DELINCUENCIA
DELINCUENCIA
La legislación navarra, al tipificar determinados delitos, no deja lugar a dudas de la realidad histórica de ciertas actividades delictivas. Como en los ordenamientos jurídicos de otros reinos de la península, se habla en ella de verdaderos grupos sociales cuya presencia se presumía irregular: los que el título VI del libro IV de la Novísima Recopilación reunía bajo el epígrafe de “ladrones, vagamundos, gitanos y galeotes”, a los que alguna ley -así la 32 de las Cortes de Tudela de 1583- añadía las alcahuetas.
Gitanos y vagabundos fueron objeto por lo menos de normas promulgadas en 1549, 1553, 1556, 1569, 1572, 1580, 1583, 1596, 1624, 1628, 1642, 1662, para culminar en la ley perpetua de 1678 y en la resolución real de 1781. En tanto los ladrones -cuya situación se contempla en muchas ocasiones y circunstancias eran asunto de leyes de carácter generalizador por lo menos en 1556, 1632, 1652, 1684, 1692, 1695 y 1716. Hay asimismo normas que hacen mención de la frecuente comisión de asesinatos, violaciones, sacrilegios… además de algunas que describen casos concretos.
Estos testimonios sólo sirven como prueba de la existencia de tales hechos y de su relativa frecuencia. Las afirmaciones de que se cometen delitos frecuentes abundan sobremanera, al menos desde el siglo XVI. Así, en 1556, las Cortes de Estella piden al rey que endurezca las penas contra los ladrones, hasta incluso ahorcar a “los ladrones famosos”, porque “en este reino se continúan y frecuentan los hurtos, y robos de ganados y menores en el campo, y otras cosas de calidad”; aunque el problema no parece revestir la magnitud con que lo rodean en 1652, en una nueva agravación de las penas, la de la ley 30 de las Cortes que entonces se reúnen en Pamplona. Ésta contiene una tipificación de los hechos que entonces merecían su atención, sin duda por su número e importancia: los que realizan “los salteadores de caminos y los que anduvieren por el campo robando a los viandantes y pasajeros, o otras personas con armas o sin ellas” (como aquellos Gregorio Larrea y Francisco Morales que por entonces habían sido aprehendidos en Valtierra, “en fragante”, “por ladrones salteadores”); los que hurtaren en sagrado o cosa sagrada (como se había denunciado ya que ocurría en demasía en las Cortes de 1569); “los que hurtaren de noche escalando casas en poblado o despoblado, o abriendo puertas con violencia, o con llaves maestras, o ganzúas”; “el que hurtare ganado”, o “haces de campo, o uvas”; “el que hurtare, catare o escarzare vasos de abejas, o entrare en las abejeras para las catar, o escarzar, o hurtar, contra la voluntad de su dueño”. ..; se endurecían las penas y se hacían más expeditivos los procedimientos por ser “tanta la multitud de los ladrones y lo que cada día crece este género de delitos”. Y en 1684 aún hubo de ampliarse la gama de hechos que allí se habían contemplado, con referencias a quienes hurtaren la ropa de los pastores, o en tiendas, y fijando la obligación de que “los plateros, mercaderes o tratantes que compraren oro, plata, joyas, perlas o piedras de todo género” declarasen a quien lo habían adquirido.
Las disposiciones sobre lo mismo proseguirían en las Cortes de 1692, 1695, 1716. En estas últimas se menciona el caso de Martín de Equisoain y de su mujer Francisca de Sada, residentes en la venta de San Miguel del Monte, que habían sido encarcelados en Corella “por el motivo de los grandes robos que se hicieron en la referida venta”.
Aparte de las normas que describían actos contra la propiedad, no faltaban las referencias a delitos de otra naturaleza, sexual o religiosa, frecuentemente.
Fuera de estas estimaciones descriptivas de siglos anteriores, el estudio relativamente riguroso de la delincuencia no puede realizarse en España sino en la segunda mitad del XIX, momento en que empiezan a editarse los resúmenes anuales de las faltas y los delitos que se juzgaban en cada audiencia. Para épocas anteriores, la documentación judicial primaria no ha sido aún objeto de los estudios necesarios.
