FERRERÍAS
Denominación del taller en el que se trabaja el mineral de hierro, para su transformación en metal. La existencia de explotaciones siderúrgicas en la zona septentrional de Navarra está atestiguada desde antiguo. Vestigios de minas y forjas ponen de manifiesto su importancia y difusión. Noticias dispersas sobre el Alto Medievo revelan el interés de algunas órdenes monásticas en desarrollar la producción de hierro labrado, materia prima esencial de la elemental artesanía del reino.
A finales de la Edad Media, en especial en el siglo XIV, el poder monárquico desarrolló una activa política de incremento de la producción. Casi la totalidad de las ferrerías navarras se localizan en las laderas del Pirineo. Esto se explica por la abundancia de bosques y cursos de agua, además de las facilidades de aprovisionamiento del mineral.
En la implantación de la metalurgia concurrieron tres requisitos esenciales: los yacimientos eran propiedad del rey; fórmulas de explotación directa o arrendamientos a censo; concesiones de forja que implicaban la utilización de mineral y el usufructo de agua y madera. Estas concesiones se formalizaban en la Cámara de los Comptos reales. Las disposiciones y ordenanzas relativas a la explotación de ferrerías contemplaban la autorización para edificar casas, molinos y todas las instalaciones precisas para la fundición; se estipulaba además que cada centro tuviese sus “entradas y salidas”, junto con el necesario aprovisionamiento de materias primas.
El afán de proteger el crecimiento de la siderurgia se puso de manifiesto en las liberales disposiciones sobre la tala de árboles por parte de los señores y ferrones. El intervencionismo regio se explica, no sólo por los posibles beneficios directos, sino también por la incidencia de los productos siderúrgicos en la guerra y el comercio exterior.
A través de las cuentas del tesorero de la Corona se ha podido establecer el inventario de las forjas, con expresión de su cronología y emplazamiento. El grueso se encuentra en la merindad de las Montañas. En tierras de Leiza y Areso, se documentan, desde 1350, cinco explotaciones: Guizazurreta, Arco, Epeleta, Errezuma y Ollasaun. Estos centros experimentaron a lo largo de los años graves deterioros (inundaciones, riadas, incendios), que impidieron en algunos casos su explotación normal; era preciso, por tanto, invertir para reparar las ferrerías destruidas y poner en funcionamiento otras concesiones. Desde 1370 constan las de Urto -en el puente del mismo nombre-, Idiazábal, Cive, Ezcabarte, Saldías y Urdinola, en el distrito de Santesteban de Lerín. Los rendimientos fueron irregulares y escasos, determinando el abandono de instalaciones y la apertura de nuevos centros. A fines del mismo siglo constan Erauspide, entre Areso y Gorriti, y Olaverría. Aizurriaga fue destruida en 1388. Por último, la ferrería de Sarasain no aparece hasta 1424.
Todo este conjunto siderúrgico quedaba limitado al sur por el valle de Araiz, hasta Azcárate; al este, por la villa de Saldías, y esto explicaba que sus ferrerías se agrupasen en ocasiones con las de Lerín; al norte, el puerto de Urto y el valle de Berástegui; y a poniente la vecina Guipúzcoa. Las ferrerías contabilizadas sumaban quince, pero sólo un tercio permanecían en funcionamiento. El agotamiento de los bosques obligaba a veces al traslado o abandono de las instalaciones. Un segundo sector se situaba en el valle del Urumea y la zona más occidental del macizo de Cinco Villas. Aparece bajo la denominación de Aniz-larrea y, desde 1380, se añadieran las instalaciones de Goizueta y Arano.
Por esa misma fecha se crearon los establecimientos de Egazquia, Maizola, Ibero (término de Leiza), Beania y Aztarita. Estas concesiones obedecieron a la necesidad de reemplazar las casi improductivas factorías de Oarin, Alzaso, Elama (de Yuso y Suso) y Goizarin, los establecimientos más antiguos de la zona. Las tierras de Lerín y Yanci, en las inmediaciones de las cuencas de Ezcurra, Ameztia, Auizpe, Latasa y el curso medio del propio Bidasoa, concentraron un tercer conjunto de instalaciones. Hasta 1360 se documentan las de Echalar, Lacxa, Berrazau, Lombardola, Berrizaun (de Yuso y Suso) y Ananibar. Con posterioridad, a finales del reinado de Carlos II, se efectuó un plan de reactivación de la producción de hierro en este sector. Se repararon para ello las ferrerías destruidas y se construyeron otras nuevas: Urrozoli, Elorvidea, Ibarrola, Garatea-Yereta, Lacxa, Zubieta de Suso y la más moderna de Zumarrizta.
