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FAMILIA

Grupo de personas emparentadas entre si, que viven juntas bajo la autoridad de una de ellas. Generalmente se consideran dos modelos de familia, y el contraste entre ambos hace entender las transformaciones que actualmente están surgiendo dentro de la familia. Así, existe el modelo de familia tradicional, común en el mundo rural, en la que el padre, que controla los medios de subsistencia, es la autoridad; en este tipo familiar existe una clara diferenciación en las tareas encomendadas a cada sexo. Frente a ella, el concepto de familia moderna es común dentro del mundo urbano, con relaciones personales más igualitarias y mayor independencia de los distintos miembros en relación al núcleo familiar.

Desde la asimilación del Derecho romano por la sociedad navarra, el ordenamiento civil de esta tierra tuvo la fortaleza de la potestad paterna como principal característica.

Este rasgo no es sólo un hecho teórico, sino que implica una forma concreta de entender las relaciones familiares; forma que se ha mantenido durante siglos; “La solidez y amplitud de los derechos paternos -según la memoria de 1885 de la comisión provincial que dictaminó sobre la situación de las clases populares a petición del Gobierno de Madrid-, graduados por los principios de la legislación romana, conceden al jefe la exclusiva administración de todos los intereses de la familia con inclusión de los peculios de los hijos y la amplísima facultad de testar en favor de extraños, sin necesidad de desheredar expresamente a los hijos”; lo cual -corroboraba el Colegio de Abogados de Tudela- “afianza el orden interior y disciplina de las familias, y tanto más se fomenta y perfecciona la moral doméstica, es decir, el orden y moralidad públicos, cuanto que las familias son el plantel del Estado, y el buen hijo no puede menos de ser un buen ciudadano”.

Sin duda, está deducción tenía buena parte del necesario refrendo en la realidad; el decano del mismo Colegio añadía en otro escrito de 1884 que “las provincias regidas en este punto por fueros particulares son precisamente más ricas y morales, las más compactas por el espíritu de familia, y puede decirse que la parte más enérgica de la nación”.

El notario Leandro Nagore mantenía criterio optimista al enjuiciar el tono de las relaciones familiares, consecuencia de la libertad de testar: “No puede decirse que ha sido ni que sea causa para la perturbación de la familia entre los hijos, ni alterar el modo de ser de la constitución de la misma, sino que es obedecida, respetada y cumplida la voluntad de aquéllos sin apelación, y esto está y se halla bien recibido por los naturales de este país”.

Existían también dictámenes menos optimistas, y no menos fiables, en la información que reunió en 1884 la comisión citada, sobresale el dictamen del juez de Olite, que acusa a las gentes del pueblo de ver en sus hijos “no criaturas que deben guiar” sino “fincas que explotar”; explica que los envían a duras penas a la escuela, para sacarlos en cuanto han aprendido las primeras letras y se han preparado para la primera comunión, hecho lo cual “los dedican a los ásperos trabajos de la tierra”, desde los 10, 12 ó 14 años -según la fortaleza del chico- hasta los 18. Pero desde esta edad, acaso el miedo a que los abandonen los lleva a extremar sus complacencias.

El dictamen de Olite no es totalmente general. Incluso en la Ribera reaparece la versión idílica, como la que repite la Sociedad Económica tudelana al asegurar que “el amor filial inflama los pechos de los hijos que ven en sus padres ancianos y enfermos a los autores de su vida, y tratan de que los años que les quedan los pasen de la mejor manera posible, para lo cual se imponen gustosos privaciones y sacrificios”. Al otro extremo, el arcipreste de Roncesvalles asevera que, entre sus feligreses, “después de Dios son los padres, a quienes, como a segundos progenitores, se les debe el obsequio, el honor, la obediencia, socorro y reverencia de los hijos … “

“Otro tanto sucede -añade el mismo informe- respecto a sus consanguíneos o parientes, pues que se tratan, se convidan mutuamente, así en los días de luto como en los de regocijo”.

El número de personas que conviven en una familia o “casa” y el tipo de lazos que les unen son informaciones importantes para la demografía y estudio de la sociedad. Aunque los análisis disponibles son escasos, se puede afirmar que existió en Navarra una notable variedad de estructuras familiares.

Según el recuento de 1817, en la Merindad de Estella un total de 23.499 almas se repartía entre 5.103 familias, lo que arroja un promedio de 4,6 habitantes por familia. Este promedio global, sin embargo, se vería muy modificado por las circunstancias demográficas y según las comarcas. En Murchante, E. Orta comprueba una notable oscilación entre 4,4 habitantes por familia, máximo de 1.588, y 2,8, mínimo de 1.620. La distinta incidencia de la mortalidad, las variaciones en la edad de matrimonio y de emancipación de los hijos, los cambios en la tasa de soltería definitiva explican estas diferencias.

Probablemente fue más constante el contraste entre la estructura familiar de los pueblos de la Montaña y los de la Ribera, constituyendo la Zona Media, de nuevo, una comarca de transición. En 1817, los valles más septentrionales de la Merindad de Estella tenían un promedio de 5,5 habitantes por familia, mientras que en las villas ribereñas era sólo de 4,2. El promedio de almas por fuego en el valle de Roncal, en la misma fecha, era de 5,46: exactamente el mismo que el de 15 valles de la Merindad de Pamplona, que era de 5,49.

Estas diferencias respondían, sin duda, a dos sistemas de transmisión de la propiedad y de integración social que todavía no conocemos más que en sus rasgos superficiales. En una muestra de pueblos del valle de Yerri y del de la Solana, en 1786, destacan ciertos datos, tales como que en las aldeas montañesas más septentrionales es más frecuente que los hijos casados sigan viviendo en el hogar paterno; también, son más los solteros definitivos que nunca abandonan la casa natal y, probablemente, más tardía la edad media de matrimonio; por otra parte, aparecen más criados, con lo que el tipo de familia resulta más “compleja”. Por el contrario, en las villas más meridionales parece predominar la familia nuclear (padres e hijos) por razones similares pero inversas a las expuestas.

Todo esto, sin duda, tiene mucho que ver con el sistema hereditario y de integración de las familias en la comunidad local. El sistema de heredero único de la casa y tierras favorece que el matrimonio heredero viva con los padres, que quedan a su cuidado; la soltería definitiva, permaneciendo en casa con el hermano heredero, era un modo de escapar a la emigración cuando ni la economía ni la ordenación social comunitaria permitía crear nuevas casas vecinales. Por el contrario, el reparto entre varios herederos y la amplitud y diversidad de recursos disponibles animaban a una más temprana y frecuente emancipación de los hijos para fundar una familia

Bibliografía

F. Miranda, Evolución demográfica del Valle de Roncal de 1788-1816, “Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra”, IX (1977), 389-413; y Evolución demográfica de la merindad de Pamplona de 1787-1817, “Príncipe de Viana”, XII (1980), 97-134; A. Floristán Imízcoz, La Merindad de Estella en la Edad Moderna: los hombres y la tierra, (Pamplona, 1982).

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