PUENTE
PUENTE
Su construcción es fruto del deseo y la necesidad de superar los obstáculos que la Naturaleza impone al continuo avance del hombre. Al mismo tiempo que mudo reflejo de la situación política en que se gestaron, son claros exponentes del sistema económico y de la sociedad que les dio forma. Los más antiguos conservados, datan de época romana, y nacieron al compás del trazado de la red viaria, haciendo posible la continuidad del camino. Esta red caminera se hizo relativamente densa con César y sobre todo durante la época imperial. Son las fuentes clásicas como el Itinerario de Antonino, Estrabón o el Anónimo de Rávena, las que informan, con más o menos exactitud, acerca del trazado de las principales calzadas que surcaban la zona.
Los puentes romanos son un claro exponente de la civilización de la que son hijos. Aúnan el sentido práctico con la estética monumental propia del espíritu imperialista romano. Surgen en un contexto conformado por la existencia de una serie de pueblos escasamente civilizados e incapaces, técnicamente, de crear obras de esta envergadura.
A la hora de construir un puente los romanos se enfrentaban a dos condicionantes principales; permitir el tránsito viario y asegurar la libre circulación del agua. Las respuestas a estas premisas se materializaron, con considerable fortuna, en los puentes de piedra.
Entre los que han llegado a la actualidad, los más destacables son el de Reparacea, sobre el Bidasoa (Oieregi), el de Cirauqui, sobre el Salado, o los de Lumbier, Orcoyen y Espinal.
La paternidad romana de muchos puentes es extremadamente dificultosa de asegurar puesto que se encuentran enmascarados por las sucesivas destrucciones y reconstrucciones que ha impuesto el paso de los tiempos. Sin embargo, en otros casos es posible adivinar con cierta seguridad su origen puesto que guardan la primitiva esencia romana. Estos puentes están elaborados a base de piedra local, y en ocasiones se constata la utilización de un cemento natural -invento romano y primer material dúctil en la historia de la construcción-. Se caracterizan por el empleo generalizado del arco, esencialmente el de medio punto. Las bóvedas suelen ser autoportantes, de forma que si un arco es destruido el resto queda en pie.
La mayor dificultad, para los romanos, era la cuestión de la cimentación; era necesario esperar a períodos de estiaje y en ocasiones desviar el curso del agua. Las pilas se construían en progresión decreciente, la primera a ras de agua, y su interior se rellenaba de cascotes y hormigón.
Según Fernández Casado, los puentes romanos evolucionan hacia una mayor perfección constructiva; a los pesados y opacos puentes republicanos siguen los más esbeltos del Imperio. Los ejemplos que existen en la actualidad han podido sobreponerse a numerosos enemigos; a ellos mismos, a su propio peso, a la mala cimentación y los deficientes materiales; a las invasiones bárbaras, guerras y demás avatares de la Historia.
Tras la caída del Imperio Romano, la Península Ibérica se vio asaltada por gentes venidas de más allá de los Pirineos. Durante años la estructura viaria romana, ante la pérdida de su función primitiva, se fue deteriorando sin remedio, hasta que los visigodos estabilizaron la situación y protagonizaron las primeras reconstrucciones de los ingenios romanos.
J. P. Molenat dice que la propia sociedad medieval, su estructura, era el obstáculo fundamental para la existencia de una adecuada red viaria y de puentes, al no poder hacerse cargo de una obra costosa no sólo de construir, sino de mantener. Los puentes se convirtieron de esta forma en bienes particulares, propiedad de personas jurídicas privadas que se hacían cargo de la edificación. Durante prácticamente toda la Edad Media el concepto de “obra pública” carece de significado. La financiación de la obra provenía de aportaciones voluntarias o forzosas (éstas eran las más frecuentes) denominadas “pontazgos”, que se cobraban antes de comenzar el puente y una vez construido, como impuesto de circulación. Las rentas procedentes de estos impuestos eran numerosas y generalmente se desviaban de curso utilizándose con fines ajenos totalmente a la causa esencial, que era el mantenimiento de las obras. Algunos pontazgos se siguieron cobrando, incluso, hasta el siglo XIX.
Si la Edad Media es una época de malos caminos, el Camino de Santiago* es la excepción. A través de esta ruta de peregrinación la más importante de la Cristiandad, se produjo un fructífero intercambio cultural que cuajó en el mayor desarrollo de los reinos hispano-cristianos y se materializó en el nacimiento de ciudades, mercados o ferias. La existencia de una ruta de este calibre hacía necesario un trazado adecuado y unas condiciones de tránsito apropiadas. Consecuencia directa de ello son los numerosos puentes que jalonan su curso. Uno de los primeros y más bellos puentes románicos de que se tiene noticia es el de Puente la Reina. Probablemente ya existía cuando Sancho III el Mayor (siglo XI) unificó en este punto las dos rutas seguidas por los peregrinos procedentes de Francia. Está compuesto por 6 arcos de medio punto, de perfil suavemente alomado y con característicos arquillos de aligeramiento en las pilas, es sin duda alguna uno de los símbolos más utilizados de la ruta compostelana.