En la comarca de Vera y Lesaca se concentró el mayor número de forjas y las de mayores rendimientos. A Lesaca pertenecían Bereau, Biurrea, Enderrarte, Urzalondo (llamada también Endara de Suso), Zalain, Olarumbe, Ycine y Ercaztia.
En una nueva fase de expansión, entre 1373 y 1380, y el abrigo de exenciones fiscales, surgieron las explotaciones de Urteaga, Biurrea de Yuso, Endara de Yuso, Oreinadarraga, Endarrilaxa y Guarbisu. Las ferrerías de Vera de Bidasoa eran Erausate, García Lopiz, Garmendia, Marzadia, Martín Yuaynes, Adurraga, Ysasu (cerca de Saldúriz), Inzola, Hucurumbe, Urtubia y Semea.
A efectos de percepción de rentas las ferrerías de las Montañas se agrupaban en los cuatro sectores descritos: Leiza y Areso con 15; Aniz-Larrea, 11; Lerín, 15; y Vera y Lesaca, 25. Con el reinado de Carlos III se realizaron esfuerzos para ampliar el área siderúrgica al valle de Baztán y se concedió licencia para el yacimiento de Arragoz (Arrayoz), en las cercanías de San Salvador de Urdax, pero los resultados fueron muy mediocres. Otro ámbito menor lo constituían las ferrerías de Valcarlos, conocidas como casas del Bordel y La Reclusa. Aquí, la falta de agua fue el factor principal del escaso rendimiento; la forja de Navarcolea fue abandonada a los ocho meses de su puesta en funcionamiento (1397). En Roncal y Salazar se citan siete ferrerías sin especificar los nombres, pero su irregular proyección contable denota una escasa productividad.
Las rentas de concesiones y arrendamientos constituyen en ocasiones un saneado ingreso de la Corona. En pocas ocasiones aparecen globalizados los beneficios; es más frecuente su anotación individualizada, con expresión del concesionario (uno o varios) y periodo de licencia. La documentación acredita dos conceptos recaudatorios: uno por el permiso de explotación (25 florines = 30 libras) y usufructo de la instalación y sus dependencias; el otro, la “lezda” o censo anual, que oscilaba entre las 8 y 12 libras. No se incluyen las cargas derivadas del tráfico mercantil (sacas y peajes) que correspondían al “señor” de la ferrería. Las rentas apuntadas se refieren a los centros de mayor producción: Vera, Lesaca y Santesteban de Lerín. Las cuotas de Baztán, Roncal y Salazar eran muy inferiores; el tributo de las siete explotaciones roncalesas ascendió en 1383 solamente a 14 sueldos.
Resulta aventurado cifrar numéricamente la producción anual de la siderurgia navarra medieval. Algunas estimaciones la sitúan en los 4.000 quintales. La situación de muchas ferrerías en lugares montañosos, y apartados de las vías de comunicación, permite suponer considerables costos de producción. De otra parte, extrapolar las rentas percibidas es sin duda aventurado. En el periodo de 1360 a 1373, las forjas de Vera y Lesaca pagaban entre 10 y 12 libras por rendimientos de 12 quintales mensuales en cada centro. Algo más tarde, en agosto de 1385, 17 explotaciones de la misma zona alcanzaron una producción de 740 quintales, una media de casi 45 al mes.
