ANTICLERICALISMO
ANTICLERICALISMO
Su historia se remonta a los siglos medievales, en que el conjunto de Europa presencia enfrentamientos entre burgueses de las ciudades y eclesiásticos cuyos privilegios frenaban las actividades lucrativas de aquéllos. Sin embargo, el anticlericalismo moderno (el que nace de la crítica de la Ilustración) queda patente a finales del XVIII y a principios del XIX, con la invasión francesa en Navarra.
La soldadesca francesa venía ya influida por el anticlericalismo de la revolución que se había iniciado en 1789 y, cuando penetró en la península, en 1808, su talante chocó con las muestras de religiosidad que eran frecuentes en el pueblo español de la época. En Pamplona, una vez ocupada por ellos la ciudadela, los roces por ese motivo debieron de ser los que indujeron a las autoridades eclesiásticas no sólo a suspender las manifestaciones públicas de culto sino a ocultar en lo posible las imágenes.
Las expresiones anticlericales en navarra fueron escasas y casi siempre coincidieron con los cambios políticos de carácter revolucionario (aun cuando aquellos revolucionarios del siglo XIX se confesaban también católicos). Los años de la primera guerra carlista (1833-1839), que coinciden con los de la desamortización eclesiástica, fueron testigos de las primeras agresiones populares contra los religiosos y contra demostraciones como las procesiones, algunas de las cuales (la de Viernes Santo) desaparecerían entre 1837 y 1844.
Con la proclamación de la primera República española, en 1873, el Ayuntamiento cesó en su apoyo económico a la función de las Cinco Llagas y las procesiones de semana santa volvieron a desaparecer, hasta 1875, en que la Restauración de los Borbones volvió a respetar las tradiciones católicas.
Tales actitudes, en realidad, no eran sino remedo de las que venían adoptándose en Madrid y las principales ciudades de España. Desde el estallido de la Revolución de Septiembre, en 1868, menudeaban los individuos del alto clero a quienes, con razón o sin ella, se consideraba implicados en las maquinaciones del carlismo.
Las conferencias de San Vicente de Paúl, también fueron prohibidas por el Gobierno, en 1868. Constituyen el primer eslabón de la cadena de asociaciones seglares que, desde que mediara el siglo XIX, serían acusadas de constituir partidos políticos encubiertos, casi siempre carlistas.
Pero los informes de la comisión provincial que dictaminó en 1884 sobre la situación de las clases populares, también en lo que concernía a su piedad o impiedad, no dejan en principio lugar a dudas acerca de la escasa penetración de las actitudes anticlericales entre los navarros. Ni uno sólo de los arciprestes de la región hablaban de que existiera ese tipo de posturas entre sus feligreses.
En los últimos años del siglo XIX cristalizó en la capital un pequeño grupo disidente, rotundamente anticlerical, en torno al republicano Basilio Lacort*, quien, sin embargo, no logró que las candidaturas de la República obtuviesen en las elecciones más que unas cuantas docenas de votos. Lacort, no obstante, protagonizaría algunos de los episodios anticlericales más sonoros en la España de fin y comienzo del siglo, al satirizar a las autoridades eclesiásticas desde sus periódicos (primero “El Porvenir”, después “La Nueva Navarra”).
En realidad, el primer conflicto de Lacort con la jerarquía, el de 1899, había formado parte de la campaña de replanteamiento del anticlericalismo que se estaba llevando a cabo a la sazón en toda la península. La campaña fraguó en efecto y se mantuvo especialmente viva hasta 1910 (en rigor, hasta 1939), y recibió pronto la réplica de los que a sí mismos solían entonces denominarse “católicos”; réplica que en principio se concretó en una larga serie de manifestaciones callejeras de protesta contra la política anticlerical. En estas demostraciones -sobre todo en las de 1906 y 1910- sobresalen por su volumen de asistentes las que tuvieron lugar en Pamplona.
En algunas comarcas rurales (Aézcoa constituye el caso más importante) la emigración y el retorno con ideas distintas provocarían incluso un importante cambio colectivo en las actitudes religiosas.
Hasta los años de la segunda República (1931-1936) no se reprodujeron las situaciones de crispación por ese motivo. Entonces el anticlericalismo volvió a irrumpir con fuerza, no sólo por la tutela de las autoridades republicanas. En los primeros días del nuevo régimen, la comisión gestora que sustituyó al Ayuntamiento monárquico de Pamplona solicitó al Gobierno que expulsase a los jesuitas, y renunció semanas más tarde a figurar como corporación en la procesión del viernes del Sagrado Corazón, a la que cada año acudía.
Otra decisión del Ayuntamiento de Fitero en 1931 para que se derribase el monumento a San Raimundo, erigido por suscripción popular, provocó enfrentamientos verbales a lo largo de los meses siguientes. Ese mismo año, la comisión gestora de la Diputación Foral se desentendió de la celebración del día de San Francisco Javier, lo que dio lugar a manifestaciones religiosas y callejeras de réplica; de igual forma, dejó de subvencionar la construcción del Seminario. En la primavera de 1932, el Ayuntamiento de Pamplona rehusó cualquier compromiso sobre la función de las Cinco Llagas. En otros pueblos también se registraron conflictos religiosos, como en Lodosa, cuando el Ayuntamiento prohibió los toques de campanas y el acompañamiento al Viático, o en Ujué, con motivo de la celebración de la fiesta de San Isidro.
La guerra de 1936 abrió un nuevo y largo paréntesis en la exteriorización de tales posturas. (Religiosidad*).