ERMITAÑO
ERMITAÑO
Persona que vive en la ermita y cuida de ella. En Navarra apenas hay constancia de eremitas.
La Orden de Grandmont tuvo eremitorios en Estella y Tudela; Teobaldo se acordó en su testamento de Cartago (1270) de los emparedados, y Gregorio XIII aprobó las constituciones de una congregación de ermitaños instalados en la Cuenca de Pamplona.
Cuando los obispos intentaron aplicar la reforma de Trento, existían junto a los ermitaños profesos en religión o aprobados no pocos que lo eran por oficio o colocación, que vivían como limosneros ociosos y santeros errabundos. Un ermitaño de vocación, Juan de Undiano*, elevó a Felipe II dos memoriales en que solicitó la reforma de tales gentes en Navarra. El virrey Almazán ordenó una encuesta, que demostró el número excesivo de ermitaños, su vagabundez y talante: los pueblos veían en ellos, además del desorden y licencia de costumbres, un modo de vida más, sin carácter religioso. Almazán, el obispo y el Consejo Real fijaron en 60 el número de ermitaños, residentes en sendas ermitas; las demás debían quedar vacías, al cuidado del más próximo o de quien las atendiera; la admisión y conducta se fijaban en unas “Reglas y constituciones de los ermitaños”, que sumaban 17 artículos. En ellos, los ermitaños quedaban sometidos a la jurisdicción diocesana, cuyo titular les visitaría una vez al año; tenían que ser navarros o naturales de Vascongadas o Castilla la Vieja, conocer las oraciones, saber leer y escribir, tomar hábitos de buriel, previa aprobación del obispo, que se informaba de los antecedentes del candidato; adscritos a una ermita, no podían pasar a otra, ni pedir limosna fuera de ella, ni acercarse a poblado sin licencia, ni quedarse a comer en funerales y cabodeaños; debían ocupar las horas libres en trabajos manuales y no practicar la caza y la pesca, ni aun con caña; los no ordenados tenían que comulgar dos veces al mes, además de Pascua y las fiestas de la Virgen y los Apóstoles; el ermitaño que entrare en religión y la dejase no podía volver a su ermita; las ermitañas debían irse a vivir en poblado y, si eran vitalicias, su puesto, una vez muertas, lo ocuparían ermitaños; y los casados disponían de tres meses para dejar la basílica. El sínodo diocesano de 1590 recogió algunos de estos artículos. Los ermitaños, por su parte, redactaron unas constituciones (1587).
La regla y constituciones sirvieron de muy poco. Siguió habiendo ermitaños analfabetos, beatas y seroras, errabundos de vida poco ejemplar enquistados en ermitas y sin control eclesiástico. Felipe II no dio con otra solución que suprimirlos (13 de agosto de 1596), y ordenar que debían vivir en poblado o entrar en una orden, “pues hay tantas en la Iglesia de Dios”, si bien estableció, como vía excepcional, que quienes deseasen mantener su vida ermitaña acudiesen al obispo, que los examinaría con seis varones graves: en caso de certificar su vocación, podían proseguir la vida solitaria; en todos los demás casos, alcaldes y jurados de los pueblos debían sacar de las ermitas a los inquilinos, cerrarlas y entregar a los párrocos llaves y bienes de aquéllas. Una vez más, ni las autoridades civiles ni las eclesiásticas pusieron mucho interés en cumplir sus mandatos.
Ya en el siglo XVII, el número de ermitaños hizo que se agrupasen en una congregación diocesana, cuyo primer prior fue Miguel de Echarren* o Miguel Navarro (1613). Este dejó en su testamento (1626) a la congregación una casa en la calle Tejería de Pamplona, para que tuvieran sede central y posada en los viajes a la capital. El testamento fue un semillero de pleitos, el primero entre los ermitaños y la Orden de la Merced, en 1670. Precisamente ese año salieron a la luz las “Constituciones para la cofradía de los ermitaños”, instituida bajo el título de la Anunciación. En ellas se mandaba que los ermitaños debían vestir hábito, saber doctrina, ayudar a misa, leer libros piadosos, aplicarse a algún trabajo corporal y acudir a la procesión anual el día de San Felipe y Santiago, en Pamplona, previa reunión en el convento mercedario; también, claro es, debían obedecer al prepósito. El primer elegido para ese puesto fue fray José de Lefévre (o Lafebre) y Borbón*, ermitaño de San Jerónimo de Oro, en Guesálaz.