A veces el intervencionismo regio afectó al proceso productivo, al mercado y a los beneficios de la industria ferrona. De 1361 a 1365, Carlos II adquirió toda la producción de las ferrerías del reino por un importe de 3.560 libras, 8 sueldos y 4 dineros de carlines prietos, incluidos los gastos de transporte a la “botiga” o chapitel del hierro de Pamplona. Se encargó de la operación Pedro Ibáñez de Huarte; deducidos los gastos, reportó unas ganancias de 1.558 libras, 12 sueldos, 10 dineros y medio. Diez años más tarde, en 1376 y 1377, ante el grave descenso de la industria fue precisa una nueva intervención del poder monárquico. Se nombró comisario regio a Sancho de Mayer, mercader y baile de los judíos de Pamplona, quien recibió instrucciones precisas para la salvaguarda de los ferrones que, ante el alza de los costes de avituallamiento y la estabilidad de los precios del hierro, padecía un fuerte endeudamiento. Se suspendieron los embargos y se concedieron moratorias para la devolución de los créditos, prohibiéndose además toda exportación sin licencia expresa del citado comisario; los maestros ferrones sólo podrían vender su mercancía en Pamplona o lugares previamente autorizados y a los precios establecidos. Se compraron 11.170 quintales, con un costo de 11.522 libras, 17 sueldos y medio. De los centros ubicados en Lesaca, Vera y Aniz-Larrea procedía el 76,82% de las compras. Pero la política proteccionista no pudo impedir el brusco descenso de la productividad. García de Roncesvalles sustituyó (1385) a Sancho de Mayer como comisario; bajo su presidencia, los ferrones y maestros de las ferrerías, reunidos en la Cámara de Comptos, se comprometieron a entregar en el chapitel de Pamplona 333 quintales mensuales durante 16 meses, a partir de 1.º de mayo de 1386, a un precio de 30 sueldos quintal. El resultado no pudo ser más decepcionante: sólo se recibieron 1.337 quintales y medio (el 25% de lo estipulado).
En los últimos años del siglo XIV la siderurgia navarra sufrió los peores momentos de su historia. La falta de inversiones, el retraso tecnológico, y la dura competencia de las ferrerías vizcaínas y guipuzcoanas contribuyeron a su escasa rentabilidad. Al mismo tiempo se produjo una cierta señorialización del producto de las explotaciones; el monarca asignó sus emolumentos a miembros de la nobleza, como Pedro Arnalt de Garro, Juan López de Lecumberri, el señor de Zabaleta y Michelco de Echélvaz.
Nada o muy poco se sabe de los tipos y calidades del hierro labrado, y sólo indirectamente se conocen las formas de explotación. Aunque en menor medida que en Vizcaya y Guipúzcoa, había en Navarra ferrerías de las llamadas “mayores” y “menores” o martinetes; existían también las viejas ferrerías de altura o “viento” y las hidráulicas. En principio, el elemento básico lo constituía el aire; la primera evolución se produjo al aplicar la fuerza hidráulica al movimiento de los fuelles; el siguiente y decisivo paso consistió en la utilización de martinetes movidos por la misma fuerza del agua. Estas innovaciones determinaron el traslado de las ferrerías a la orilla de los ríos. La inyección de aire se realizaba por fuelles o barquines, pero en algunos casos el insuflado se hacía por medio de trompas, aprovechando el viento provocado por una caída violenta de agua. Es posible que también se utilizara el agua para el sistema de forjado. El trabajo en los establecimientos siderúrgicos era duro. La jornada era de diez y doce horas y los contratos sólo cubrían ocho y diez meses al año, con el fin de aprovechar las temporadas en que el agua estaba garantizada. En cada ferrería solía haber cuatro operarios: dos fundidores, un tirador de barras y un mozo para manipular la vena quemada. Está probado que los centros navarros dependían de mano de obra especializada procedente de Tolosa y sus cercanías. Como se ha visto, abundan las concesiones a título individual, pero son también frecuentes los permisos a varios socios. En 1385, funcionaban en Vera y Lesaca varias sociedades siderúrgicas.
El hierro fue un elemento destacado en el tráfico mercantil de Navarra medieval. Existía un activo comercio de productos manufacturados a cuyo desarrollo contribuyeron los talleres de los mudéjares tudelanos. En la capital de la Ribera funcionaba una botiga o almacén de hierro para facilitar el suministro de los artesanos de la morería. A pesar de los aludidos controles del precio del hierro, en el último tercio del siglo XIV y los primeros decenios del XV se dieron fuertes oscilaciones debidas al proceso inflaccionario. Gracias a las actuaciones de la Corona, el precio de 23 sueldos quintal se pudo mantener hasta 1379. En la siguiente década había subido a 30 sueldos de carlines prietos en el mercado de Pamplona. Con el brusco descenso de la producción en el tránsito del siglo XIV al XV, el quintal de hierro labrado se pagó a 45 sueldos. No obstante ciertas prohibiciones, la exportación de hierro fue importante, sobre todo en el siglo XIV, era de apogeo de la metalurgia navarra. Se dirigía principalmente a Francia, Aragón, Cataluña y su área mediterránea. Los puestos aduaneros de mayor tráfico eran Lecumberri, Vera y Lesaca, Sangüesa y Tudela. Hay diversos gravámenes sobre el comercio del hierro. Además de los censos y “lezdas” mencionados, estaban las sacas y los peajes. La tasa aplicada en Sangüesa fue de 6 dineros blancos por quintal de hierro o acero. La exacción sobre el quintal de hierro navarro en el puerto de Fuenterrabía era en 1365 de cuatro maravedís y medio.
