MINA
Excavación realizada para la extracción de minerales del subsuelo. Normalmente se realiza a partir de pozos y galerías, pero también a cielo abierto cuando se desmonta el terreno que cubre al mineral, dejándolo al aire libre para poder extraerlo más fácilmente.
Las principales zonas mineras de Navarra son:
Cinco Villas: en el Carbonífero del macizo de Cinco Villas y alrededor del stock granítico de Peñas de Aya se han desarrollado una serie de filones bastante complejos que suelen contener cuarzo*, siderita*, fluorita*, galena*, blenda* y calcopirita* y, en los más alejados, baritina*. En ellos se ha explotado la siderita para hierro y también la galena y blenda. Esta zona tuvo una gran importancia a principios de siglo.
Zona de Orbaiceta: Se producen dos sistemas de filones, unos con cuarzo, pirita y siderita y otros en los que también se encuentra tetraedrita*, galena y blenda, e incluso, localmente, cinabrio*.
Zona de Los Arcos: En una amplia zona del sur de Navarra desde la sierra de Codés hasta Artajona, existen pequeños yacimientos de minerales de cobre (cuprita*, azurita*, malaquita*), ligados a los paleocanales de areniscas. Han sido explotados en varios puntos en la Formación de areniscas de Mués.
Zona de Javier-Monreal-El Perdón: A lo largo de esta larga franja se extiende la cuenca potásica navarra todavía explotada en el yacimiento del Perdón. Se extrae la silvinita*, que forma un nivel de unos 2 metros de espesor en alternancia con arcilla y halita*, para la producción de potasa.
Zona de Eugui: en el Carbonífero del borde occidental del macizo de Quinto Real se encuentran las principales mineralizaciones de magnesita*; forman lentejones dentro de una serie de dolomías.
Si bien en la década de 1980 las explotaciones mineras en Navarra quedaron reducidas a las de Potasas de Subiza y Magnesitas Navarras, probablemente se produjeron actividades extractivas ya en la Edad del Bronce. Los romanos explotaron minas en la zona de Lanz*, en el límite de Lesaca y Oyarzun y en la falda de Gorramendi, donde quedan claros indicios de los escombros resultantes de la extracción de oro.
Salvo las halladas en terreno propiedad de infanzón, eran regalía o monopolio del monarca durante la Edad Media. En ocasiones el soberano las explotaba directamente pero con mayor frecuencia las arrendaba a particulares en las condiciones que en cada caso se establecían. El primer sistema parece que se seguía, por ejemplo, a mediados del siglo XIV en las minas de cobre argentífero del río Urrobi, en el valle de Arce. En 1340 se encontraban bajo la dirección técnica del florentino Paolo Girardi, que con una remuneración anual de 200 libras extrajo cobre y plata por valor de 1.647 libras. El florentino Braccio, que cobraba 25 libras semanales, sustituyó en 1362 a Beltrán de Valencia como director técnico en la misma mina, a la que los valles de Arce, Erro y Aézcoa debían transportar un día por semana el carbón y madera necesarias para la explotación. También se buscaba cobre y plata en las faldas del Montejurra el año 1337. Según informe del citado Paolo Girardi (1340) había minas de plomo y plata en Areso y Betelu. Por los años 1392-1395 los mineros alemanes Henric y Nicolao buscaban plomo en Urrobi, Oroz-Betelu, Lesaca, Vera y Beruete. El procedimiento de explotación por particulares se seguía hacia 1400, cuando el minero alemán Enrique Petrelanch se comprometió a dar al rey la quinta parte de los beneficios de las minas que había descubierto; el contrato preveía la pérdida de los derechos de explotación si cesaban los trabajos durante más de seis meses seguidos. En tiempo de Carlos II se firmaron contratos de explotación sobre minas de cobre, con beneficios para el tesoro de la tercera parte en un caso y la décima en otro, en función de la mayor o menor subvención concedida por el rey. Las minas más productivas eran las de hierro, ferrerías*.
Algunas muestras de galena argentífera, descubiertas en 1556 al pie de Montejurra, animaron a Álvaro de Beraiz, señor de San Adrián, a pedir licencia para beneficiar lo que parecía una mina de plata y plomo en sus tierras, aunque sin ningún resultado. Mejor encaminados estaban quienes pidieron licencia para buscar cobre o hierro por las comarcas montañesas del N y NO del reino. Existen noticias de licencias de explotación de minas de cobre en Eugui (1718), cobre y plomo en Baztán (1735), cobre en Goizueta Vera (1744), en Ezcurra (1787), en Echalar (1832). Pero éstas, como las numerosas vetas de hierro que salpicaban los valles de Larráun, Cinco Villas o de Basaburúa, apenas contenían mineral, y éste era de mediocre calidad para abastecer siquiera una industria metalúrgica tradicional. (Metalurgia*).
Una gran importancia económica eran las salinas, que alimentaban un activo comercio interior y hasta de exportación. Bien fuesen minas de piedra de sal, como en Funes o las famosas de Valtierra, o, más frecuentemente, manantiales de agua salada, constituían una importante fuente de ingresos, toda vez que su comercio no estaba estancado como en Castilla. De las salinas de Obanos, Salinas de Oro, Salinas de Ibargoiti se surtía buena parte de la Montaña, mientras la de Valtierra era vital para el abastecimiento de la Ribera, como reconocieron las Cortes de 1642. Otros pueblos tenían también pozos salinos, como Arteta, Arruiz, Javier, Lerín, Mendavia y Tirapu.
