RELIGIOSIDAD
RELIGIOSIDAD
La observancia de la religión ha sido una de las características que se ha atribuido de forma especial a los navarros. Sin embargo no era un fenómeno específico de la región, aunque conforme avanza el siglo XIX algunos rasgos adquirieron mayor relevancia que en otras partes. Esto debe ser entendido más bien como un fenómeno de pervivencia en el que confluyeron una variedad de hechos: como la coincidencia del ataque a los fueros con el ataque al clero entre 1808 y 1839, la mayor densidad de eclesiásticos con respecto a otras regiones, etc. Lo cierto es que en la evolución de las mentalidades del siglo XIX, al llegar a la revolución de 1868, se puso de manifiesto que la defensa de la Iglesia y del clero tenía uno de sus baluartes en Navarra, como en general en el resto del norte de España. Esto se ve corroborado por un informe oficial de 1884 sobre las creencias populares (entre otras cosas), en el que se constata la observancia generalizada de la religión, que no era óbice para comportamientos morales desviados de la doctrina católica, como la embriaguez, el juego o la blasfemia, bastante extendidos o al menos documentados, aunque lo normal era que fueran comportamientos encauzados los días festivos.
En 1868, cuando se promulgó la libertad de cultos, los pueblos de Navarra -uno a uno, prácticamente todos- fueron de los primeros y que con más fuerza protestaron en pro del mantenimiento de la unidad católica, hasta entonces tutelada por las leyes. La guerra carlista de 1872, aunque de clara naturaleza fuerista y legitimista, tuvo también un carácter religioso, debido a la política anticlerical de la Primera República.
A comienzos del siglo XX, cuando se replanteó la política anticlerical, reaparece el mismo fenómeno, que ya nadie dudaba particularmente vinculado a Navarra. En 1906 las manifestaciones callejeras de defensa católica empezaron a ser, por primera vez en la historia de España, relativamente multitudinarias, y en ningún lugar de la península adquirieron la importancia que en esta región; el 9 de diciembre, 50.000 navarros llegados de diversos puntos inundaron Pamplona por ese motivo. El mitin lo presidieron tres figuras de relevancia nacional, representantes de las tres principales tendencias que se consideraban a sí mismas católicas: Vázquez de Mella por los carlistas, Ramón Nocedal por los integristas y el marqués de Vadillo por los pidalianos (partidarios de una suerte de forma intermedia entre los conservadores y los tradicionalistas, manteniéndose fieles a Alfonso XIII).
En 1910, cuando la amenaza anticlerical encarnada en el Gobierno presidido por José Canalejas llegó a su cénit, se repitió el movimiento, pero otra vez con aire de guerra; “El Pensamiento Navarro” lanzó la idea de celebrar otra manifestación de protesta en San Sebastián, aprovechando la estancia de la real familia; se formaron juntas para organizarla simultáneamente en Navarra y las Vascongadas, y el Gobierno optó por la suspensión pero enviando a Guipúzcoa dos regimientos de caballería y setecientos guardias civiles, interviniendo el teléfono y el telégrafo, prohibiendo la organización de trenes especiales o la ampliación del número de unidades en los ordinarios, secuestrando la prensa confesional de Pamplona, en fin, ocupando materialmente los caminos de las montañas por los que pudiera llegarse a San Sebastián. La demostración de fuerza, sin precedentes desde la terminación de la última guerra carlista en 1876, obedecía a una razón que el mismo Canalejas confesó implícitamente: el temor a que los navarros y los vascongados volvieran a la guerra civil por la defensa de la Iglesia.
No era una mera cuestión política, sino algo más profundo: la confesión de cierto nacionalismo religioso que participaba de la convicción de que las gentes de las cuatro provincias habían conservado mejor sus tradiciones (y cabían aquí tanto los fueros como la religión) y era por tanto aconsejable darles una organización autónoma en todos los ámbitos, a fin de que siguieran siendo así.
Estudios posteriores demostrarían que la suposición no era del todo cierta; el catolicismo navarro y vascongado del entorno de 1900 era sin duda más belicoso que el de la mayor parte del resto de España; pero no podía hablarse de un cumplimiento litúrgico mayor que el de otras regiones de la mitad septentrional de la península.
El catolicismo navarro volvió a convertirse en activo baluarte de la Iglesia durante la república y la guerra de 1936. El hecho quedó claro desde los primeros días del nuevo régimen, cuando la comisión gestora que había sustituido al Ayuntamiento monárquico de Pamplona se sumó a la petición de los munícipes de Gijón para que los jesuitas fueran expulsados de España.
Frente a ello se pronunciaron las asociaciones que ya se habían convertido en Pamplona en portavoces y representantes del catolicismo oficial: diarios “El Pensamiento Navarro”, “Diario de Navarra”, “La Voz de Navarra” y “La Tradición Navarra”, entidades devocionales (Hermandad de la Pasión, Adoración Nocturna, Jueves Eucarísticos, Congregación Mariana), asociaciones activistas (Junta de Acción Católica, Juventud Católica, Asociación de Padres de Familia, Asociación de Maestros Católicos), sindicales (La Conciliación) y políticas (Centro Vasco, Círculo Integrista, Círculo y Juventud Jaimista).
Aquellas asociaciones dijeron entonces representar a quince o veinte mil pamploneses. Al mitin de “afirmación católica y fuerista celebrado el domingo 14 de junio de 1931 asistirían según la prensa unas 30.000 personas (25.000 según los organizadores). Desde esos mismos días, igualmente, las procesiones litúrgicas se convirtieron en otra forma de expresión multitudinaria de la protesta católica; las fuentes repiten de continuo que la asistencia era más abundante que en años anteriores.
En julio de 1936 estalló la guerra, y los conspiradores no dudaron en afirmar que les movía una razón religiosa, además de social y política.
Tras la guerra civil, Pamplona tornó al aire levítico de los primeros años del siglo XX, y con Pamplona el resto de Navarra. Tan tarde como en marzo de 1954 tendría lugar una Santa Misión General, en la capital del antiguo reino, que debe parangonarse con aquellos otros actos multitudinarios de afirmación católica de (1868-1869), (1906) y (1910), (1931-1939), la misión duró catorce días y la predicaron cincuenta capuchinos que se distribuyeron por toda la ciudad y dedicaron las catorce jornadas a dirigir un sinfín de actos de culto para todo tipo de gentes: “rosario de aurora, misas con predicación, actos generales con pláticas y sermones, actos preferentemente para hombres y muchachos, para niños, para señoras y señoritas y para muchachas de servicio”. La mayoría de los salones recreativos y de los espectáculos cerraron, como, en las horas de los respectivos actos, los diversos establecimientos de industria y servicios; la ciudad fue cubierta de altavoces, que hacían casi imposible escapar de las prédicas… Fue el cénit y era también el comienzo del declive de aquellas concretas formas de religiosidad.
Todavía en la Guía diocesana 1960 era posible contemplar un mapa de Navarra del que resultaba que prácticamente todos sus habitantes en edad de hacerlo -en varias merindades el cien por cien- cumplían con el precepto dominical.