SEÑORÍO
SEÑORÍO
Navarra apenas conoció el régimen feudal en los siglos X al XIII, época en la cual Europa occidental era prácticamente un mosaico de señoríos jurisdiccionales. Los reyes, conscientes de las reducidas posibilidades del Reino, supieron evitar su aparición, que necesariamente hubiera supuesto la desintegración del territorio o su absorción por los grandes reinos vecinos. El sistema de honores y tenencias permitía al rey favorecer a los nobles, confiándoles fortalezas o plazas fuertes con su respectiva comarca o distrito, pero sin desvincularlas nunca del dominio real. Sancho el Fuerte, por su parte, adquirió mediante compra, de varios señores, algunos pueblos y castillos como Barillas, Buñuel, Cárcar o Cintruénigo. En la época de la casa de Champaña había en Ultrapuertos ocho feudos: Agramont, Baiguer, Commingues, Couserans, Mauleón, Mira, Ostabares y Tartas, cuyos señores -alguno de ellos tenía títulos de vizconde- estaban ligados por vínculo de vasallaje al rey de Navarra, mediante pleito homenaje.
Los obispos de Pamplona poseían la jurisdicción sobre la ciudad de Pamplona, y algunos castillos, como los de Huarte, Oro y Monjardín, por donación de algunos reyes anteriores a la iglesia, lo cual fue origen de diversos litigios hasta que a principios del siglo XIV la mitra renunció en favor de la corona. Cascante y Rada eran también, desde tiempo inmemorial, señorío de los Monteagudo y de los Rada respectivamente. Lo mismo sucedía con el castillo de Castejón hasta que lo cedió Bartolomé Ximénez de Rada. En 1281 la reina doña Juana adquirió por compra el de Cascante a los hijos de don Pedro Sánchez de Monteagudo. Por su parte, don Gil de Rada, señor de dicho lugar, y María de Leet, su mujer, habían prestado vasallaje ya en 1259 a Teobaldo II, por sí y por sus sucesores. Como puede observarse, la tendencia de la monarquía navarra era hasta el siglo XIII no sólo refractaria a dar territorios a la nobleza en régimen señorial o feudal, sino que se trató por todos los medios de incorporar a la corona, mediante adquisición o relación de vasallaje, los señoríos existentes de antiguo, consolidando la base de la monarquía y la propia configuración del Reino.
En el siglo XIV se produjo un cambio radical en esta política. Carlos II Evreux, metido en guerras y empresas militares que trascendían los límites y posibilidades de su reino, se vio forzado a compensar de algún modo a los nobles y capitanes que le ayudaban en ellas. Por otra parte, empezaban ya a aparecer los bastardos de la casa real, a los que había que dotar de un patrimonio propio. Carlos III el Noble continuaría esta costumbre de dignificar a los bastardos con señoríos y títulos, en su afán de crear una nobleza a imitación de la castellana. Surge de este modo un tardío proceso de señorialización.
Este proceso se incrementó y agudizó en el reinado de Juan II, a raíz de sus luchas con el Príncipe de Viana y consiguiente división del reino -y singularmente de la nobleza- en bandos o facciones: agramonteses y beaumonteses, originando las luchas civiles que traerían la desolación al Reino, acabando con su independencia. Tanto don Juan como don Carlos recompensaban con rentas y señoríos a sus más señalados partidarios; cuando no trataban de atraerlos a su servicio con el señuelo de esta clase de mercedes y beneficios.
Ablitas pasó al dominio de los mariscales por letras reales de 1361 y 1405. En 1425 se creó el condado de Lerín como regalo de boda para la infanta Juana y don Luis de Beaumont; llegó a comprender las villas de Lerín, Cárcar, Andosilla, Mendavia, Lodosa, Sartaguda, Sesma, Allo y Dicastillo. En 1430 mosén Pierres de Peralta, dueño del castillo de Marcilla, recibió el señorío de Peralta y Funes; más tarde se agregaría también Falces, formando el marquesado de este nombre, que junto con el condado de Lerín constituirían los dos señoríos o estados, como también se les llamaba, más poderosos de Navarra. Un año antes, en 1429, Juan II dio el castillo y villa de Monteagudo a mosén Florestán de Agramont. Peña, con su castillo, fue dada en 1434 a mosén Beltrán de Ezpeleta. El castillo de Tiebas lo recibió del rey el Gran Prior don Juan de Beaumont en 1445. Al año siguiente, el Príncipe de Viana le dio la villa de Milagro, y la de Santacara en 1447.