Seguramente esta penuria contribuye a explicar que las estadísticas sobre la producción navarra que aparecieron desde 1799 tardaran en incluir exhaustivamente los minerales. Sin embargo, antes de que mediara el siglo XIX, se publicaron algunas descripciones que contienen no sólo una relación de lo que había sino alguna que otra estimación sobre cuánto existía de cada cosa.
Seguramente una de las más divulgadas y completas, redactada en lenguaje científico, es la que contiene el Diccionario de Madoz en 1849, en la descripción geológica de Navarra. Los yacimientos más importantes se situaban en la montaña; citaba igualmente el cobre carbonatado que se encuentra entre Sos y Sangüesa, Petilla de Aragón, Tafalla, Puente la Reina y Obanos. Ya entonces el hierro micáceo de Ulzurrun y Atondo, de escasa importancia; algunas vetas de espato calizo con galena o sulfuro de plomo en la cordillera que constituye el reborde septentrional de la Barranca, también de escaso porvenir; subrayaba por el contrario la importancia de las minas de hierro, cobre y plomo; las había en Orbaiceta, Elizondo, Leiza, Lesaca, Vera y Goizueta. Se explotaban también las minas de sal de Valtierra y de Funes.
No dejaba el político navarro de anotar que también “participa el país montuoso de Navarra del oro y plata que los antiguos desde Aristóteles hacen abundar en el Pirineo”; pero que “estas preciosas minas o se han agotado, o se olvidaron con el descubrimiento de las de Nuevo Mundo”.
La realidad era ligeramente peor; en verdad, tras la decadencia minera que probablemente se registró en el siglo XVIII, la guerra carlista de 1833-1839 debió de revitalizar los trabajos mineros; pero fue sobre todo inmediatamente después de esta contienda -al menos en Navarra cuando las autoridades comenzaron a recibir denuncias formales de minas que se pretendía explotar. Debió de darse entonces una cierta explosión minera -ligada, naturalmente, al desenvolvimiento de la metalurgia-, que hubo de corregirse enseguida. En 1847, se explotaban en la región sesenta y cinco minas registradas (de ellas treinta y dos de hierro y las demás de plomo y cobre principalmente); pero, en los cinco años anteriores, ya se habían abandonado otras 57, porque no eran rentables.
Las calidades e incluso la mera gama de especies presentaban por otra parte algunas deficiencias. En cuanto a estas últimas, pesaba sobre todo la ausencia de carbón mineral, que hacía más fácil el desarrollo de la metalurgia. Aun cuando el hierro hubiera ofrecido las mejores condiciones a tal fin, Navarra no mantenía relaciones comerciales notables y directas con ninguna comarca carbonífera, que pudiera resolver esa deficiencia. (Recuérdese que, partiendo de una situación sólo relativamente semejante -abundancia de hierro y carencia de carbón-, Vizcaya pudo impulsar su siderurgia en el último cuarto del siglo XIX gracias -en parte- al flete del propio hierro hacia Inglaterra, en navíos que, de retorno, traían carbón). En la década de 1840, se denunciaron asimismo algunos criaderos de carbón piedra; pero, a la hora de la verdad no dieron otra cosa que pizarra bituminosa inservible.
Por su parte, el hierro era de naturaleza espática en su mayoría; lo cual lo hacía difícilmente adaptable a las técnicas de forja que aquí se empleaban (la forja catalana) y obligaba, paradójicamente, a importar hierro vizcaíno, al mismo tiempo en que el rendimiento de las minas navarras quedaba por debajo de sus posibilidades.
El cobre y el plomo, por fin, no tenían tampoco la demanda necesaria -por falta de las correspondientes industrias de transformación- y los yacimientos rentables se hallaban no pocas veces casi en estado de abandono, o al menos de inactividad.
Durante el siglo XIX y XX -en conjunto-, la situación no hizo sino empeorar. En principio, en torno a 1850, se inauguraron algunos altos hornos para aprovechar el hierro espático; pero Navarra no llegó a coger nunca la onda del desarrollo metalúrgico que algunos puntos de Andalucía, primero, y luego Asturias y Vizcaya experimentaron en la última mitad de aquella centuria. Seguramente, la guerra carlista de 1872-1876 mantuvo un tanto la actividad; pero, en 1878, el laboreo estaba ya reducido -como escribía Riera poco después- “a arrancar un poco de mineral de hierro y lignito, y beneficiar algunos manantiales cuyas aguas contienen sal común en cantidad utilizable”.
En cuanto a las minas de hierro en que se trabajaba, habían descendido nada menos que desde 32 en 1847 a 9 en 1878. De las nueve, ocho se hallaban en Vera y en Lesaca, y sólo las mantenían, seguramente, la proximidad de las fundiciones de vera. Respecto a la mina de lignito de Echalar, únicamente se obtuvieron, en esas fechas 540 Qm empleados en hornos de cal común.