MAYORAZGO
Vinculaciones de bienes y haciendas que los nobles, palacianos e hidalgos hacían antiguamente en beneficio de los hijos primogénitos, para evitar la partición y desmembración de las haciendas. Parece claro, a la vista de la documentación, que la capacidad legal para poder establecer mayorazgos era privativa de los nobles. Así en el año 1503, el rey Juan de Labrit concedía facultad al señor del palacio de Iribarren, en la tierra de Arberoa, para fundar un mayorío, como se decía antiguamente, vinculando en él sus bienes, con arreglo -decía el rey- a la costumbre de la tierra entre los hijosdalgo, gentileshombres y señores de palacios y casas solariegas habientes armas.
Historia
Aunque ya en el Fuero General se vislumbra alguna noticia sobre la práctica citada de primar al primogénito sobre los demás hijos del ricohombre, hidalgo o infanzón, parece que fue en los siglos XIV y XV cuando comenzó a generalizarse el sistema. Sin embargo, aunque hubo fundaciones en ese tiempo, y en mayor número en los siglos XVI y XVII, son muy escasas las que han quedado oficialmente registradas en los archivos. El motivo es que hasta las Cortes de 1701 no se promulgó la ley del Reino que obligaba a registrar, por copia fehaciente, los mayorazgos que en lo sucesivo se estableciesen, en los libros de Mercedes Reales de la Cámara de Comptos. En dichos libros constan, a partir de esa fecha, 66 mayorazgos: Aguerrebere, Aguirre, Aldecoa y Dutari, Alduncin y Bértiz, Amézcua, Andrés y San Juan, Añoa y Balanza, Apérregui, Arizcun (Miguel) marqués de Iturbieta, Arizcun y Pineda, Armendáriz (José), Armendáriz (Juan Francisco), Azcona y Góngora, Bértiz y Vicuña, Betelu, Bornás, Carranza, Díez de Ulzurrun, Echeverría y Ligués, Eraso y Añoa, Esáin, Escalzo y Acedo, Eslava, Ezuerra, Galdiano y Marichalar, Gante y Campaña, Gonzalo de Baquedano, Goyena, Guirior, Hualde, Huarte, Iriarte Taberna, Iriarte (Lorenzo), Iturralde y Mayora, Izco, Jiménez y Ochoa, Jiménez de Tejada, Larraga, Lasaga, Lecumberri, Ligués (Pedro), Ligués (Juan Manuel), López Ceráin, Martínez de Arizala y Montero de Espinosa, Martínez de Oco, Menaut, Miñano (José), Miñano (Pedro), Montesa, Navarro y Tafalla, Pascual y Badarán de Osinalde, Pérez de Azanza, Ramírez de Asiáin, Resa y Huarte, Romeo y Mendijur, Samaniego (marqués de Monte Real), San Juan, Soler, Tarazona, Torres y Acedo, Vega y Mauleón, Veraiz, Vidarte y Zaro, Virto y Azpilicueta, Vizcaino, Yániz y Zufía.
Las Cortes de 1780-1781 fijaron en 500 ducados la cantidad necesaria para la fundación de nuevos mayorazgos.
Posteriormente, las de 1817-1818 la aumentaron a 1.000 ducados de plata, como mínimo, de renta anual. En otro caso, quedarían libres los bienes en beneficio del primer llamado a la fundación.
Según las leyes del Reino, salvo indicación expresa del fundador sobre el orden de sucesión, se entendía que el hijo, nieto o descendiente del hijo mayor debía preferir al hijo segundo del poseedor. Por otra parte, y con la misma salvedad, eran antes los varones que las hembras, aunque éstas fuesen mayores en edad.
Esta institución desapareció en el siglo XIX.
Bibliografía
Nobleza*.
Derecho
En Navarra, durante la vigencia de esta institución, se dictaron numerosas disposiciones para regularla e ir salvando las dificultades que iba presentando su existencia.
Los Mayorazgos, para que pudieran ser constituidos, necesitaban que los bienes de los que se componían pudieran producir una renta de quinientos ducados o bien, los bienes en propiedad valer diez mil ducados. No siendo de ese valor o no produciendo esta renta, y no estando registrados ante los Escribanos, no se tenían por vinculados sus respectivos bienes, siendo nulo el mayorazgo.
Los Mayorazgos eran indivisibles por naturaleza, ya que su fin primordial era conservar perpetuamente el nombre y el lustre de la familia. Los bienes del Mayorazgo eran igualmente inalienables. Esta regla general podía cesar por causa de utilidad pública o de necesidad y utilidad del Mayorazgo, pero aun entonces se necesitaba licencia real, conocimiento de causa y citación del inmediato sucesor. En la Novísima Recopilación se disponía que las facultades y permisos para la enajenación de bienes de mayorazgos sitos en el Reino de Navarra, o para cargar censos u otras obligaciones sobre ellos, se debían pedir al Supremo Consejo del Reino, donde, con conocimiento de causa y citación de las partes interesadas, se verificarían y justificarían los motivos que hubiera para concederlos, declarando expresamente que si en otra forma se lograsen los permisos fuesen tenidos por subrepticios y de ningún valor y efecto.
