TABLAJERO
TABLAJERO
Nombre con el que, en la documentación administrativa del reino de Navarra, se denomina a los “administradores o arrendadores de Tabla*” y, por extensión, a sus delegados. Las tablas -o puestos aduaneros- eran arrendados por la corona del sector privado, como -en el Antiguo Régimen, y prácticamente en toda Europa- era usual en todo lo que concernía a la percepción de los impuestos. Faltos de una red de funcionarios de Hacienda suficientemente extensa, los monarcas enajenaban el ejercicio de la percepción, de forma que compensara a las dos partes, a la Hacienda real y a los arrendatarios.
En todos los casos -aduaneros o no, y navarros o no- esto tuvo consecuencias importantes, desde el punto de vista social y económico, que también se perciben en los puntos más diversos del continente europeo. Los tablajeros, en concreto, como los demás arrendatarios de derechos fiscales, actuaban movidos con frecuencia por el deseo de sacar mayor provecho de su arriendo. Y así, en las Cortes de Tudela de 1565, por ejemplo, se les acusó de elevar arbitrariamente los derechos que satisfacen los ganados extranjeros que entraban a herbagar en Navarra, éstos habían solido pagar dos cornados por cabeza de ganado menudo y ahora se les exigían dos, tres y hasta cuatro maravedises.
Más tarde, en las Cortes de 1580, volvería no obstante a denunciarse que volvían a cobrarles derechos de entrada y de salida (“tomando lo que se les antoja de los dichos ganados”) “debajo de nombre de mejora (…) aunque vengan aquéllos disminuidos y empeorados”.
Y todavía se añadió que “de pocos años a esta parte” los tablajeros cobraban asimismo derechos de importación y exportación sobre “pan en garva y vino en raspa”-una carga por cada veinte en ambos casos- a los castellanos aragoneses y navarros de los respectivos pueblos limítrofes de ambos reinos, siendo así que “de tiempo inmemorial (…) los de este reino que labran y siembran pan o tienen viñas en los términos confines de Castilla y Aragón, suelen traer su pan en garva y el vino en raspa a este reino, sin que paguen derechos algunos en las Tablas Reales; y por lo mismo los de Castilla y Aragón que labran y siembran en este reino, o tienen viñas en los confines, suelen llevar su pan en garva y vino en raspa, sin que sean compelidos a pagar ningunos derechos. (…) Con esta buena correspondencia -explica la ley XXXVI de aquellas Cortes- se ha conservado mucho la hermandad y comercio de los unos reinos a los otros, y ha sido ocasión de que haya mucha más abundancia de pan y vino y otros bastimentos necesarios.”
En este caso, la corona sólo aceptó que se respetase la prerrogativa de no pagar a quienes estuvieran en posesión de ella desde hacía cuarenta años al menos. “Lo cual -se alegaría sin embargo en las Cortes de Tudela de 1583- no se ha hecho, ni se hace. Porque muchos naturales de este reino, con tener posesión, no sólo de cuarenta años, pero aun de cientos y doscientes años, se les hace pagar derechos”, como acababa de suceder a Felipe Henríquez de Navarra, marichal del reino, a Godofre de Mendoza, García de Aibar y a otros.
Antes, en las de 1561, se hubo de recordar a los tablajeros que los navarros eran libres para elegir la tabla donde deseaban declarar sus mercadurías, pudiendo hacerlo en la de origen o en la de salida del reino (arancel, tabla), lo que los tablajeros tenían que respetar so pena de pagar determinadas multas y los daños y perjuicios que hicieran a los mercaderes. Pero en las Cortes de Pamplona de 1580 se hubo de insistir en lo mismo porque, sobre todo los tablajeros de Pamplona, venían descaminando (es decir: deteniendo y desviando de su camino, para llevarlos ante las autoridades a rendir cuenta) a algunas personas “que lleva(ba)n de esta ciudad algunos bastimentos y cosas”; recordaban concretamente -pero entre “otros muchos”-el caso de un capitán Campuzano, “que enviando de esta ciudad ciertas perdices y cosas de comer para un hermano suyo que esta(ba) en Fuenterrabía, al salir de esta ciudad lo descaminaron, y quitaron los tablajeros de ella, y le hicieron pagar tres reales”.