Edad Moderna
En la Montaña de Navarra funcionaban a finales del siglo XVIII una treintena de ferrerías. Varios factores explican su localización dispersa por los valles de Burunda, Araiz, Basaburúa Menor, Cinco Villas, Santesteban y Baztán: la proximidad a Guipúzcoa, de donde se importaba mena de hierro de mejor calidad que la navarra (Minería*), procedente de Somorrostro, y a donde se vendía parte de la producción; la existencia de leña abundante con que fabricar el carbón vegetal que requería la fundición; y la presencia de corrientes de agua caudalosas y regulares que, por medio de ruedas, movían los fuelles y el martinete.
La mayoría de las ferrerías se limitaban a una primera fundición en barras o planchas, o de clavazón para la Armada. El metal se vendía en Francia o en Guipúzcoa, donde se volvía a trabajar, purificándolo, para la elaboración de toda clase de instrumentos y utensilios. Los ferrones de Cinco Villas protestaron enérgicamente cada vez que no se respetó el privilegio de 1535 que les permitía exportar a Francia tanto en paz como en guerra. Y lo misino hizo la Diputación cuando, en 1587, Guipúzcoa pretendió poner trabas a la introducción de hierro labrado o por labrar desde Navarra. En 1786 la exportación de 6.894 arrobas de hierro a 22 reales (151.668 reales) no compensaba el valor de las importaciones de alambre, cobre, estaño, perdigones y varios utensilios metálicos (177.353 reales). Los propietarios de las ferrerías, nobles o comunidades municipales en la mayoría de las ocasiones, solían arrendarlas por cortos períodos de 3-10 años. Si cada ferrería empleaba un número reducido de operarios -en torno a una docena-, su funcionamiento proporcionaba indirectamente un alto grado de ocupación a la población campesina, dedicada al acarreo del mineral o del metal, a la tala de árboles o a la fabricación de carbón vegetal.
Según diversas noticias de finales del siglo XVIII y principios del XIX, hubo ferrerías en los siguientes lugares: Aizaroz, Alsasua, Aranaz, Arano, Areso, Betelu, Donamaría, Echalar, Echarri-Aranaz, Elcorri, Elvetea, Erasun, Eugui, Ezcurra, Garzarón, Goizueta, Leiza, Lesaca, Orbaiceta, Oroquieta, Oroz-Betelu, Urdax, Valcarlos, Vera de Bidasoa, Yanci. Dos relaciones publicadas del siglo XVI señalan prácticamente los mismos lugares, aunque quizás el número de ferrerías fuese algo mayor, rondando las cuarenta.
No hay datos disponibles sobre la evolución de la producción, pero parece razonable suponerla similar a la de las ferrerías guipuzcoanas. Las necesidades bélicas -clavazón, anclas, proyectiles, armas, etc.- del siglo XVI y segunda mitad del XVIII fomentaron el desarrollo de la producción. Precisamente fue la necesidad de abastecer al ejército y a la armada en esta comarca fronteriza lo que decidió la instalación de las grandes fundiciones de Eugui*, Orbaiceta*.
Edad Contemporánea
El sistema de ferrerías, con procedimiento de forja catalana, fue el único empleado en la metalurgia navarra hasta mediar el siglo XIX, aunque se trataba de una estructura empresarial en lenta decadencia. En 1826, se anota la existencia de 30 ferrerías, en tanto que, veinte años, más tarde, eran sólo diecinueve, y únicamente 5, “próximas a desaparecer”, en 1878.
Se trataba de un sistema típico en la dispersión de la industria metalúrgica española del Antiguo Régimen, basado en organizaciones de ámbito familiar, muy ceñidas al propósito de abastecer los mercados comarcales. Todas las ferrerías navarras de 1847 producían 26.799 quintales de hierro; sólo una de ellas, la de Donamaría, pasaba de los 4.000 (producía en concreto 7.049) y todas las demás -salvo las de Betelu y Biurgaray, en Lesaca, que rendían algo más de 3.000- se hallaban por debajo de los 2.000 quintales.
Algunas pertenecían a grandes propietarios de Navarra de aquel tiempo (así las de Articuza y Goizarin, que eran de Nazario Carriquiri*); otras eran propiedad de los ayuntamientos, que carecían de cualquier planteamiento propiamente empresarial.
