, a los de posible aprovechamiento vecinal, los ayuntamientos disponían de ellos, y siguen haciéndolo, bajo la vigilancia primero del Consejo Real y más tarde de la Diputación, según el artículo 14 de la Ley Paccionada de 1841.
La forma de explotación de estos bienes adopta en Navarra diversas variantes de acuerdo a las zonas climáticas. En la Ribera, para armonizar los intereses de la agricultura y, sobre todo, los de la ganadería, cada ayuntamiento señalaba en las tierras del común ciertos lugares de uso exclusivo para el pasto: eran las corralizas*. Al igual que en el resto de Navarra, también los pueblos de la Ribera tenían firmadas concordias de facería* con los pueblos vecinos para permitir el pasturaje de ganado indistintamente a uno u otro lado de las mugas en los términos y parajes comunales. Fuera de estos lugares los vecinos podían roturar y sembrar sin más limitación que sus propios y escasos medios de cultivo; en otros lugares los mismos ayuntamientos fijaban un tope máximo de robadas o bien prohibían tajantemente toda roturación. Salvo en caso de lluvias, los ganados tenían derecho a entrar en los rastrojos de la tierra comunal cuando se levantaba la cosecha.
En general las ordenanzas de finales del siglo XIX y posteriores son coincidentes en sus disposiciones sobre el terreno comunal yermo o roturado. Para que un terreno se considerase labrado en toda su extensión, y por tanto ocupado, era preciso que el arado echara la tierra de un surco a otro. El vecino perdía el disfrute si permanecía lleco un cierto tiempo, normalmente regía la costumbre de respetar el abandono de la finca durante un período que oscilaba entre tres y cinco eneros. Las plantaciones del viñedo, para evitar el monopolio del comuna no podían sobrepasar un límite de robadas, 20 en Tudela, o bien exigía poner y conservar al menos 300 plantas por robada. Otros aprovechamientos vecinales como: paja, estiércol, extracción de leña, cal, yeso, hacer carbón… eran permitidos siempre y cuando los productos extraídos no salieran a la venta fuera del municipio. También esta medida trataba de preservar los terrenos, destinados al goce general, del disfrute permanente y exclusivo de algún vecino. Por esta razón el régimen tradicional de los montes comunales en Navarra impidió durante siglos toda edificación en ellos. Cuando la necesidad lo requería, como en el caso de corrales para albergar el ganado, sus puertas debían permanecer abiertas para no desnaturalizar la índole del comunal.
Sin embargo, las ordenanzas municipales que durante siglos habían regulado estos aprovechamientos quedaron obsoletas en los inicios del siglo XX. El crecimiento paulatino de la población navarra desde el final de la guerra carlista -1876- provocó, por lo menos en la Ribera, un empeoramiento del nivel de vida entre la clase menesterosa. A consecuencia de esta presión demográfica y del crecimiento del paro campesino, fueron continuas en las primeras décadas las peticiones de los ayuntamientos a la Diputación para que ésta otorgase el preceptivo permiso para roturar tierras municipales de secano y regadío, con evidente detrimento para la ganadería. La maquinaria moderna introducida por esas fechas, especialmente los arados de vertedera y el bravant facilitaron la puesta en cultivo de esas tierras. La presión popular -a veces sangrienta, como en Miranda de Arga, con cuatro muertos en un día por disparos de la guardia civil- arrancó de los ayuntamientos, controlados por los labradores propietarios, el consentimiento para parcelar buena parte de los comunes, con lotes de secano y regadío, si bien la ganadería todavía conservó algún terreno para las dulas concejiles.
Pronto la lejanía de las parcelas de secano, a 10 y 12 kilómetros del caso urbano en ciertos casos, su agotamiento por falta de abono o las malas cosechas por las condiciones climáticas, provocaron el abandono de las fincas comunales por antieconómicas. En ocasiones, como en Cárcar, la roturación indiscriminada del terreno que anteriormente había quedado yermo por su baja calidad hizo necesaria una segunda parcelación del comunal, ya que los vecinos iban de año en año aumentando las parcelas existentes y las fincas particulares a costa de la tierra municipal. Esta “codicia del arado” consistía en dar una vuelta con el bravant o el arado en la tierra comunal lindante a la propia en las faenas anuales de preparación de la tierra. Hubo que esperar a la aprobación del Reglamento de 1928 para ver regulada con bastante claridad la administración de los montes y comunes de los pueblos. Entre tanto bastantes miles de robadas, en cantidad imposible de calcular para Navarra, habían pasado a propiedad privada desde la Ley Legitimadora de Roturaciones de 1897. Con ella se había permitido privatizar terrenos del Estado, de Propios y Comunes de los pueblos si el roturador probaba mediante testigos que llevaba trabajando una finca de manera intermitente durante diez años y solicitaba su inscripción en el Catastro en el plazo de un año mediante el oportuno expediente.