Los tablajeros contaban por su parte con guardas, seguramente mantenidos por ellos mismos, pero también con la colaboración de los soldados que vigilaban los puertos fronterizos, los cuales sin embargo dependían directamente de un gobernador del puerto (bien entendido que estas figuras -que son las que aparecen en la documentación de los siglos XVI, XVII y XVIII- no dejan de presentar matices y variantes, expresión desde luego de la falta de uniformidad que es característica de la Administración del Antiguo Régimen). El celo de estos vigilantes -militares o no- llegaba en ocasiones a la perpetración de actos realmente delictivos, del tipo de las vejaciones que “los soldados y gente de guerra” del puerto de Ibañeta y los tablajeros de la villa cercana de Roncesvalles solían hacer con los miembros de la cofradía de Nuestra Señora, que acudían allí en mayo y septiembre. Procedían los más de la Aézcoa, Salazar, Roncal, Valderro, Arce, Arriasgoiti, Urroz, Aíz, Artajo, Esteríbar y Valdilzarbe, “y otras partes del dicho reino” (según la enumeración que hizo la ley XVIII de 1586, que se ocupó del asunto y que cifraba los cofrades en más de mil quinientos); “les hacen grandes extorsiones y agravios, reconociéndolos, así en la choza donde tienen su recogimiento ordinario los soldados como dentro del dicho monasterio, y quitándoles a los pobres la plata, que para el servicio de sus personas y de la cofradía llevan, y el dinero que para pagar los tercios traen; y también a las mujeres, que a las mismas cofradías asisten, las despojan indecentemente y les quitan las joyas, y sortijas, y dineros que llevan, y las descaminan”. (Los tercios de que se habla eran seguramente la limosna que los cofrades daban al hospital de Roncesvalles, que ascendía a la tercera parte de lo que en él se gastaba con los pobres).
No era sólo un asunto de bandidaje excepcional, como -hasta cierto punto- podía considerarse éste. En las Cortes de 1678, se protesta contra las vejaciones a que los tablajeros de “los últimos puertos” (los puertos fronterizos) someten a los viandantes, especialmente a los vinateros, a quienes obligaban a medir otra vez el vino -aunque lo hubieran registrado ya en alguna otra tabla del interior, con la excusa de comprobar si se correspondía con el que figuraba en el albarán de guía, pero en realidad con la intención de “que les den algo por excusar la detención y daño que se padece”. Más tarde, en 1684, se protestaría asimismo contra el empeño del gobernador del puerto de Vera de elevar los impuestos sobre la exportación de hierro de las ferrerías de la Cinco Villas y de cobrar derechos por los productos que traían de retorno los traficantes Minero, trigo, maíz, habas, abadejo y otras cosas de que necesitan, sin las cuales no se podrían mantener”. No era en rigor cosa de las autoridades virreinales tan sólo -como podía pensarse por tratarse de una iniciativa que al parecer se atribuía al gobernador militar-; los intereses de la real Hacienda solían coincidir con los de los tablajeros (aunque no pocas veces el rey se erigiera en defensor de sus súbditos frente a los abusos de los aduaneros, sin duda porque al tiempo que exactor de impuestos era protector de sus vasallos y, así, en 1692, al denunciarse otra vez la repetición de esas exacciones abusivas en Vera, ya se atribuyen juntamente al tablajero y al gobernador del puerto en cuestión. Por lo demás sin éxito; porque repiten la denuncia las Cortes de 1695).
La pervivencia de la figura del tablajero estuvo naturalmente ligada a la de las aduanas* del Ebro.