Otros ejemplares, como el de San Juan de Pie de Puerto (Baja Navarra), el de los Roncaleses, la Magdalena (Pamplona), Lorca, Las Cabras (Lumbier), Monreal o Zubiri, son, asimismo, obras de similares características surgidas al calor de la Ruta.
Los puentes medievales continúan prácticamente con las técnicas constructivas romanas pero estrenan fisonomía nueva acorde con su nueva función. El puente medieval es fruto de la simbiosis de dos conceptos opuestos; unir caminos y obstaculizar pasos. A lo angosto de las calzadas se une lo quebrado de las plantas. Aunque estas peculiaridades de los puentes medievales obedecen generalmente a problemas de cimentación, contribuyen a potenciar el carácter defensivo de muchos de ellos, realzado en ocasiones por el empleo de torres defensivas.
Entre la innovaciones formales de la Edad Media está el arco ojival, que permite cubrir luces mayores, aunque hace que aumenten las pendientes, dando lugar al perfil denominado “lomo de asno”, tan característico del Medievo. A pesar de que el arco de medio punto se adscribe generalmente al románico y el ojival al gótico, hay ocasiones en que se encuentran mezclados en un mismo ejemplar; caso del puente de Monreal.
También constituye novedad la altura de los tajamares, que suben prácticamente hasta la coronación del puente, creando los “apartaderos”; como se constata en el puente de Zubiri. El puente medieval destaca por ser esencialmente heterogéneo y variado en sus formas.
Ya bajo el reinado de los Reyes Católicos la obra pública comenzó a tomar cuerpo como tal y el poder público obligaba a los pueblos a mantener en buen estado los caminos de sus términos, autorizando las sisas y repartimientos para la ejecución de los mismos.
La continuación del arco de medio punto, el aumento del rebajamiento de las bóvedas, la simetría y la sobriedad, son las características primordiales de los puentes del Renacimiento.
Carlos V mantuvo, aunque en continua desaceleración, el impulso fomentado por los monarcas anteriores.
Felipe II (IV), prestó menos atención, si cabe, a la realización de las necesarias obras públicas. Lo mismo ocurrió con sus inmediatos sucesores.
Tras el decadente reinado de Carlos II (V) (1700) se perfilará el horizonte ilustrado que protagonizaría más de 100 años de preocupación por la obra civil. Con Felipe V (VII) llegan nuevos tiempos, por la centralización y la modernización.
Hitos destacables en la evolución de esta línea política se dan en todos los reinados de los monarcas borbones; a la reorganización del servicio de postas durante el mandato de Felipe V, siguió el primer plan general de carreteras, bajo Fernando VI (II), que culminó, en cuanto a obras públicas se refiere, con el monarca ilustrado por excelencia, Carlos III (VI), cuyo mandato se conoce como el reinado de los 300 puentes.
La ingeniería del siglo XVIII está marcada por el influjo francés. Las obras de este período se caracterizan por el empleo de materia prima muy diversa; piedra, ladrillo, mampostería. Se crearon fábricas a base de bóvedas carpaneles, rasantes horizontales, o levemente alomadas, todas ellas impregnadas de austeridad formal, coherente con una restricción de gastos. En los inicios del siglo XVIII se levantan puentes como el de Lodosa, sobre el Ebro.
Sin embargo, es con Carlos III cuando se realizó la principal obra ilustrada; el Canal Imperial de Aragón, cuyo recorrido de 169 Km, de Tudela a Zaragoza, se encuentra jalonado por una sucesión de obras de ingeniería civil; edificios, alcantarillas, “puertos”, esclusas, acueductos, sifones, y, por supuesto decenas de puentes. El de Formigales en Fontellas, o los de Cortes, Ribaforada y Buñuel, gozan de las formas austeras y diversidad de materiales señalados como prototípicos del siglo XVIII.
La centuria dieciochesca evoluciona desde la simple reocupación por la mejora de las obras públicas, a la creación de una escuela de especialistas en su diseño; la Escuela de Ingenieros de Caminos y Canales, fundada en 1802 por Agustín Betancourt, con la que se entra de lleno en una nueva era en la Historia del puente.