En cuanto a los aprovechamientos comunales en la mitad norte de Navarra, sin entrar a considerar las peculiaridades jurídicas de comunidades de bienes existentes en los valles de Salazar, Roncal y Baztán, las ordenanzas amoldaron los recursos naturales a una economía de montaña basada en la ganadería, fundamentalmente vacuno y ovino, y a la explotación forestal. Para alimentar a los animales, los vecinos necesitaban de las hierbas y pastos de sus montes, así como de bosques y arboledas para el resguardo y abrigo de los ganados tanto en invierno como en verano (Seles*, Bustalizas*). Todo esto ha contribuido a conservar para la mayor parte de sus montes el carácter de comunal. El monte les proporcionaba a su vez leña abundante para combatir las inclemencias del clima en sus hogares, para construir y reparar las casas, alimentar las tejerías, encender caleras (kisulabetako)para calentar las tierras destinadas al cultivo por su excesiva humedad y frialdad, o bien aprovecharse de productos naturales como las castañas. El estiércol indispensable para la escasa agricultura de la zona lo obtenían de los helechales.
La Navarra Media presentaba un tipo de comunal con modalidades rieras y montañesas en su aprovechamiento. Junto a cultivos de hortalizas y cereal en el fondo de los valles, donde predominaba la propiedad privada, también aparecían baldíos comunes que abarcaban a los montes circundantes y parte del llano para aprovechamiento del ganado y complemento de las economías familiares. En la merindad de Estella, la proporción de tierra trabajada y la que permanecía inculta habría que situarla entre el 70% el 80%, según las estadísticas de 1607 y 1817. Parecida relación era, probablemente, válida para Sangüesa y su comarca, de acuerdo a la respuesta de Sangüesa al Interrogatorio de 1802, en el que su ayuntamiento afirmaba que pertenecían a la ciudad la mayor parte de las tierras baldías.
Una misión social distinta a la de siglos anteriores, la de facilitar medios de vida a los más necesitados, se atribuyó a los bienes comunes en Navarra desde finales del siglo XIX. No fue conquista fácil para los campesinos el conseguir que terrenos generalmente dedicados a pastos se destinasen al cultivo agrícola. Nacieron algunas asociaciones comunes en Aibar, Falces, Peralta, Larraga y Carcastillo para reivindicar, comprar o explotar tierras que anteriormente tuvieron el carácter de municipales.
La polémica se radicalizó con la caída de la Monarquía (1931). La primera Diputación republicana inició su mandato con una política de izquierdas para el campo. En primer lugar resolvió el expediente promovido por el ayuntamiento de Murillo el Fruto, al que concedió permiso para incautarse de todos los terrenos comunales y llevar a cabo una distribución más justa entre todos los vecinos. En Carcastillo, Caparroso, Cáseda, Pitillas, Beire, Falces… sucedía otro tanto. Previamente la Diputación autorizaba los trabajos de deslinde, como ordenaba el reglamento de 1928, para conocer antes del nuevo reparto las usurpaciones cometidas contra la propiedad comunal. Este punto era demasiado delicado para que no obligara en ocasiones a concentrar las fuerzas de la guardia civil por temor a tumultos durante las mediciones o en la adjudicación de las nuevas parcelas. Como resultado de una consulta a los pueblos, la primera Diputación republicana modificó también las condiciones para tener derecho a parcela en favor de las familias más pobres. Las nuevas disposiciones, (noviembre de 1932) daban preferencia a familias de más de ocho hijos, a viudas, ancianos, huérfanos, ciegos… Pero los terrenos comunales apenas llegaban en ciertos pueblos de la Ribera para complacer todas las solicitudes. Los ayuntamientos habían hecho lo posible para aliviar la situación de pobreza y miseria en que vivía gran parte de Navarra, en especial la del Sur.
La Ley de Reforma Agraria* de septiembre de 1932 intentó recuperar las tierras municipales que fueron vendidas de forma irregular en el siglo XIX, pero no entró en vigor en Navarra. Al abrigo de la guerra civil, los roturadores volvieron a introducirse en el comunal y la Diputación ordenó a los alcaldes, en noviembre de 1936, que llevasen a cabo la más estricta vigilancia de sus comunes con el fin de evitar nuevas roturaciones y el cerramiento de sus helechales. De todas maneras la privatización del comunal prosiguió en años sucesivos. Las transacciones entre ayuntamientos y particulares ha sido, en las décadas de 1970-1980, la fórmula de arreglo para viejos problemas de tierras en disputa, con la consiguiente pérdida de comunal a lo largo del siglo XX. En otros casos el paso del tiempo confirmó el derecho de propiedad.
Si bien las cifras pueden globalmente ser engañosas, el 45,10% del territorio foral tenía el carácter de comunal en 1982. Estas tierras municipales se hallan en sus tres cuartas partes sin deslindar y no habían sido inscritas en el registro de la Propiedad. A la dejadez o a los intereses de los mismos corporativos para con sus comunes hay que cargar buena cuenta de su merma.
La Ley Foral de Comunales de 28.5.1986 estableció un nuevo sistema de prioridades en el aprovechamiento, de acuerdo con la situación laboral, ingresos y condiciones de residencia de los vecinos; en última instancia, permitía la subasta pública del arrendamiento de las tierras de cultivo y pasto e, incluso, el aprovechamiento directo por el municipio o concejo.
Bibliografía
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