MONASTERIO
MONASTERIO
El monacato es una fórmula de espiritualidad cristiana que apareció en la segunda mitad del siglo III y se consolidó durante todo el siglo IV, especialmente en el Mediterráneo oriental. Los primeros monjes vivían en soledad o en agrupaciones reducidas: eran los anacoretas o ermitaños. Pronto apareció el cenobitismo o vida en comunidad de varios monjes con una regla y un abad. Este fenómeno arraigó en Europa Occidental donde destacaron el foco irlandés creado por San Patricio en el siglo V y el foco italiano debido a San Benito de Nursia (480-547).
En España inicialmente el monacato se guió por las reglas de San Isidoro de Sevilla y San Fructuoso de Braga, que dieron lugar a un poderoso movimiento monástico en época visigoda (sobre todo durante el siglo VII), luego continuado durante los primeros siglos de la Reconquista, tanto por los reinos cristianos como por las comunidades mozárabes que vivían en tierras musulmanas. A lo largo de los siglos X y XI esta tradición monástica fue sustituida por la influencia de la regla benedictina.
Las más antiguas noticias de vida monástica se remontan en Navarra a la primera mitad del siglo IX. Las noticias de San Eulogio de Córdoba en su carta al obispo de Pamplona Wilesindo y otros testimonios descubren un potente foco monástico en los valles pirenaicos del noreste de Navarra y de la zona aragonesa próxima, entre los que pueden citarse Leire, Siresa, Usún, Igal, Urdaspal, Fuenfría, etc. Eran monasterios que respondían a la tradición visigótico-mozárabe, pero que habían recibido la influencia enriquecedora en el imperio francocarolingio por San Benito de Aniano, que había adaptado la regla benedictina y buscaba hacer de las abadías focos de perfección monástica y vida cultural. La influencia de estos monasterios pirenaicos debió de ser crucial a la hora de dotar de un marco ideológico y cultural, basado en la tradición cristiana, a la entonces naciente monarquía de Pamplona.
Cuando Sancho Garcés (905-925) reconquistó la Rioja, surgió allí otro poderoso foco monástico inspirado en el monacato castellano y que también mezclaba instituciones visigótico-mozárabe con principios espirituales propios de la regla benedictina. Sus principales focos fueron San Millán de la Cogolla, San Martín de Albelda y Nájera.
Paralelamente fueron surgiendo por todo el reino monasterios de muy reducidas dimensiones (monasteriolos), que eran en realidad iglesias rurales, en muchos casos propiedad del magnate dueño del lugar. En el siglo XI se inició un proceso de concentración monástica que trató de confiar numerosos monasterios e iglesias al cuidado de grandes cenobios, concebidos como cabezas de congregaciones. Fue el caso de San Salvador de Leire y Santa María de Irache. Los grandes dominios monásticos alcanzaron su plenitud a principios del siglo XII. La importancia religiosa, social, económica y política alcanzada por los monasterios y sus abades convirtió a estos puestos en objeto de disputas y apetencias.
Durante la mayor parte del siglo XI fue costumbre que los obispos de las sedes episcopales del reino se reclutaran entre los monjes de los grandes monasterios, llegando a acumularse los cargos de obispo y abad en una misma persona, como ocurrió en el caso de los abades de Leire y los obispos de Pamplona.
La asimilación de la regla benedictina se hizo por entonces, de acuerdo con los criterios fijados en la reforma de Cluny (910). En este monasterio francés se quiso restaurar las viejas tradiciones benedictinas (silencio, austeridad, obediencia, castidad, sobre todo, la oración y la liturgia) y evitar las injerencias exteriores que perturbaban la vida monástica, para lo cual se rechazó toda autoridad eclesiástica o civil que no fuera el Papa y se reservó a los monjes la libre elección de abad. El proceso de asimilación se inició tímidamente en tiempos de Sancho el Mayor (1004-35), pero no se consumó hasta los años finales del siglo por medio de franceses colocados en los puestos preeminentes de la Iglesia navarro-aragonesa. No se copió íntegramente el modelo de Cluny, pues Leire e Irache no se sometieron a su jurisdicción. Irache acató la autoridad del obispo de Pamplona, pero Leire quiso eximirse de ella y se enzarzó en un largo pleito durante el siglo XII. No logró su objetivo y además entró en una profunda crisis.
Del tronco benedictino surgió una nueva rama monástica: los cistercienses. Nacidos a finales del siglo XI y principios del siglo XII en el monasterio de Citeaux o Cister (Borgoña), deseaban evitar las excesivas riquezas y las corruptelas en las que habían incluido los cluniacenses y restaurar la vida monástica en su pureza, haciendo hincapié en el trabajo manual, la pobreza y la austeridad. En Navarra se fundaron tres monasterios de esta orden (Fitero en 1140, La Oliva en 1149-50 e Iranzu en 1176), a los que se añadió Leire, donde la reforma cisterciense se implantó en 1237. Se fundaron también monasterios femeninos como los de Tulebras (1149-57), Marcilla (1160) y Salas (en Estella).
Durante los siglos XIV y XV la decadencia de los monasterios fue evidente, con manifiesto abandono de sus fines por parte de los monjes. La crisis económica y demográfica del siglo XIV y la guerra civil del siglo XV acentuaron la decadencia monástica. Surgieron enfrentamientos por las dignidades abaciales, codiciadas por importantes familias de la nobleza para sus hijos segundones. Era frecuente que los Papas nombraran abades que no residían en los cenobios o que transmitían el cargo por el procedimiento de renunciar en beneficio de otras personas antes de morir. Dentro de las comunidades monásticas fueron frecuentes las disputas por el reparto de las rentas de cada monasterio entre el abad y el resto de los monjes.
La reforma eclesiástica del siglo XVI surtió efectos también entre las instituciones monásticas. Irache fue afiliado a la congregación benedictina de San Benito de Valladolid (1522). Los cistercienses rehuyeron integrarse en una congregación castellana y, después de haber intentado sin éxito la creación de una congregación navarra (1607), acabaron en la aragonesa (1632-34). Estas congregaciones revitalizaron la vida monástica y, de acuerdo con las disposiciones del Concilio de Trento, evitaron vicios de siglos anteriores. Los abades pasaron a ser cuatrienales y desde 1652 se escogían sólo entre monjes navarros. No lograron devolver a las abadías todo su pasado esplendor, pues sus numerosas rentas iban decreciendo. Los abades mantenían el prestigio y el poder político que les daba ser miembros del brazo eclesiástico de las Cortes del reino.
A partir de 1835 todos los monasterios masculinos fueron desamortizados por el Gobierno de la Nación, que se apropió de sus bienes para luego venderlos. Los edificios se fueron arruinando y se desperdigó el tesoro cultural y artístico que conservaban. Sólo subsistieron los monasterios femeninos con grandes dificultades. Hubo que esperar al siglo XX para que se restaurasen algunos monasterios masculinos (La Oliva por los cistercienses en 1927 y Leire por los benedictinos en 1954).