El siglo XIX, rico en patrimonio de obras públicas, es una centuria plena de innovaciones tecnológicas y estéticas. La incipiente Revolución Industrial que empieza a gestarse exige urgentemente el desarrollo de una infraestructura viaria, sin la cual no sería posible el anhelado desarrollo económico. Fue la escuela fundada por A. Betancourt la encargada de formar un personal especializado en la materia, capaz de realizar obras de envergadura, con la tecnología más puntera y los presupuestos más ajustados.
La preocupación caminera de este nuevo organismo produjo frutos inmediatos. Sin embargo la Guerra de la Independencia y el posterior reinado absolutista de Fernando VII (III) supusieron un parón lamentable en el desarrollo de la red viaria.
Las pugnas entre los partidarios de las nuevas ideas; los ingenieros, hijos del Estado liberal burgués, los conservadores-defensores del régimen establecido, provocaron enfrentamientos que contribuyeron a entorpecer el trabajo pendiente. Así mismo, las diferencias surgidas entre arquitectos e ingenieros, que desembocaron en una delimitación de competencias nada favorecedora para los primeros, es otra de las cuestiones que informan acerca de las profundas transformaciones que se gestaron durante esta centuria innovadora.
A este período de relativa inactividad sucede una auténtica oleada constructora avalada por la incorporación de los gastos de las obras públicas a los presupuestos del Estado (1834), con lo que se ve paliada la secular escasez de los recursos destinados a tales fines y su falta de continuidad.
Además, la puesta en marcha, en 1840, de un Plan General de carreteras incrementará espectacularmente el ritmo de las construcciones viarias, que junto con el desarrollo de las líneas ferroviarias, sentaron las bases de nuestra actual infraestructura de comunicaciones terrestres.
En el campo de la construcción de puentes es donde se alcanzó un mayor grado de racionalización. Todo ello unido al afán de tipificación, propio de una sociedad industrial, favoreció la creación de puentes mejores técnicamente, con gran ahorro de tiempo, materiales y dinero. El puente se convierte en un producto más de la industrialización, aunque no por ello pierde su condición de elemento estético.
A mediados de la década de 1850 se editaron los primeros modelos oficiales de puentes, en función de facilitar el estudio y difusión de los mismos. La construcción de puentes a lo largo de esta centuria se caracterizó por la convivencia de los puentes de fábrica, continuadores del pasado, y los puentes de hierro, genuinos representantes de la sociedad industrial. Sin embargo, las obras de fábrica, a pesar de las lógicas reminiscencias del pasado, aparecen como frutos propios de una nueva sociedad, mucho más capacitada para la realización de tales empresas.
La característica esencial que marca al puente del siglo XIX es la consecución de la máxima horizontalidad del elemento sustentado, y la mayor ligereza del elemento sustentante. Lo cual será posible gracias a las nuevas metodologías importadas del país pionero de la materia, Francia.
Problemas como el de la cimentación, o el temido efecto presa, provocado por la potencia de las pilas que obstaculizaban el paso del agua, y que tan arduos se presentaron a los constructores de siglos pasados, se ven ahora solventados gracias a los nuevos avances tecnológicos. Los puentes gozan de sobriedad y esmero en los detalles; sillerías bien trabajadas, decoración sin exceso, y buen acabado final de la obra. Un ejemplo notable de este tipo de construcción es el puente Astorito, sobre el río Aragón, en Navarra. Construido en 1870, con 6 bóvedas escarzanas y típicos tajamares semicilíndricos, sobrio y bello.
Los puentes ferroviarios de fábrica vienen condicionadas por la necesidad funcional de mantener la rasante lo más horizontal posible y, por tanto, la elevación de las pilas. Sin embargo, los puentes ferroviarios evolucionan hacia la búsqueda de un material más acorde con su función; el hierro, verdadero protagonista de la revolución tecnológica decimonónica. Los avances en el campo de la Física, Química, y Metalurgia, fomentan la producción masiva e industrializada de este material. Primeramente fundido, después forjado (década de 1830), y posteriormente convertido en acero (finales de siglo), es el nuevo material el gran protagonista de la moderna arquitectura.
El desarrollo de los puentes metálicos está estrechamente ligado al tendido de las vías férreas (1848). Son ellas las grandes patrocinadoras de esta arquitectura industrial, y exigen rasantes horizontales, grandes luces, rapidez de fabricación y montaje, y economía. Sin embargo, antes del desarrollo del ferrocarril, el hierro ya se había empleado en los puentes colgantes construidos durante la primera mitad del siglo.
