VÍAS ROMANAS
VÍAS ROMANAS
El análisis de las fuentes escritas de la antigüedad parece sugerir un aislamiento importante de las poblaciones del Norte de Hispania, debido, según varios autores, a la falta de caminos en época prerromana. Ya Estrabón, al trazar un cuadro general de Hispania, en el libro III de su Geografía, escribe de la zona septentrional que “carece de contactos y comercio con las otras regiones, de manera que esta parte es la que ofrece más dificultad de ser habitada”.
Dentro de esta región, la red de asentamientos pre y prohistóricos supone la existencia de una trama de caminos básicos de relación entre los diversos puntos de ocupación de un mismo período, sin descartar algo tan importante como las diversas vías naturales, constituidas por las vegas de los ríos, los collados pirenaicos o el largo corredor que desde la Llanada alavesa hasta la Canal de Berdún forman en Navarra las cuencas del Araquil, Pamplona y Aoiz-Lumbier, depresión a la que convergen las rutas transversales de comunicación de los valles pirenaicos y la Navarra húmeda del Noroeste.
Frecuentemente se ha evocado la existencia de los caminos como “anteriores a los hombres” trazados por las fuerzas naturales o los animales y seguidos por los cazadores. Estos desplazamientos casi regulares del ganado, dirigido por el instinto hacia los terrenos de caza, pasto o hacia el agua, debieron de ser conocidos por los pueblos prerromanos de economía fundamentalmente depredadora, recolectora y, más tarde agrícola y pastoril.
La llegada de la civilización romana transformó seguramente alguna de estas rutas en vías de comunicación de cierta envergadura, a la vez que se construyeron otras nuevas, sin descartar, obviamente, una red de caminos y senderos difíciles de rastrear.
En el contexto general de los estudios sobre la romanización, la red viaria ocupa un lugar preferente. Las posibilidades que su conocimiento aporta al proceso de reconstrucción de aquella importante fase de nuestra historia son ilimitadas.
Las calzadas sirven de vehículo especial para consolidar la penetración civilizadora de Roma. La conquista y reordenación social de nuevos territorios generó una infraestructura viaria capaz de hacer más accesibles todos los lugares de mayor o menor interés político y económico.
El trazado viario romano, en todos los dominios del imperio fue proverbial por su extensión, eficacia y solidez. “Todos los caminos llevan a Roma” es locución que se asocia con ese trazado incomparable, que tenía su centro neurálgico en la gran urbe. La red de calzadas comenzó a finales del siglo IV a.C. con el censor Apio Claudio y su decisión de tender una comunicación estable entre el Lacio y la Campania: así se produjo la construcción, con cargo al erario público, de la vía Apia, la regina viarium, todavía en uso. Jalonadas de miliarios (una piedra cada mil pasos; esto es, cada 1,48 km.) y con etapas (“mansiones”) a intervalos regulares, las vías oficiales (“públicas”, “consulares”, “pretorias” y “militares”, sobre todo), tenían un régimen peculiar, a cargo de curatores viarum.
Las características técnicas eran muy variables, en función del suelo, aunque en general puede reconocerse una capa de base, con piedras, a veces con estacas, para facilitar el drenado; un núcleo elástico (a menudo de arena), y un recubrimiento de lastras. La anchura variaba ordinariamente entre 8 y 13 m. Tenían muchas veces cunetas y, en puntos difíciles o de nieve abundante, roderas artificiales para que los carros no perdiesen el camino, así como recortes perpendiculares para ayuda de las caballerías, carriles especiales para jinetes o peatones, etc. Pero por la gran variedad de técnicas utilizadas, no es posible trazar un “perfil típico” de la vía romana que incluya otro denominador común que el de su invariable solidez y trazado estratégico. Aunque no se conoce detalladamente la normativa de uso, se sabe que existieron disposiciones limitadoras de, peso. Con Augusto se reglamentó el cursus publicus, sistema de postas y correos con relevos permanentes y prioridad en el uso de la red, asignada por documentos sellados personalmente por el César.
La documentación escrita sobre la red viaria hispánica y de la actual Navarra es relativamente abundante. Los textos geográficos de Estrabón aluden ya para el siglo I a la vía que conducía desde Tarraco a la región de los vascones hasta el Océano con Pompaelo (Pamplona) y Oiason (Oyárzun), con una longitud total de 2.400 estadios. El Itinerario de Antonino recoge para el siglo III dos calzadas importantes: la número 34 que, enlazando Burdeos con Astorga, descendía por Ibañeta y recorría las “mansiones” del Summo Pyrineo, Iturisa (Espinal?), Pompaelo (Pamplona), Alantone (Atondo?), Araceli (Huarte-Araquil?) y Alba (Albéniz en Álava); y la 32 que, desde Tarragona conducía también a Astorga, con escala en la mansión n° 11, Cascantum (Cascante), entre las de Zaragoza y Calahorra. El Anónimo de Rávena texto del siglo VII mucho más impreciso que los anteriores, menciona la vía que unía Caesaraugusta (Zaragoza) con Pompaelo y la que seguía hasta Oiasso, en suma la aludida ya por Estrabón.
A la reconstrucción de la red viaria contribuyen igualmente los hallazgos de miliarios y otros restos arqueológicos. Permiten suponer que además de las grandes rutas mejor conocidas, había numerosos ramales secundarios que las interrelacionaban. Uno pudo ser el que remontaba el curso del río Aragón, quizá desde Calahorra, y atravesaba Cara (Santacara); otro el que, siguiendo el río Alhama, pasaba por Gracchurris y por el curso del Arga llegaría hasta Pamplona; finalmente, el que tal vez llevaba la dirección Logroño-Estella-Andión-Valdorba-Valdeaibar. Además de estas calzadas, alguna de interpretación dudosa, no faltaría una trama de rutas naturales semejantes a los actuales caminos, como exigía la densidad de asentamientos humanos.