La adopción del sistema de forja catalana, además, tenía el inconveniente de que no se adecuaba al hierro espático que era el más abundante en la región. En la forja, producía éste -según un dictamen de la época- “un hierro sumamente agrio y de mala aplicación”; para salvar lo cual los ferrones navarros tenían que importar mineral vizcaíno, de Somorrostro que mezclado con el autóctono, daba un producto de calidad, generalmente hierro dulce.
Como en otras regiones metalúrgicas de España, la necesidad de armamento de la monarquía había llevado a los gobernantes, Carlos III (VI de Navarra), a establecer talleres reales, que superasen el molde empresarial de las ferrerías familiares y municipales. Destaca la fábrica de hierro colado -para armamento- que se levantó en Orbaiceta antes de que acabase el siglo XVIII, para mejorar, la producción de la que ya funcionaba en Eugui (Orbaiceta/Eugui*).
Estas factorías no modificaron el panorama de la metalurgia regional de manera drástica. Aunque la producción de Orbaiceta tuvo una importancia relativa en la región, ésta fue únicamente consecuencia de que el resto de las empresas -las viejas ferrerías- tenían muy poca. Además, tuvo una vida precaria, sobre todo porque su emplazamiento -demasiado cerca de la frontera y en terreno de difícil salida- era malo, y acabó por cerrar en 1884.
Antes, en los años cuarenta del siglo XIX, dentro del intento general de reanimar la industria* navarra, hubo algunos intentos de desarrollar una cierta infraestructura de producción de acero. Se establecieron en concreto altos hornos en Donamaría, Bertiz-Arana y Oroz-Betelu. Pero, treinta años después, ni se habían desenvuelto de manera satisfactoria ni habían conseguido modificar apenas, por tanto, la situación. Si, en 1847, las ferrerías navarras producían 12.329 quintales métricos de hierro dulce (que era a lo que equivalían aquellos 26.799 quintales antiguos) las que quedaban en 1878 -que sólo eran cinco- no rendían más que 1.560, a los que sólo se podían sumar los 11.434 de hierro colado que se elaboraban en los altos hornos de Vera y Orbaiceta.
De aquellos intentos de los años cuarenta, sólo subsistía en efecto este último -que desaparecería años después definitivamente-, en tanto que los otros habían dado lugar a la apertura de la fábrica de hierro de Vera de Bidasoa.
Es probable que la decadencia que revelan las estadísticas de 1878 se viera acentuada coyunturalmente por la guerra carlista que acababa de terminar -en 1876- y que, en las décadas siguientes, la situación se normalizara, dando lugar a que revivieran -en todo caso, para languidecer- otras de aquellas pequeñas ferrerías familiares y municipales. Alguna relación del siglo XX habla de ellas como de empresas vivas. Pero resulta claro que no podían ya parangonarse con la gran industria siderúrgica ni con la diversidad de factorías metalúrgicas que estaban surgiendo en toda España.
En torno a 1910, la siderurgia continuaba presente ante todo con la fábrica de Vera (las Fundiciones de Hierros y Aceros del Bidasoa), cuyos lingotes iban a la fábrica de Trubia, y la diversificación metalúrgica quedaba patente en la subsistencia de la antigua empresa de maquinaria agrícola de Salvador Pinaquy* -ahora, Arrieta y Sucesores de Pinaquy- y en el funcionamiento de la del mismo tipo de Echarri y Veramendi y de la de camas, también, de Alsasua.
Realmente, a comienzos del siglo XX, el sector revestía muy poca importancia así como pocas posibilidades de crecimiento.
Bibliografía
J. Yanguas y Miranda, Diccionario de Antigüedades del reino de Navarra, Adiciones, (Pamplona, 1842), s.v. F. Ferrerías Idoate, Notas para el estudio de la economía navarra y su contribución a la Real Hacienda (1500-1650), “Príncipe de Viana”, 21,1960, p. 77-129 y 275-317. J. Zabalo Zabalegui, La Administración del reino de Navarra en el siglo XIV, (Pamplona, 1973), p. 167. V. Pérez Villarreal, Ferrerías, Pamplona, S.A., (Temas de cultura popular, núm. 294). V. Pérez Villarreal, Ferrerías, (Pamplona, 1977). A. García Sanz, La construcción de ferrerías en la Barranca de Navarra en el siglo XIX. “Noveno Congreso de Estudios Vascos”, (Bilbao 1983), 421-2.