Los viejos puentes medievales llegaron al final de siglo pasado en muy mal estado. Ello se debió a falta de atención durante muchos años, los destrozos de la III guerra carlista, la escasez de medios técnicos para cimentarlos con suficiente estabilidad y al avance de las estructuras metálicas. Ya era posible salvar vanos de 60 ó 70 m de luz sin apoyos, a precios en muchas ocasiones inferiores a los de la sillería o mampostería convencional, realizables en plazos récord de 4 a 6 meses.
En Francia Eiffel levantó su torre de 300 metros en 1889. En Navarra 10 años antes se había construido el puente de Chapitel*, de 28 m de longitud. En 1881 se construyó en Andosilla* otro puente de 30,13 m de luz, y en 1890 se levantó en 4 meses el de Caparroso*, con 62,28 m de luz.
De 1891 a 1892 se construyeron al menos los de Sangüesa*, Erro*, Milagro*, Puente la Reina* y Zubiri*. De esta época fueron los de Cárcar*, en 1897 y Corella* en 1900 y también simultáneos los de Barasoain*, Muez*, Ochagavía* y Yárnoz*. Pasada esta época de primeros de siglo fue adquiriendo empuje el hormigón armado, y prácticamente desplazó los puentes metálicos de las carreteras navarras.
El siglo XX contempla una expansión constructiva sin precedentes debido fundamentalmente a la confluencia de dos factores motrices; la necesidad de adaptar la red viaria a las exigencias de los nuevos medios de transporte, y el descubrimiento de materiales más ligeros y resistentes, como el hormigón. Esta centuria representa el abandono de las materias primas tradicionales en beneficio del acero y sobre todo del hormigón, en sus dos versiones; armado y pretensado.
A pesar de los enormes avances producidos en el campo de la ingeniería del puente durante el siglo XX, ésta no deja de aprovecharse de las tipologías definidas la centuria anterior. El resultado obtenido, sin embargo, será completamente innovador.
La fisonomía de los puentes de este siglo es extremadamente grácil y simple. Se aligeran hasta reducir la masa a la estructura y ésta a los elementos mínimos necesarios para soportar los máximos.
Se trata de estructuras vivas en las que los nuevos materiales permiten que todos los elementos de la obra estén en tensión realizando un trabajo de conjunto. Así, el puente podrá olvidarse de su propio peso, pasando a ocuparse solamente de las cargas externas a él.
Las características formales de cada tipo de puente están en función del empleo de una materia prima determinada. De esta forma, el puente recto, con viga como elemento resistente y trabajando a flexión, se relaciona con el empleo del hormigón pretensado. El puente en arco empleará el hormigón armado que le permitirá realizar un trabajo a compresión -se da fundamentalmente en la primera mitad del siglo -. Los puentes colgados, sin embargo, son esencialmente metálicos y trabajan a tracción. Los puentes atirantados emplean hormigón y acero.
La función del puente actual, como ya se ha dicho, está condicionada por los imperativos del tráfico rodado, esto hace que la ingeniería de puentes deje su huella en casi todos los rincones; se construyen puentes, ya sobre ríos, ya sobre carreteras, en autopistas o en medio de las mismas ciudades. La perfecta adecuación al medio de estas obras será cuestión a tener en cuenta a la hora de la construcción.
Ya en la segunda mitad del siglo XX, superada la cuestión de la técnica y el material, llegan unas décadas en las que prima todo aquello referente al aspecto estético del puente, al diseño. Es en este ambiente donde se produce el desplazamiento, casi definitivo, del arco y del puente colgado, en favor del puente atirantado. Aparece a finales de la década de 1950 y se generaliza en la de 1960, con C. Fernández Casado. En esta nueva modalidad el tablero queda suspendido de haces de cables de acero sujetos a un pilar de hormigón. Este modelo permitirá luces de extraordinaria longitud, y además contribuirá a terminar con el monopolio americano sobre la tecnología del puente metálico.
Un ejemplar destacable de puente atirantado es el de Castejón (Navarra), en la autopista de Navarra a su paso por el Ebro. Fue construido en 1978 por J. Manterola y L. Fernández Troyano. En él se produce la efectiva unión de hormigón pretensado que permite al ingeniero prediseñar su capacidad antes de emplearlo, y el acero. El vano principal es de 137 m y la longitud de 204 m. Además de emplearse en este puente uno de los diseños más actuales y atrevidos, se empleó la tecnología más avanzada. Se construyó a base de dovelas prefabricadas y con la técnica de “avance en voladizo”. Estas técnicas, junto con la construcción de puentes empujados, constituyen los últimos avances en lo que a ingeniería del puente se refiere. Pero, exceptuando la estética innovadora y sorprendente de los puentes atirantados, la mayor parte de los construidos en los últimos años repiten diseños anteriores.