En 1672 la congregación censaba 32 ermitaños, distribuidos en ocho distritos, y se enfrentó a un nuevo pleito a cuenta del testamento de Miguel Navarro, esta vez con los herederos del prior, vecinos de Yábar. A Lafebre le sucedió (1705) fray Lope de Usechi, ermitaño de San Juan Bautista de Ripa-Guenduláin y luego (1715) de San Salvador de Sorauren, donde murió (1719). Ocupó su puesto fray Jorge Martínez, titular de San Blas de Riezu, que acabó (1727) con el litigio de los herederos y organizó la congregación de manera más compleja, con teniente del prepósito general, secretario, cuatro diputados y varios celadores.
A lo largo del siglo el eremitismo entró en declive. Muchas de las ermitas apenas tenían capellanes o simples mayordomos que las administrasen. Las nuevas ideas ilustradas y los sucesos bélicos y políticos del XIX precipitaron su ruina y en muchos casos la extinción. En 1739 el obispo Francisco de Añoa confirmó los 22 artículos de las constituciones de 1670; las Cortes de 1744 decretaron que las beatas no pudiesen pedir limosna sino dentro de la jurisdicción de la ermita; y en 1745 había 24 ermitas autorizadas a pedir para el sostenimiento, siempre que la colecta se hiciese a 6 u 8 leguas a la redonda, según los casos; entre ellas incluían dos, Nuestra Señora de Sancho Abarca y Nuestra Señora de Iberuela, sitas fuera de Navarra -la primera, en Tauste; la segunda, en Santa Cruz de Campezo-.
Las citadas Cortes de 1744 constataron que, en contra de lo decretado con reiteración, “han proveído los pueblos y valles de ermitaños algunas de las que se dispuso no los hubiesen y han fabricado otras de nuevo, en las cuales tampoco los han puesto. Y muchos de ellos, con el pretexto de que no se pueden mantener con las limosnas que recogen en el distrito de los tales pueblos y valles, dexando desamparadas las ermitas, andan vagueando, no sólo por otros circunvecinos, sino por todo el Reino, pidiendo limosna y haciendo demandas, especialmente en los agostos. De que resulta que no atienden a la limpieza y aseo de las ermitas y se dan al ocio”. En 1749 se ordenó que los ermitaños se quitasen el hábito regular (paño vil pardo, escapulario y capilla). Los de la Hermandad de la Anunciación protestaron y adujeron que no les correspondía la prohibición. En 1766 repiten la instancia con el mismo argumento.
En 1769, fue el Consejo Real el que recordó la prohibición de las cuestaciones fuera del territorio señalado en la licencia de cada ermita. Pero había otros excesos, que parecen haber acompañado a las ermitas, que acaso se presten a ellos por su distancia de poblado y por el relajo de las fiestas, que son los días de romería o procesión penitencial. Apenas hubo visita episcopal que no intentara cortar tales abusos culinarios y promiscuos. Todavía en 1781 una denuncia llamó la atención de las Cortes navarras sobre las procesiones de un lugar a otro, que a veces duraban más de un día.
Un viajero, Richard Ford, escribió (1845) que las gentes de estas tierras son muy dadas “a peregrinaciones a las cimas de los montes” donde las bebidas “se usan con ejemplar devoción. Y ¡cuán escogidos son esos lugares altos!, ¡cómo llena de alegría el aire fresco, cómo deleitan las vistas, cómo, a medida que ascendemos, se va dejando abajo la tierra, mientras subimos como al cielo! Y entonces, con qué apetito descienden todos, y qué dulce es el sueño cuando la conciencia descansa tranquila y el cuerpo está fatigado por esta combinación de devoción y ejercicio!”.
La acepción actual de ermitaño, sin excluir la etimológica y tradicional, designa al encargado del cuidado de la ermita, viva o no en ella. Así, en Codés hay dos matrimonios de “ermitaños” que atienden la hospedería y el santuario; aquélla recibe clientes que buscan no sólo la soledad del viejo lugar sobre Torralba del Río, sino el paraje montaraz y el clima apetecido para las vacaciones, búsqueda facilitada por las tarifas que rigen en la posada de la basílica. En otros casos, se entiende por ermitaño al que cuida de la ermita, cargo que en algunos pueblos pasa de padres a hijos. En los últimos tiempos se registra la tendencia a que los cuidados de las viejas ermitas, cuando no corren a costa de cofradías y hermandades, pasen de familia en familia entre los habitantes del pueblo. Así sucedió en Subiza en el verano de 1986: el matrimonio de ermitaños cuya familia cuidaba de la Anunciación -la campana llama a diario a oración-, recibió el homenaje del pueblo por las décadas ocupadas en ese cometido, que en adelante cubrirán periódicamente los vecinos, unos tras otros.
Bibliografía
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