La aparición de Navarra en esas primeras estadísticas nacionales del XIX es sorprendente, ya que en la de 1843 se presenta como la audiencia más delictiva de España, con un acusado por cada 196 almas. Sólo le andaba cerca Madrid, con 198; las demás audiencias, desde la de Cáceres (con un acusado por cada 246 habitantes) hasta la de Barcelona (con sólo uno por cada 825) quedaban muy lejos; aunque, en la clasificación por provincias, la tasa de 196 de Navarra aún era superada por la de 137 en Madrid y 186 en Logroño, e igualada por la de Guadalajara.
Sin duda, los porcentajes no eran -ni son- plenamente satisfactorios, porque la respuesta de una comunidad ante el delito no es siempre la misma; se da a veces alguna forma de adecuación a la criminalidad, que conlleva un recurso menor a la denuncia; así podría explicarse que una demarcación cuyo índice de delincuencia se sabe era alto por otras fuentes, como Barcelona, figure en las estadísticas de finales de siglo con tasas menores que las de otras provincias en principio menos conflictivas.
Con todo, es cierto que la documentación de la época inmediatamente posterior a la primera guerra carlista (1833-1839) insiste en la alta conflictividad que se registraba en la sociedad navarra, e incluso habla de un importante descenso moral como su causa. No se da otra explicación verosímil que la de la guerra misma, que habría dejado la región no sólo exhausta sino mal guarnecida; de manera que fue campo propicio para los malhechores autóctonos y foranos. Las explicaciones que alegó entonces la Junta de Gobierno de la propia Audiencia -que Madoz haría suyas con algunas modificaciones- o son verosímiles. El mismo político progresista navarro se acercaba seguramente más a la verdad cuando recordaba que “en la época a que las noticias [de la estadística de 1843] se refieren, la Navarra acababa de salir de una guerra civil, que abrazó con entusiasmo, […]; que los partidos contendientes se miraron siempre allí con más encarnizada enemiga que en otro punto alguno de la península; que terminada la guerra, quedaron muchos agravios que vengar, muchas familias arruinadas, muchos brazos sin ocupación, y últimamente que el mismo partido liberal fraccionado en distintos bandos, buscó en este suelo habitado por hombres valientes y decididos, el campo para disputar por las vías de hecho la bondad o malicia de sus principios.” (Se refiere sin duda al pronunciamiento de 1841*).
El tipo de delitos que se habían cometido en 1843, en mayor medida aboga desde luego por la idea de que se trató con frecuencia de diferencias personales o de actos de bandidaje. Siendo muy alta la proporción de los delitos, lo es todavía más la de -en concreto- los que se cometieron contra personas; casi la mitad de los encausados lo fueron por este motivo. Y, entre ellos, todavía correspondió un número muy alto a los homicidios. Pero debía de tratarse de bandidaje -más que devenganzas- a juzgar por el elevado número de homicidios perpetrados con armas, muchas de ellas expresamente prohibidas por la ley, y el bajo índice de los delitos de inmoralidad y escándalo y de homicidios cuyas circunstancias pueden esbozar una cierta premeditación (como el envenenamiento, el parricidio o el infanticidio). Por otra parte, otras fuentes de la época se muestran particularmente profusas en órdenes de caza y captura contra ladrones y salteadores, sobre todo en los años inmediatamente siguientes a la guerra que terminó en 1839 (como sucede por ejemplo con Javier Rodeles, de Olite, “El Canchirulo”, que acaudillaba una cuadrilla por 1841).
De hecho, la tendencia se reduce notoriamente -aunque no desaparece- en las estadísticas nacionales que vuelven a editarse desde los años ochenta del XIX. En la de la audiencia de Tafalla de 1884, por ejemplo, se toma nota de un total de 1.750 faltas y de 208 delitos, entre los cuales la propiedad y secundariamente las personas son los motivos principales: 1.122 faltas y 82 delitos la primera y 352 y 97 las segundas. Era ya, sin embargo, Navarra una región situada en niveles medios de la delincuencia española; aunque este hecho impedía dar por buena cualquier visión idílica de sus relaciones sociales.