ALFONSO I EL BATALLADOR
ALFONSO I EL BATALLADOR
(?, c. 1073-Poleñino, Huesca, 1134). Rey de Pamplona y de Aragón desde 1104. Segundo hijo de Sancho Ramírez* y de Felicia de Roucy, llegó a ocupar el trono por la muerte prematura de su hermano Fernando, fallecido antes de 1094. Sucedió así a su hermanastro Pedro I*. Durante su reinado es constante la pugna contra los musulmanes, animada por un ferviente espíritu de cruzada, las amistosas relaciones con diversas estirpes de la aristocracia feudal francesa y el frustrado proyecto de unión dinástica con la monarquía castellana. Inició el reinado golpeando sucesivamente a los infieles en el frente occidental y en el oriental. Cayeron así en su poder (1105) las importantes plazas de Ejea y Tauste, junto al curso del Ebro; y los castillos de Tamarite y San Esteban de Litera (1107).
Tuvo que desviar su atención hacia Castilla al morir Alfonso VI (30.6.1109). El difunto soberano había dispuesto que su hija y heredera Urraca*, viuda de Raimundo de Borgoña, contrajera -ese mismo año- segundas nupcias con el rey aragonés. Se dispuso que ambas coronas recayesen en el posible hijo de los nuevos cónyuges. Este proyecto lesionaba claramente los intereses de Alfonso Raimúndez, vástago de Urraca, apoyado por importantes elementos de la aristocracia de Galicia; y chocaba con las ambiciones de Teresa, hermana bastarda de Urraca y esposa de Enrique de Borgoña, a quien Alfonso VI había encomendado el condado de Portugal. A estas discrepancias se añadieron las desavenencias e incompatibilidad entre los esposos, cuyo matrimonio fue considerado nulo en razón de parentesco por ciertos prelados. El conflicto se zanjó con el repudio de Urraca (1114).
El monarca decidió consagrarse de nuevo a la guerra contra los infieles, que en una esporádica acción fronteriza habían sufrido el descalabro de Valtierra* (1110). Se preparó así la campaña sobre Zaragoza, proclamada como cruzada por el concilio de Toulouse, celebrado a comienzos de 1118. La hueste de los pamploneses y aragoneses, engrosada ampliamente por caballeros ultrapirenaicos, tras concentrarse en Ayerbe, fue ocupando en su marcha las plazas de Almudévar, Gurrea de Gállego y Zuera. La capital cesaraugustana, asediada durante seis meses, tuvo que capitular (18.12.1118). Con ella quedó prácticamente a disposición de los cristianos todo el antiguo reino taifa del valle medio del Ebro y no tardaron en caer los demás núcleos de importancia, como Tudela (25.2.1119) y Tarazona. A la ocupación efectiva de las tierras de Soria (marzo 1120) siguió en junio del propio año la victoria de Cutanda sobre el ejército almorávide que acudía en socorro de Calatayud, que fue ocupada enseguida, lo mismo que Daroca y otras localidades de los valles del Jalón y del Jiloca; la frontera se adelantó hasta Monreal del Campo y Singra, como punta de lanza hacia las costas levantinas. Para abrir otra brecha en dirección a las aguas mediterráneas, volvió el monarca sus armas contra Lérida, cuyo gobernador buscó el apoyo del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona. En réplica acampó Alfonso frente a aquella ciudad (1122) y fortificó las alturas de Gardeny (1123). La intervención del barcelonés y del conde de Poitiers frustró esta campaña.
Por otra parte, urgían las tareas de repoblación de las grandes superficies ganadas, y no podía descuidar el príncipe pamplonés las tierras castellanas que todavía controlaba. Su religiosidad y audacia le movieron a aceptar los requerimientos de la población mozárabe del sur de la Península. Lanzó primero una avanzadilla hasta Peña Cadiella (Benicadell) para asegurar la ruta entre Valencia y Alicante (invierno de 1124) y al siguiente año cabalgó con tropas escogidas por tierra valenciana (octubre 1125) y por Murcia, Baza y Guadix llegó a la vista de Granada (7.1.1126). Al no poder entrar en la ciudad recorrió los campos de Córdoba y Málaga y regresó a sus dominios donde instaló a varios miles de mozárabes, recogidos en el curso de la expedición. Entre tanto había fallecido Urraca (8.3.1126) y Alfonso VII se hizo cargo de la sucesión. El rey aragonés acudió en defensa de sus fieles que todavía guarnecían plazas castellanas, pero en Támara* accedió finalmente a firmar la paz. Abandonó entonces el título de “imperator” que había ostentado desde su unión con Urraca, pero pudo dedicarse de nuevo a la misión que sin duda más le alentaba, la cruzada contra el Islam. Repobló Cella (1128), asedio Valencia (mayo 1129) y obtuvo una nueva victoria en Cullera. Luego fueron repobladas las tierras de Ribota y Monzón (otoño 1129). Sus compromisos con señores del Mediodía francés le condujeron probablemente al largo y estéril asedio de Bayona, entre octubre de 1130 y noviembre de 1131. Renovó luego sus proyectos de avance por las riberas del Ebro hasta Tortosa. Consiguió tomar Mequinenza (1132) y Escarpe (junio 1133) y cercó Fraga, donde al año siguiente fue sorprendido y derrotado por los refuerzos musulmanes llegados en socorro de la plaza asediada (17.7.1134). Entre otros muchos magnates, sucumbieron ante Fraga los obispos de Huesca y Roda, el abad de San Victorián, el conde Céntulo de Bearne y el conde Beltrán. Cuando camino de Zaragoza iba proveyendo las sedes y tenencias vacantes, le llegó al soberano la hora de la muerte. Al no dejar descendencia, se abrió una grave crisis sucesoria, pues su testamento, redactado durante el asedio de Bayona (octubre 1131), no podía en absoluto cumplirse. Había legado el reino al Santo Sepulcro de Jerusalén y a las Ordenes del Temple y del Hospital de San Juan. Esta y otras de sus cláusulas lesionaban las tradiciones jurídicas del reino, el honor de la nobleza y los intereses de la incipiente burguesía urbana. Los magnates aragoneses reconocieron como nuevo soberano a Ramiro II, hermano de Alfonso, monje y obispo electo de Roda. Los pamploneses alzaron a uno de los suyos, García Ramírez el Restaurador*. Se quebraba de este modo la unión dinástica que, con la suma de medios humanos y materiales, había permitido duplicar por lo menos los dominios de la pujante monarquía pirenaica.
Bibliografía
J. M. Lacarra, Historia política del reino de Navarra desde sus orígenes hasta su incorporación a Castilla, I (Pamplona, 1972), pp. 298-333; Alfonso el Batallador (Zaragoza, 1978).