Los Mayorazgos y sus funciones debían registrarse en un Libro que debía ser llevado por los Escribanos de fija residencia y que fueran de Ayuntamiento, de todos los pueblos y ciudades que los tuvieran establecidos por ley, y en los que tengan establecido su domicilio. Los Mayorazgos debían inscribirse en el folio correspondiente al pueblo del distrito donde existieran los bienes, expresando justamente los bienes y fincas de que se componían.
En el Reino de Navarra, el viudo o viuda que sobrevivía, mientras permanecía en ese estado de viudedad, tenía el usufructo de todos los bienes libres del cónyuge que había premuerto, ya fuesen bienes muebles, bienes raíces, derechos o acciones, etc… pero esta disposición no era extensible a los bienes de Mayorazgos, y entonces, cuando premoría un poseedor de Mayorazgo, y en especial cuando no dejaba descendencia, el consorte sobreviviente quedaba en el más sensible desamparo, destituido de facultades para vivir con la decencia que pedían las obligaciones de su nacimiento y el decoro debido al matrimonio que acababa de disolverse. Para paliar estos efectos, las Cortes de Pamplona de los años 1780 y 1787, dispusieron que los poseedores de Mayorazgos pudiesen asignar a favor de sus mujeres con título de viudedad la sexta parte del producto de aquéllos, bajo la cualidad de haberse de insinuar ante la justicia, en el término de ocho días antes o después de contraído matrimonio, la escritura que a ese fin se otorgase. Cesaba esa viudedad en caso de tomar estado, aunque fuera el de religión. Este beneficio se extendió también a las mujeres que ya se hallaban casadas, con tal que los maridos formalizasen la consignación dentro de seis meses contados desde que se promulgó la ley. Así se consiguieron paliar los efectos de indigencia y lastimoso estado a que quedaban reducidas las viudas de los poseedores de Mayorazgos, y facilitaban con ello los correspondientes enlaces, que no se producían por temor y contingencia de llegar a aquella miserable situación. Posteriormente esta disposición se amplió también a los viudos, es decir, dicha ley se aplicaba indistintamente a los viudos y a las viudas de poseedores de Mayorazgos, los cuales gozaban por vía de verdadero y riguroso usufructo la referida sexta parte de sus rentas líquidas, deducidas las cargas en la propia conformidad que por Fuero y Leyes lo tenían los bienes libres. El usufructo de esa sexta parte se perdía por las mismas causas y razones por las que se extinguía el usufructo foral. Más adelante, en las Cortes de los años 1787 y 1788 se estableció como no necesaria la insinuación ante la justicia, pero sí que la escritura de consignación debía ser registrada en el oficio de Hipotecas que se estableció en las Cortes de esos mismos años. Esta obligación de registrar la escritura de consignación de la sexta parte en el oficio de Hipotecas era y se extendía hasta el término de cien días después de la muerte del poseedor del Mayorazgo que hizo la consigna, y pasado dicho término, el consignatario perdía el derecho a percibir dicha sexta parte de la cantidad señalada, sin excusa alguna.
El conjunto de bienes que formaban el Mayorazgo se transmitían atendiendo a los principios de primogenitura y representación*. Es decir, pasaban al mayor de los hijos, el cual debía transmitirlos al mayor de los suyos, y así sucesivamente. Tenía preferencia el hijo varón mayor y toda su descendencia sobre los descendientes de los otros hijos. Dentro de la descendencia del mayor era preferido el de grado más próximo al de grado más remoto; dentro del mismo grado, era preferido el varón a la hembra; y habiendo personas de la misma línea, del mismo grado y de sexo idéntico, es preferido el de más edad al de menos. En el orden de sucesión se atendía pues a cuatro puntos: 1) línea; 2) grado; 3) sexo; 4) mayor edad.
Las mujeres no se consideraban excluidas de los Mayorazgos, a no ser que el fundador expresara lo contrario.
El principio de representación lo vemos reflejado claramente en la Novísima Recopilación, la cual establece que, aunque el hijo mayor muera en vida del tenedor del Mayorazgo o de aquél a quien pertenezca, es preferente que sucedan en el mismo los descendientes del hijo mayor premuerto, que el segundo descendiente de dicho tenedor o de aquél a quien dicho Mayorazgo pertenecía. Esto se practicaba tanto en la sucesión de Mayorazgos a los descendientes en línea recta, como en la sucesión de Mayorazgos a los transversales. De esta manera, siempre el hijo y sus descendientes legítimos por su orden representan la persona de sus padres, aunque sus padres no hubieren sucedido en los tales Mayorazgos, salvo que se hubiere dispuesto otra cosa por el que primeramente lo instituyó.
En el caso de que en esa institución tampoco se expresara el orden y manera de suceder de varones y hembras, se prefería siempre el varón a la hembra, aunque el varón fuera de menor edad que la mujer.
Las leyes desvinculadoras de 11 de octubre de 1820 y complementarias suprimieron los Mayorazgos, suprimieron el vínculo que pesaba sobre la propiedad, restituyendo los bienes a la condición de “absolutamente libres”.