Algunas villas pasaron de mano en mano, según el capricho de los reyes. Cárcar, por ejemplo, fue dada en 1414 a don Godofre, conde de Cortes; más tarde al señor de Luxa; en 1447 a mosén Juan de Monreal y en 1470 a don Pedro Vaca, para volver en 1512 al conde de Lerín. Otras lograron liberarse del señorío y reintegrarse al real patrimonio, después de haber sido enajenadas, como ocurrió con Arguedas, Caparroso, Cascante, Cintruénigo, Milagro, Valtierra y algunas más.
En 1472, las Cortes del Reino, viendo que el mal se extendía peligrosamente, trataron de poner remedio. Para ello acordaron que las villas, lugares y castillos que las tropas reales recobrasen de poder de los rebeldes alzados en armas, quedasen definitivamente incorporadas al patrimonio real, en calidad de realengos. Algo se consiguió, pero ya era tarde. Veinte años más tarde, el rey Juan de Labrit desterraría al conde de Lerín, el más poderoso y temible de los grandes señores, confiscándole sus villas y castillos y poniéndolos en manos de caballeros leales al trono. Fernando el Católico lo acogió y protegió, y contando con su colaboración, precipitó el hundimiento del trono navarro.
Curiosamente había de ser Fernando el Católico quien iba a apaciguar las banderías y someter las rivalidades entre los nobles, tan pronto como se hizo cargo de la corona de los Labrit. Astuto siempre, y enérgico cuando así convenía, logró dominar -al menos exteriormente- a agramonteses y a beaumonteses.
Las prerrogativas señoriales, en los siglos XVI a XIX, eran de muy diversos tipos, comprendiendo en muchos casos prestaciones y servidumbres personales más o menos onerosas o humillantes. Sobre esto hubo infinidad de pleitos. Aparte de otras prerrogativas honoríficas, el señorío comportaba normalmente la facultad de nombrar a los alcaldes de las villas y lugares integrados en él, e incluso, en muchas ocasiones, también el derecho de presentación de beneficios eclesiásticos en las iglesias respectivas.
Los señoríos jurisdiccionales fueron suprimidos por vez primera en España, por decreto de las Cortes de Cádiz de 6.8.1811 y 19.7.1813, por cuyo tenor quedaron incorporados a la Nación, y consecuentemente a la jurisdicción común al resto de los municipios. Restablecidos en todo su antiguo vigor al regreso de Fernando VII, fueron de nuevo suprimidos por R. O. de 13.4.1820, nada más iniciarse en Trienio Constitucional. En 1823, con la reintegración de Fernando VII a su poder absoluto, volvieron a anularse las disposiciones liberales. Habría que esperar a la implantación definitiva del sistema constitucional, en el período 1834-1837, para que los antiguos señoríos quedasen plenamente abolidos.
Naturalmente, las medidas no afectaban, en principio, a la propiedad de las tierras y a otras cuestiones y aspectos económicos anejos a la propiedad señorial. Lo que se abolía era el antiguo estatus señorial, que aparte de la propiedad de la tierra, incluía la jurisdicción sobre las gentes habitantes en los señoríos. Quedaron también suprimidos los llamados signos externos de vasallaje, como picotas, horcas, etc. En algunos pueblos, como Lerín, el vecindario, imbuido de las nuevas ideas, cometió desmanes y excesos contra símbolos del señorío, como el sepulcro de alabastro que los condes poseían en la iglesia de la villa. Otros, como Marcilla, sacaron de la iglesia y arrojaron a un campo el reclinatorio y sitial de honor que la marquesa poseía en el presbiterio de la parroquia.
En cambio, la propiedad de las tierras e incluso de las casas, en pueblos como Cadreita o Zolina ha llegado hasta la segunda mitad del siglo XX.